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‘Los sueños se cumplen con dedicación y empeño’, dice un migrante salvadoreño

Propietario de un taller mecánico en la ciudad de Bell Garden, Rodolfo Calderón
Propietario de un taller mecánico en la ciudad de Bell Garden, Rodolfo Calderón sabe perfectamente que nada es gratis y que todo se consigue con un gran esfuerzo y una enorme fuerza de voluntad.
(Alejandro Maciel)
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“La verdad es que no se necesita mucho para ser feliz”, dice Rodolfo Calderón al tiempo que mira detenidamente sus manos.

“A lo largo de la vida uno hace muchas cosas sin saber que lo más importante es su familia”. Esa es la reflexión de Calderón, un salvadoreño originario de Santa Ana, que después de toda una vida en Estados Unidos, considera que lo ha logrado todo, que emigrar valió la pena.

Propietario de un taller mecánico en la ciudad de Bell Garden, Calderón sabe perfectamente que nada es gratis y que todo se consigue con un gran esfuerzo y una enorme fuerza de voluntad.

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Momentos antes de esta entrevista, Calderón, de 67 años, trabajaba en uno de los muchos autos que se encuentran en su taller. “Parece que es la bomba, pero hay que revisarlo bien”, le dice a uno de sus ayudantes mientras se concentra en la parte dañada del auto.

Se limpia las manos y accede a hablar de su vida, de sus sueños, de sus logros y fracasos.

“Imagínese usted”, me dice mientras nos acomodamos debajo de un árbol. “Yo le dije a mi mamá que me iba a Estados Unidos por dos años, solo para ahorrar algo de dinero a fin de surtir la tiendita que teníamos”. “Desde entonces han pasado 48 años”, relata con una sonrisa que le cubre el rostro. “El tiempo se va volando”.

La guerra que sacudió a El Salvador a fines de la década de los 70’s estaba por empezar. Se sentía la guerra en el ambiente y la sociedad estaba cada vez más polarizada. “Los ricos se estaban haciendo más ricos y todos los demás nos estábamos haciendo más pobres”.

"Yo vine a Estados Unidos por dos años, quería ahorrar dinero.
“Yo vine a Estados Unidos por dos años, quería ahorrar dinero. Han pasado 48 años desde entonces”, dice Rodolfo Calderón.
(Alejandro Maciel)

Es entonces que decidió que saldría del país en busca de trabajo y ahorros. Era 1976. “Me vine por suerte, antes de que las cosas se agravaran”. Tuvo la fortuna de no vivir las barbaridades de 11 años de guerra que desgarraron a su país, conocido como el Pulgarcito de América.

“A lo largo de la vida uno hace muchas cosas sin saber que lo más importante es su familia”

— Rodolfo Calderón

“Mi novia Ana Delmi emigró primero y tres meses después me vine detrás de ella. Fue un viaje difícil, pero estaba convencido de que en El Salvador de esos años no había nada para mí”.

Su percepción no estaba equivocada.

“Sí, era muy difícil, a los 5 años me levantaba a las 4 de la mañana y caminaba 3 horas hasta llegar a la milpa en la que trabajaba en la cosecha de frijol y maíz”, dice Calderón. “No me quejaba, me gustaba caminar, así que cuando terminaba, me iba corriendo para llegar a la escuela”.

A los 12 años comenzó la escuela primaria. Mientras los niños de su edad ya sabían leer y escribir, él apenas estaba dando los primeros pasos.

Esos primeros pasos lo llevaron lejos.

“Pude terminar la primaria hasta que cumplí los 18”.

Para llevar un poco más de dinero a su casa, se empleó como cobrador de autobuses y eso le permitió aprender la manera de tratar con las personas, pero, sobre todo, a darse cuenta de que siempre hay caminos y que con voluntad se puede salir adelante.

Entonces llegó el tiempo de emigrar y esas habilidades que obtuvo como cobrador de autobús, le permitieron hacer el viaje de El Salvador a Tijuana en cuatro días sin dificultades. “Cuando me detenían en México les decía que era de Michoacán, porque a los salvadoreños los extorsionaban más”.

Pero si el viaje por carretera resultó sencillo, el último tramo fue un suplicio. “El coyote me explicó cómo íbamos a cruzar la frontera. Me pidió que me metiera en el área de la llanta de refacción de una camioneta tipo Guayín. Aunque sentía que necesitaba aire, pensé que las cosas no iban a estar tan difíciles, hasta que colocaron a otros dos encima de mí. Sentía que me asfixiaba”, dice mientras sonríe y pide un vaso de agua a uno de sus ayudantes del taller.

El teléfono no deja de sonar. Me pide un poco de paciencia, y lo escucho hablar. Nombra partes, refacciones, modelos de auto, todo con una gran precisión.

“Sabe, nunca se me dificultaron las cosas, y terminé muy tarde la escuela porque no tuve las oportunidades de otros, pero tenía cabeza para todo”, explica entre una llamada y otra. “Las matemáticas nunca se me dificultaron, era como si hubiera nacido con una calculadora en la cabeza”.

Tiempo de crecer y aprender

Rodolfo Calderón, un salvadoreño originario de Santa Ana
Rodolfo Calderón, un salvadoreño originario de Santa Ana, que después de toda una vida en Estados Unidos, considera que lo ha logrado todo, que emigrar valió la pena.
(Alejandro Maciel)

Una vez en Estados Unidos, se dio cuenta que lo primero que tenía que hacer era aprender inglés. Al tercer día ya estaba inscrito en una escuela y hacía lo posible para absorber todo. Sabía que de ese esfuerzo dependía su futuro en este país.

“En el primer trabajo que tuve, entré como barrendero y después me ascendieron a asistente del mayordomo”.

Y de ahí en adelante todo fue como una escalera de aprendizaje que le llevó a cortar vidrios, aprender técnicas de construcción, y otras habilidades que le permitieron ir destacando.

Después vino la escuela de mecánica y el despegue.

“Puse el taller en 1992. Y como era muy inquieto, mientras hacía mi trabajo de tiempo completo, me dedicaba a comprar autos usados, los reparaba y les sacaba una ganancia y compraba otros, así sucesivamente. Hasta que me encontré con los camiones”.

Poco a poco se fue haciendo de una flota de camiones de carga, los cuales le permitieron que su situación económica mejorara notablemente. “Me iba hasta Minnesota y me compraba cuatro camiones, aquí los reparaba y los ponía a trabajar o los vendía y les sacaba un buen dinero”.

Los camiones de carga fueron su pasaporte a otras inversiones. “Cada camión era como tener una cuenta de banco en efectivo y me empezaron a dar préstamos para que comprara lo que quisiera”, dice Calderón.

Como si el tiempo hubiera pasado en un abrir y cerrar de ojos, se dio cuenta que se había hecho de 18 propiedades, tenía 10 camiones de carga y la vida parecía que era como un barco navegando con el viento a favor.

Pero no había tal viento a favor. De hecho, se avecinaba una tormenta que lo arruinaría todo.

Cuando menos lo pensó, su esposa, con la que había convivido por más de 28 años, le dijo que quería divorciarse. Esa decisión significó el desplome y la pérdida de un patrimonio construido a lo largo de toda una vida.

“De las 18 propiedades que teníamos solo me quedé con tres, y aunque al principio me dolió mucho toda esa pérdida, con el tiempo entendí que no se necesita tanto para ser feliz”.

En este rápido balance de su vida, Calderón asegura que hoy sabe que mientras más se tiene, más intranquilo se vive. “Te la pasas cuidando tu dinero y dejas de vivir lo más importante, como el amor de tus hijos”.

Y así como la vida quita, también ofrece remansos de calma, como el que encontró con Mariela, su segunda esposa, con la que vive desde hace 22 años.

“Es una historia bonita”, cuenta Calderón. “Cuando estaban ya muy mal las cosas con mi esposa, en un viaje a El Salvador conocí a una joven y le dije que si terminaba divorciado, me gustaría conocerla, y si en un momento le interesaba intentar algo conmigo, que me escribiera”.

Pasó un tiempo y la joven, llamada Marinela, le envió una carta diciéndole que sí, que aceptaba la propuesta de viajar a Estados Unidos para conocerse mejor. Pero el destino estuvo a punto de hacerles una mala pasada.

La carta de Marinela fue colocada en un cesto de basura y cuando la iban a tirar, una ráfaga de viento la sacó y fue entonces que Calderón se enteró que le habían correspondido.

Desde entonces han pasado 22 años y han procreado dos hijos. “Es una mujer buena que lo ha dado todo por mí”, dice orgulloso.

Después de esa etapa turbulenta de su vida, Calderón asegura: “Estoy tranquilo. Saqué a mis cinco hijos adelante”.

Y como no estar orgulloso. Edna, la mayor, estudió criminalística en la Universidad de Arizona y ahora trabaja en el Departamento de Policía de Los Ángeles. Rodolfo, de 38 años, estudió arquitectura en la Universidad del Sur de California y se desempeña desde hace diez años en el ámbito de la arquitectura. Harvi William se unió a los Marines, estuvo en combate en Iraq y Afganistán, donde resultó herido en una pierna. Hoy, a sus 31 años y recuperado de sus lesiones, es inspector del Departamento de Bomberos de Indio. Nely Janet Calderón, tiene 19 años y estudia en la Universidad de California en Domínguez, quiere ser ginecóloga. El menor, Sebastián Antonio, acaba de salir de la preparatoria y todavía está decidiendo a qué universidad quiere entrar.

El teléfono sigue sonando. Y el sol empieza a colarse entre las ramas del árbol. Calderón hace una pausa. Voltea de un lado a otro y ve que el trabajo se acumula. A manera de conclusión me dice: “Estoy contento, con la vida, con Dios y con todos. Ahora sé que no hay nada más importante que la familia. Que los afectos no se compran, que no es necesario tener mucho para ser feliz…”

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