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Detrás de la historia: Cómo explicar que la fe de un hombre lo mantuvo en pie durante varias tragedias

Randy Merrell, entre hormas de zapatos en su taller, Merrell FootLab, el domingo 22 de septiembre de 2019, a las afueras de Vernal, Utah.
(Isaac Hale / For The Times)

Quería saber si había llegado a aceptar la terrible pérdida de ese día y cómo explicaría esa aceptación. ¿Qué palabras pone usted en una tragedia que sólo parece demostrar que la vida es inconstante, aleatoria y cruel?

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Como doy una clase de periodismo, a veces me preguntan dónde encuentro mis historias. Estoy seguro de que mi respuesta no es la que esperan los estudiantes.

Las buenas historias llegan sin previo aviso: enterradas en las páginas posteriores de un periódico local, pescadas en un momento rápido con un amigo, una oración en un correo electrónico… El descubrimiento es una experiencia aleccionadora.

Pero, les digo a los alumnos, encontrar una buena historia es menos importante que responder la pregunta esencial que se esconde en ella.

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El 13 de octubre de 1972, Roy Harley viajaba con sus amigos para jugar un partido de rugby en Chile, el cual nunca ocurrió. En lugar de ello, el avión se accidentó y el grupo emprendió una lucha para sobrevivir más de 70 días entre las montañas.

Oct. 13, 2019

Cuando subí a un avión con destino a Vernal, Utah -para que uno de los fabricantes de botas más talentosos del país tomara mis medidas para fabricarme un calzado de senderismo personalizado—, pensé que sabía la pregunta. ¿Qué significado encontró Randy Merrell en un negocio marginado por la producción en masa y el diseño digital?

Le había hecho esta pregunta a un fabricante de relojes, un herrador y un calígrafo, y sabía que estos oficios abrían una puerta a las tradiciones cuya persistente comprensión de la cultura los hacía aún más atractivos. Un zapatero no podía ser muy diferente.

Pero también tenía una segunda pregunta. Sólo que no sabía si podría hacerla; me preocupaba que fuese demasiado intrusiva.

Una vez al mes durante todo el 2017, Kazuhiko Futagawa, de 72 años, se sentó en una cafetería ubicada a pocas cuadras de donde su padre fue reducido a cenizas cuando Estados Unidos lanzó la primera bomba atómica, hacia el cierre de la Segunda Guerra Mundial.

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Había leído sobre la muerte de la esposa de Merrell, LouAnn, y su nieto, Jackson, que desaparecieron en la corriente mientras cruzaban un arroyo en el Gran Cañón, hace dos años. Él y su nuera estaban presentes, y sobrevivieron.

Quería saber si había llegado a aceptar la terrible pérdida de ese día, y cómo explicaría esa aceptación. ¿Qué palabras se le dan a una tragedia que parece probar que la vida es voluble, aleatoria y cruel?

He preguntado esto durante la mayor parte de mi carrera.

Las respuestas residen en algún lugar de la historia de un joven que fue el único sobreviviente de un accidente de helicóptero en Afganistán, o de un hombre que fue baleado cuando volvía a su casa desde una fiesta, o de un padre y una hija atacados por un oso pardo en el Parque Nacional Glacier.

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La noche que llegué a Vernal, cené con Merrell y me tranquilizó. La renuencia a hablar sobre la tragedia es más incómoda que abordarla directamente, y él estaba dispuesto a hablar.

Me contó que en 2004 había perdido a su hijo, y en 1982 a su padre. Al igual que LouAnn y Jackson, ellos también perecieron en accidentes sin previo aviso. Un día salió el sol, luego se puso, y la oscuridad fue aún mayor.

Además, Merrell contrajo el Virus del Nilo Occidental en 2008, una enfermedad que se convirtió en meningitis. Estuvo incapacitado durante casi cinco años, y a punto de cerrar su negocio.

Es claramente un hombre muy versado en la fragilidad de la vida y, en todo momento, su fe —y el apoyo de su congregación, la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días— lo ayudó en situaciones que parecían más desoladas. Pero tener fe frente a tal pérdida no siempre fue fácil.

El día en que murió su padre —en un accidente de construcción, frente a su mirada— Merrell volvió a casa desde el hospital. Era de noche, su ropa aún estaba cubierta de sangre, y salió al jardín para estar solo. Bajo el cielo oscuro y estrellado, gritó; le gritó a Dios.

Pero luego, dijo, sintió que algo cambiaba en su interior; hubo un alivio de su dolor, que atribuye a que Dios pasó su brazo por sus hombros, y lo consoló.

La semana que pasé con Merrell, me relató encuentros similares: el crujido de las sábanas de la cama, luciérnagas pululando inesperadamente en un campo, amigos que le contaron haber tenido visiones de LouAnn, coincidencias que podían no serlo tanto.

Escuché atentamente, tratando de aceptar estas historias y, al menos, de entender el esfuerzo de un hombre afligido por dar sentido a su pérdida y calmar su dolor. ¿Quién era yo para cuestionar sus creencias?

Sus palabras abrieron universos de tales señales y maravillas, que sentí en su compañía una porosidad entre este mundo y otro. Pensé en las visiones de William Blake, de los pintores del Renacimiento, de una época no hace mucho tiempo cuando los ángeles y los fantasmas caminaban por la tierra y la gente decía verlos. Claramente, esta proximidad era el consuelo de Merrell.

No soy visionario, ni religioso. Quería que la certeza y convicción de Merrell tuviera sentido para los lectores; me preocupaba que ellos descartaran esas cualidades como producto de una imaginación respaldada por la iglesia. Así como su fe le da sentido a sus pérdidas, yo también quería que esta historia tuviera sentido.

Ya en casa, me preguntaba si había respondido mi pregunta. Consulté el Libro de Job. Qué mejor historia, pensé, para explicar las vicisitudes de la vida. Pero más que la historia de un hombre como un peón, un juguete de Dios y el diablo, la de Job es la historia de cómo entendemos el papel del sufrimiento en la vida de los otros.

Habiendo perdido a su familia, su fortuna y su salud, tres compañeros se acercan a Job y, al principio, se sientan en silencio con él, para consolarlo. Pero su paciencia aparentemente se agota, y tratan de hallar la razón de su difícil situación. Sus palabras, insensibles y críticas, se presentan como intentos de salvaguardarse de tal calamidad.

Al final, Dios responde con un regaño atronador, si no irritante. Al registrar los detalles de su creación, recurre a su autoridad: cualquier intento de comprender la desgracia no tiene sentido, porque los mortales no tienen la sabiduría para ver más allá de su propio miedo y pena.

El mensaje es claro: podemos cuestionar, podemos gritar, podemos maldecir las cargas que se nos pide llevar. Pero al final, nada puede explicar la precariedad de la vida, ni aliviar el dolor.

Las tragedias más grandes son las más arbitrarias, y la narrativa más significativa no trata de explicarlas. A veces, eso puede ser suficiente.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

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