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En primera línea de la epidemia de homicidios en Estados Unidos: Milwaukee se enfrenta a una violencia histórica

A woman holds up a phone with a photo of a man
Jalisa Martin muestra una foto de su hermano, Winfred Jackson Jr., quien recibió un disparo mortal en un parque de Milwaukee en marzo de 2020.
(Sara Stathas / For The Times)

Los homicidios se han disparado en todo el país durante la pandemia de COVID-19. Milwaukee ha visto uno de los mayores picos.

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Jeremiah Hughes estaba cortando el césped un miércoles por la tarde cuando dos hombres irrumpieron en el callejón. Estaban armados. Sonaron disparos.

Hughes murió en el patio, fue llevado a la morgue y luego a la Iglesia de Dios en Cristo El Bethel, donde días más tarde yacía en un ataúd abierto de color verde esmeralda mientras los gritos apagados se elevaban a través de un himno en un altavoz. Tenía 24 años y el nombre de su madre, Gwen, tatuado en la mano izquierda.

Unas cuerdas de terciopelo rodeaban su ataúd para evitar que la gente se agarrara a él en su desesperación.

“Mi único hijo”, dijo su padre, Stan Lindsey. “Se ha ido así”.

Milwaukee está sumido en la peor violencia de su historia moderna. El año pasado se produjeron aquí 189 asesinatos, un aumento del 93% respecto a 2019 y la mayor cifra jamás registrada.

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El salto refleja una tendencia a nivel nacional. En un estudio, los investigadores de la organización sin fines de lucro Council on Criminal Justice analizaron 34 ciudades y descubrieron que 29 tuvieron más homicidios el año pasado que en 2019. El aumento general fue del 30%, aunque en la mayoría de los lugares los asesinatos se mantuvieron por debajo de sus picos en la década de 1990.

Entre las 19 ciudades con más de medio millón de habitantes -incluyendo Los Ángeles, Nueva York y Chicago- ninguna vio un aumento mayor que Milwaukee. Con 127 asesinatos hasta la primera quincena de septiembre, la ciudad está a punto de igualar el récord del año pasado. Hughes fue la 78ª persona asesinada este año.

La uniformidad del aumento en todo el país ha dado lugar a múltiples teorías sobre las causas. Casi todas se centran en la pandemia -que ha causado enormes dificultades- y en el movimiento masivo contra la brutalidad policial y el racismo, que cambió la actuación policial y la relación entre las fuerzas del orden y las comunidades donde la violencia se ha concentrado durante mucho tiempo.

¿Una sociedad al límite, con las escuelas cerradas, los programas sociales clausurados y la gente encerrada en casa, se volvió simplemente más violenta? ¿Hay más gente portando armas? ¿La retirada de la policía de las comunidades envalentonó a los delincuentes? Los expertos dicen que podría llevar años desentrañar estas cuestiones, pero el balance de los homicidios ha golpeado con fuerza a los barrios de todo el país.

No hay respuestas claras en el asesinato de Hughes el 16 de junio. La policía solo ha revelado detalles básicos de su investigación: El arma era un “arma larga”, el motivo “represalias” y los dos sospechosos eran “conocidos” de Hughes, que no tenía antecedentes penales.

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Lindsey cree que el objetivo era un joven que trabajaba para Hughes en labores de jardinería y que tenía una disputa con los sospechosos. Los disparos no alcanzaron al empleado. No se ha detenido a nadie en el caso.

La violencia en Milwaukee sigue patrones conocidos, según la Comisión de Revisión de Homicidios de la ciudad.

En una ciudad con un 40% de población negra, la mayoría de las víctimas son hombres negros, al igual que los autores, que suelen actuar con armas de fuego.

La mayoría de los homicidios del año pasado -el 54%- se produjeron en un radio de unas 30 cuadras del lado norte, una zona predominantemente negra en la que un racismo muy arraigado ha provocado abandono y pobreza.

Lo que es diferente en este momento es que ahora están muriendo muchas más personas.

Donnell Dunbar, 27 años

Dayleon Groves, 19 años

Jovan Wilder, 18 años

Corey Tucker, 36 años

Yosef Timms, 32 años

La lista de jóvenes negros asesinados a tiros en el lado norte es interminable. Hughes era uno de ellos, y era un joven del barrio antes de ser una estadística.

A woman stands in front of a casket
Michelle Pitts es la propietaria de la funeraria New Pitts, en el lado norte de Milwaukee.
(Sara Stathas / Para The Times)
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El teléfono de la funeraria New Pitts, en la zona norte, no para de sonar.

Michelle Pitts estaba acostumbrada: el COVID-19 estaba devastando la comunidad negra a la que sirve. Su personal, compuesto por una docena de personas, trabajaba prácticamente las 24 horas del día. Más de una vez, Pitts se sentó sola en su oficina y lloró.

COVID-19 se ensañaba sobre todo con las personas mayores. Pero hacia julio de 2020, Pitts empezó a recibir más llamadas para hacer los funerales de los jóvenes que habían sido tiroteados.

Nadie lo sabía, pero la ciudad estaba empezando a enfrentarse a otra epidemia, una que se concentraba en un barrio que Pitts conocía bien.

Sus padres se habían establecido aquí en la década de 1950 tras abandonar Arkansas, como parte de la Gran Migración de afroamericanos que huían del terrorismo racial en el Sur con la esperanza de una vida mejor en las ciudades industriales del Norte.

People walk toward a sidewalk memorial with candles and flowers
Un homenaje en la acera cerca del lugar donde Yosef Timms recibió un disparo mortal fuera de su barbería en Milwaukee.
(Sara Stathas / Para The Times)

El barrio era la única opción para la mayoría de las familias negras, porque las escrituras les impedían alquilar en otras partes de la ciudad. Las restricciones de los bancos, que descalificaban automáticamente a los habitantes de los barrios negros para obtener hipotecas, hacían que ser propietario de una vivienda fuera una fantasía lejana.

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A los residentes negros también se les negaba una atención sanitaria y una educación adecuadas. Cuando se construyó la Interestatal 43 a través de la zona en la década de 1960, cientos de negocios fueron demolidos.

A pesar del racismo, Pitts recuerda un barrio que se sentía seguro, un lugar donde los asesinatos eran tan raros que el tema de la seguridad nunca le pasó por la cabeza. Como en muchas ciudades, las drogas en la década de 1980 cambiaron rápidamente esa situación.

Los homicidios empezaron a aumentar, y también la sensación de desesperación. En uno de los códigos postales de esta ciudad, el 53206, el 42% de la población vive ahora por debajo del umbral de la pobreza, uno de los índices más altos de Wisconsin.

Las familias que podían permitirse abandonar la zona norte lo hicieron. Pitts se trasladó a un suburbio cercano a principios de la década de 2000, unos años después de que su marido falleciera y ella se hiciera cargo de la funeraria que él había fundado.

El edificio de piedra gris se encuentra en una calle bordeada de casas victorianas, tiendas de abarrotes y gasolineras en las que algunos residentes llenan los tanques de sus autos por las mañanas, cuando las posibilidades de recibir un disparo parecen más bajas.

Desde que comenzó la pandemia, la funeraria, que tiene capacidad para 35 cuerpos, rara vez no ha estado llena. Son más muertes de las que Pitts ha presenciado nunca.

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“Ahora tenemos muertes por COVID y, literalmente, niños y jóvenes que mueren en las calles”, dijo. “Lo que he visto con estos asesinatos - trágicos asesinatos - no se parece a nada que haya visto en mi trabajo”.

Michelle Pitts stands outside her funeral home
Pitts frente a su funeraria, la New Pitts Mortuary.
(Sara Stathas / Para The Times)

Desde enero, ha acudido a más de una docena de funerales por homicidio, y la carga emocional le hace difícil llevar la cuenta. “Dos funerales por homicidio parecen diez”, expresó.

Sufrió su propia angustia esta primavera cuando su nieta murió en un accidente de auto; encontró consuelo en un grupo de apoyo al duelo que formó este año para las familias a las que sirve.

“No estoy sola en esta sensación de desesperanza”, dijo. “Todo el mundo ha sufrido con el COVID y ahora esto”.

Hughes formaba parte de “esto”, otro joven cuya familia estaba encargando un ataúd y proporcionando a Pitts detalles sobre una corta vida. Su segundo nombre era Thomas, y los más allegados le conocían como Tommy. Era sociable, le gustaba la música, le gustaba trabajar con las manos, era optimista, le encantaba hablar de Dios.

Durante el servicio fúnebre por Hughes, Pitts observó desde el fondo de la iglesia y se preguntó: ¿Cómo podrían cambiarse las cosas?

Pensó que la vergüenza pública podría ser parte de la respuesta. Las imágenes de los asesinos podrían exhibirse en vallas publicitarias. Era una exageración, pero era algo.

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Cada día, de camino a casa, Pitts pasa por parques infantiles casi vacíos porque los padres, preocupados por las balas perdidas, mantienen a sus hijos encerrados en el interior.

Todos los días regresa a la zona norte, preparada para cualquier cosa.

En julio, en una sala de conferencias de la unidad de homicidios del Departamento de Policía de Milwaukee, unas notas garabateadas en una pizarra blanca ofrecían detalles sobre un reciente asesinato en la zona norte.

“Heridas de bala: media espalda, testículo, pie derecho, rodilla derecha. Casquillos: 5”.

Era uno de las docenas de casos activos.

A detective in a suit leans on a filing cabinet
El detective de homicidios Mike Washington en la sede del Departamento de Policía de Milwaukee.
(Sara Stathas / Para The Times)

“Ha sido agotador”, dijo el detective Mike Washington, de 46 años. “Y es todos los días”.

Washington nació en Chicago pero se trasladó a Milwaukee cuando tenía 12 años. Su familia vivía en el lado noroeste, otra zona que ha sufrido el abandono. Su madre era enfermera y su padrastro supervisaba a los conserjes.

Tenía poco más de 20 años y trabajaba en un banco cuando un amigo le comentó que el Departamento de Policía, que se enfrentaba a presiones políticas para diversificarse, buscaba reclutas negros. Se apuntó sin pensarlo mucho, en el marco de una oleada de contrataciones que transformó rápidamente el cuerpo en un espejo racial de la ciudad.

Tras cinco años de patrulla y varios más como detective asignado al combate a las drogas y delitos violentos, Washington se incorporó a la unidad de homicidios en 2014. Ese año, el equipo de 36 detectives investigó 87 asesinatos.

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“Todavía era manejable”, dijo.

Por mucho que le disgustara dar noticias trágicas a las familias, Washington encontró su trabajo muy significativo.

Luego, en 2017, las cosas adquirieron un toque profundamente personal. Su hermana, Sherida, fue asesinada por su marido, un compañero de la policía, que luego se apuntó a sí mismo con el arma.

A partir de entonces, Washington empezó a contar los días hasta el 29 de julio de 2021, fecha en la que podría jubilarse.

El año de la pandemia se convirtió en su última prueba.

Al igual que gran parte de su unidad, acabó contrayendo COVID-19, y luego se recuperó. Además, tuvo que tomar precauciones contra el coronavirus, como la eliminación de las sesiones de reconocimiento en vivo a partir de las cuales los testigos identifican a los sospechosos, lo que dificulta el esclarecimiento de los casos.

De manera más significativa, la creciente carga de casos comenzó a abrumar a la unidad.

En 2019, hubo un promedio de ocho homicidios al mes. La primera señal de repunte en 2020 llegó en febrero -antes de que la mayoría de la gente prestara atención al coronavirus-, cuando hubo 18 asesinatos.

Pero la tendencia al alza no se hizo evidente hasta julio, en medio de las protestas nacionales tras la muerte de George Floyd a manos de la policía de Minneapolis. Como en muchas ciudades, ese verano y otoño en Milwaukee se volvió mucho más peligroso.

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Washington y la unidad se quedaron perplejos sobre las causas, aunque se dieron cuenta de que en más asesinatos parecían estar implicados menores de 18 años. Veintisiete víctimas y 13 sospechosos el año pasado eran menores, frente a los ocho y cuatro de 2019.

Eso parecía estar relacionado con el cierre de las escuelas. Aun así, solo podía explicar una pequeña parte del aumento general de los homicidios.

Mucho más claro fue que más personas llevaban armas. La policía de Milwaukee confiscó más de 3.000 el año pasado durante paradas de tráfico y llamadas por disputas domésticas -un aumento del 18% respecto a 2019- y los agentes han seguido decomisando armas al mismo ritmo este año.

“La gente tiene poca paciencia con los demás”, dijo Washington. “Hay una pelea y automáticamente sale un arma”.

Otro posible factor fueron las protestas. Milwaukee no es ajena a la violencia policial -mucha gente todavía está enfadada porque un agente que mató a un negro desarmado en 2014 nunca fue acusado de un delito- y el ajuste de cuentas nacional pareció empeorar las tensiones entre la policía y las comunidades a las que juraron proteger.

Washington notó un ligero descenso en las llamadas de sus contactos en el lado norte.

Washington, uno de los cuatro detectives negros de la unidad de homicidios, escuchaba cómo algunos de sus colegas blancos se quejaban de los manifestantes.

Mike Washington sits at a table with his hand under his chin
Washington en la sede de la policía de Milwaukee pocos días antes de su jubilación tras 25 años en el departamento.
(Sara Stathas / Para The Times)

“Algunos se quejaban diciendo: ‘¿Dónde están estos manifestantes cuando la gente es asesinada a diario aquí en la ciudad?’”.

Washington entendía cómo se sentían -creía que la mayoría de los policías eran honorables- pero también pensaba que algunos carecían de empatía. Los agentes negros representan ahora el 18% del cuerpo, que se ha reducido considerablemente en las dos últimas décadas y se ha vuelto mucho menos diverso. La unidad de homicidios se ha reducido a dos docenas de detectives.

A veces, Washington se sentía atrapado entre dos mundos. Era un policía veterano. Pero también era un hombre negro de la comunidad, lo que le ayudaba a calmar las situaciones tensas en las escenas de los homicidios, donde los protocolos de investigación significaban que los cuerpos a veces permanecían en la calle durante horas, aunque eso molestara a las familias.

“Intenté establecer una conexión, limitar el caos en las escenas debido a las emociones”, dijo.

Cuando por fin llegó la fecha de su jubilación, Washington estaba dispuesto a marcharse: demasiadas veces había visto los cadáveres de hombres negros tirados en las calles, demasiadas veces había interrogado a otros hombres negros sobre las muertes.

Su departamento le regaló una cartulina firmada en conmemoración de su servicio y un reloj de oro.

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En su último turno, se sentó solo en su escritorio, cerca de una ventana donde se apilaban cajas con sus pertenencias. A su alrededor, los detectives escribían en los teclados, tratando de reducir el número de casos pendientes.

El atasco de casos incluye el asesinato de Winfred Jackson Jr., de 18 años, cuyo cuerpo fue descubierto la noche del 17 de marzo de 2020, justo cuando empezaban los cierres por pandemia.

La policía que llegó a la casa del lado norte donde vivía con su hermana mayor, Jalisa Martin, le dijo lo que sabía. El ShotSpotter -un sistema que utiliza sensores acústicos en toda la ciudad para detectar disparos- les había llevado al cercano Washington Park.

Siguieron un rastro de sangre hasta una pequeña laguna. El cuerpo de Jackson estaba flotando en el agua. Le habían disparado varias veces, siendo la 28ª víctima de homicidio del año.

Martin, de 32 años, se esforzó por entender todo aquello. Su hermano pequeño se estaba preparando para obtener su GED en una escuela secundaria alternativa. Soñaba con alistarse en el ejército, con dejar Milwaukee y ver el mundo.

En las semanas previas a su muerte, Jackson le dijo a Martin que había estado involucrado en una pelea con adolescentes de su escuela. La policía le informó que se habían encontrado pruebas de ADN bajo sus uñas -lo que indicaba una pelea-, pero que no arrojaban ninguna coincidencia.

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Los detectives llamaban a Martin frecuentemente para hacerle preguntas.

¿Tenía su hermano algún problema con alguien? Solo la pelea que ya les conté.

¿Con quién había salido recientemente? Con algunos amigos de la escuela.

¿Alguna vez expresó su preocupación por alguien? No.

“Parecía que estaban realmente interesados”, dijo. “Querían atrapar a quien lo mató”.

A woman stands near a lagoon
Jalisa Martin se encuentra al borde de la laguna en el lugar donde su hermano, Winfred Jackson Jr., fue encontrado con un disparo mortal.
(Sara Stathas / Para The Times)

Pero a medida que la pandemia se agravaba y el número de homicidios aumentaba, las llamadas se hicieron menos frecuentes. En algún momento del verano pasado, dejaron de ocurrir.

El asesinato de su hermano pasó a la unidad de casos sin resolver.

La policía de Milwaukee ha resuelto el 58% de los homicidios cometidos el año pasado, frente al 68% de 2019. La tasa en lo que va de año es del 34%.

Martin, que trabaja como enfermera a domicilio, lleva una pila de volantes de Crime Stoppers que ofrecen una recompensa de 1.000 dólares a quien pueda ayudar a resolver el caso, pegándolos en los postes de luz del barrio.

“¡Su familia necesita respuestas!”, se lee. “¡¡¡Winfred merece justicia!!!”

A veces visita Washington Park y se queda mirando el trozo de cinta policial amarilla hecha jirones que aún cuelga de una valla de tela metálica cerca de donde mataron a su hermano.

Se esfuerza por recordar el sonido de su voz cantando en el coro de la iglesia cuando eran niños. O cómo levantaba a su hijo y a su hija sobre el hombro y los hacía girar por la sala de su casa.

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“Solo quiero justicia para mi hermano, eso es todo”, dijo Martin. “Algún tipo de justicia y que estos asesinatos se detengan”.

Los Bucks de Milwaukee acababan de ganar el campeonato de la NBA de 2021 el 20 de julio cuando el localizador que Tonia Liddell lleva en un cordón alrededor del cuello emitió tres pitidos.

Mujer, 19 años.

Hombre, 22 años.

Hombre, 32 años.

Todos habían sido heridos cerca de una esquina del centro de la ciudad en un par de tiroteos después de la medianoche durante la celebración de la victoria. Estaban siendo llevados al Hospital Froedtert.

Liddell, de 46 años, es lo que se conoce como “catalizador de la violencia”. Su trabajo consiste en asesorar a las víctimas de los disparos y a sus familias con la esperanza de evitar las represalias.

Empezó a trabajar en 2005 después de que su ahijado de 16 años fuera asesinado a tiros mientras él y su novia estaban sentados en su auto en una esquina de la zona norte.

Programas como 414LIFE -el empleador de Liddell- tienen el mérito de reducir los homicidios. Liddell ha aprendido a lo largo de los años que el éxito depende de establecer conexiones en los primeros días después de un tiroteo, cuando las emociones son más altas.

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Eso significa a menudo llamar a las puertas de las familias y amigos afligidos o visitar a las víctimas del tiroteo en las camas del hospital. Les pone en contacto con servicios de salud mental o programas de empleo, o simplemente se sienta con ellos a rezar.

A woman puts her hand on another woman's shoulder
Tonia Liddell, a la izquierda, de 414LIFE, consuela a LaQuita Blackmer mientras están en el sitio donde el hermano de Blackmer, Preston, fue asesinado a tiros en la zona norte de Milwaukee en 2005. Preston era el ahijado de Liddell.
(Sara Stathas / Para The Times)

“Siempre les digo que estoy muy bendecida por poder conocerlos”, dijo. “Todos estamos bendecidos por tener este nuevo momento, esta nueva oportunidad”.

Al menos, así funcionaba todo antes de la pandemia. Al comienzo de los cierres -justo cuando Liddell perdió a su madre a causa del COVID-19- su trabajo pasó a ser virtual.

Esas reuniones en persona se convirtieron en conversaciones por FaceTime facilitadas por el personal del hospital.

“No importaba cómo lo hiciéramos, solo teníamos que asegurarnos de hacer las conexiones”, dijo.

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Pero a veces sentía que no estaban haciendo lo suficiente. Con mucha frecuencia, las familias rechazaban sus llamadas.

Al poco tiempo, el video del asesinato de Floyd se reproducía en todo el país y los encierros entraban en su tercer mes. La gente estaba cada vez más cansada y empezaron a salir de sus casas.

“Lo que vimos fue mucha frustración acumulada. Estrés por la pandemia, ira y una mayor desconfianza en la policía”, dijo Liddell. “Todo estalló en las calles”.

Su buscapersonas no dejaba de sonar. Milwaukee registró 752 víctimas de disparos no mortales el año pasado -un aumento del 69% respecto a 2019- y 586 más en los primeros ocho meses de este año.

Liddell se preguntaba a veces qué asesinatos podría haber evitado si hubiera podido localizar a la gente en persona.

Finalmente tuvo la oportunidad esta primavera. Con el aumento de las tasas de vacunación contra el COVID-19, Liddell visita ahora de forma rutinaria los escenarios de los tiroteos y las habitaciones de los hospitales.

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Tents and people are seen at a block party
Un evento vecinal patrocinado por 414LIFE ofrece recursos comunitarios.
(Sara Stathas / Para The Times)

Las llamadas son tan frecuentes que a veces no tiene más remedio que dejar a sus hijas, de 11 y 14 años, esperando en la parte trasera de su auto.

Últimamente, Liddell y sus colegas han visto a más adolescentes agredidos después de discusiones que comenzaron en las redes sociales.

Los padres reenvían las publicaciones de Instagram o Facebook Live de jóvenes que exhiben armas de fuego y se amenazan entre sí.

“Ahí es donde podemos marcar la diferencia. Vamos al barrio”, dijo Liddell. “A veces somos directos y les decimos a los jóvenes que hemos visto el video y les preguntamos si quieren acabar muertos... Pero buscamos comprometernos, hablar, ver lo que realmente está pasando”.

Las tres personas que fueron tiroteadas después de que los Bucks ganaran el campeonato sobrevivieron. Pero solo uno accedió a hablar con Liddell.

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Jeremiah Hughes' obituary
Un panfleto repartido en el funeral de Jeremiah Hughes.
(Familia Hughes)

Unas semanas antes de que Jeremiah Hughes fuera asesinado, su padre le dijo que le iba a ayudar a pagar una nueva camioneta. Hughes estaba ansioso por ampliar su negocio de jardinería, y Stan Lindsey quería apoyarlo en todo lo que pudiera.

Lindsey disfrutó viendo cómo su hijo crecía y se convertía en un joven trabajador con una novia y un profundo amor por su numerosa familia. Tenía siete hermanos y hermanastros.

Ahora, Lindsey miraba el ataúd de su hijo mientras Steven Tipton, el pastor de El Bethel, se acercaba al púlpito y comenzaba a hablar.

Dijo a las docenas de dolientes que había oficiado varios servicios para víctimas de homicidio recientemente y notó un patrón. Muchos habían comenzado como peleas en las redes sociales u otras disputas que alguna vez se habrían resuelto con palabras.

“Luego, las balas vuelan”, manifestó.

A mitad del servicio, mientras Tipton permanecía en silencio durante un momento, un joven se levantó de su asiento.

“¡Mataron a mi tío!”, gritó entre lágrimas. “¡Voy a matarlos!”

Tipton miró desde el atril pensando en cómo responder. Los sollozos se hicieron más fuertes.

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“Esto no tiene sentido, esto no es normal”, dijo finalmente Tipton, con la voz empezando a retumbar. “Esta ciudad debe hacerlo mejor”.

“¡Sí! ¡Sí!”, gritó una mujer desde el frente. “¡Amén, sí!”.

Los redactores del Times Richard Read en Seattle y Terry Castleman en Los Ángeles contribuyeron a este informe.

Para leer esta nota en inglés haga clic aquí

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