Anuncio

¿Qué haría mi padre inmigrante frente al caos actual en Estados Unidos?

Share

La lápida de mi padre tiene tres renglones con caracteres chinos, la mayoría de los cuales yo, como china nacida en Estados Unidos, no sé leer. Las palabras que puedo distinguir señalan que Wilbur Kuotung Woo nació en la provincia de Guangdong, en un pueblo llamado Ngow Mo Leng, o Cow’s Hair Ridge (‘cresta de pelo vacuno’).

Ojalá supiera qué inspiró un nombre tan rústico; debería haberle preguntado años atrás, cuando viajé a la aldea ancestral de los Woo. Aunque sí noté un búfalo de agua que vadeaba en un arrozal, a cien pies de la casa con suelos de barro, donde nació mi papá. “Hasta allá… ¡Por la gracia de Dios…!”, pensé, sudando acalorada por cada uno de mis poros, mientras me imaginaba viviendo una vida distinta, dependiente de esa bestia.

Por suerte para mí, papá emigró a Estados Unidos junto con sus progenitores en 1919, cuando tenía unos cuatro años, y pasó su primer etapa en varias casas humildes, cerca del centro de Los Ángeles.

Anuncio

Fue aquí, en Los Ángeles, donde asistió a la escuela primaria y aprendió a amar el béisbol. Fue aquí donde un maestro le dio su primer nombre en inglés, Sam, que luego abandonó por Wilbur. Y fue aquí, después de que la Segunda Guerra Mundial dejara a mi madre, Beth -nacida en Estados Unidos-, varada en China durante seis años, cuando reanudaron su matrimonio con valentía. Tendrían cinco hijos en total, los últimos tres nacidos en Estados Unidos. Yo fui la cuarta.

En la década de 1950, papá ayudó a su propio padre a construir un exitoso negocio de productos al por mayor en el antiguo mercado del centro de la ciudad. A principios de 1960, se convirtió en vicepresidente del primer banco chino-estadounidense del sur de California. En el periodo de 1970, Los Angeles Times lo llamó “uno de los principales ciudadanos de Chinatown”.

En la década de 1980, mi padre, un republicano leal, dejó de lado sus diferencias políticas con mi hermano, Mike, para apoyar su candidatura al Concejo de la Ciudad de Los Ángeles. Mike se convirtió en el primer asiático estadounidense en ganar una banca en ese cuerpo, una victoria sobre el prejuicio que papá había pasado gran parte de su vida tratando de borrar, acercándose a personas que eran diferentes de él para mostrarles que no tenían nada que temer, y sí mucho por ganar mediante la amistad.

Él se topó con el racismo: cuando estudiaba en UCLA, a principios de 1940, nadie en Westwood le rentaba una habitación a una persona china, y las cláusulas restrictivas evitaron que él y mamá compraran una casa en ciertos vecindarios. A veces contaba un incidente en el que un oficial de la Patrulla de Caminos (CHP, por sus siglas en inglés), al detenerlo por una infracción menor, no podía creer que la ocupación de papá fuera banquero. “Querrá decir panadero”, insistía el oficial. Aún así, mi padre llegó a la cultura dominante de la sociedad, y luego ayudó a guiar a otros hacia allí. Para él, la posibilidad de que un inmigrante pudiera pasar de los márgenes de la nación a su centro era la promesa de Estados Unidos.

“Me siento en gran medida un estadounidense”, decía mi padre, quien navegaba su doble identidad con una facilidad envidiable, “pero también, en el momento adecuado, soy chino”.

Papá se ha ido hace varios años; murió en 2012 en su casa de Monterey Park, en la colina, cuando tenía 96 años. Cada junio, mis hermanos y yo nos reunimos en una cena especial para celebrar su cumpleaños, que era cerca del Día del Padre.

Este año, mis pensamientos sobre papá chocan con la oleada de noticias molestas desde Washington, en particular las polémicas cuestiones sobre la inmigración, y me pregunto qué habría hecho él con el lío en el que estamos metidos.

La historia de nuestro país es, en gran medida, una larga y obstinada pelea sobre quién merece convertirse en estadounidense. La contribución de mi padre al debate llegó en 1965, cuando fue a Washington, D.C., para una reunión del Consejo Nacional de Bienestar Chino, la primera organización nacional formada por los chinos en este país. Como prioridad en la agenda del grupo estaba la eliminación de los cupos draconianos a la inmigración china, que regían desde la década de 1920.

Durante mucho tiempo, a los chinos se les prohibió emigrar a Estados Unidos en el marco de la Ley de Exclusión China de 1882. Cuarenta años más tarde, se estableció una nueva norma que permitía la admisión de 105 chinos al año. Se aplicaron límites altamente restrictivos a todos los países, con excepción de unos pocos en Europa occidental, cuyos ciudadanos recibían el 70% de los cupos.

Para los chinos que buscaban una visa para Estados Unidos, la lista de espera era increíblemente larga. Entre las personas atrapadas por el sistema de orígenes nacionales estaba mi abuela materna cantonesa, que había vivido en California durante dos décadas, hasta que la Gran Depresión arruinó la granja de su esposo, en Stockton. En 1934, ella se llevó a sus hijos -incluyendo a mi madre adolescente- a China, para vivir de la tierra ancestral. Allí, mi mamá conocería a mi padre.

Cuando mi abuela intentó regresar a Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial, quedó atrapada en ese atasco. No importaba que sus cinco descendientes fueran ciudadanos estadounidenses, o que dos de sus hijos hubieran luchado por Estados Unidos en el conflicto.

En 1950, mamá pidió ayuda a su senador. Richard M. Nixon se sintió conmovido por el sufrimiento de la abuela con los comunistas de China y patrocinó un proyecto de ley especial, que le otorgó una “visa de inmigración sin cupos”. Un año después de que mamá le escribiera por primera vez, mi abuela volvió a casa.

Como agradecimiento, mamá le envió a Nixon un conjunto de platillos chinos ornamentados, pero su secretaria, Rose Mary Woods (quien por siempre estaría vinculada con el encubrimiento de Watergate) les devolvió una nota explicando que el funcionario no podía aceptar regalos porque “tales acciones podría ser malinterpretadas”. Los ‘platos de Nixon’ se convirtieron en parte de la leyenda familiar. Algunos están hoy en el mueble donde guardo mi vajilla de porcelana.

La experiencia de la abuela puede haber impulsado a papá al activismo político. Cuando fue a Washington, en 1965, se reunió con el senador Edward M. Kennedy, quien invitó al Consejo Nacional de Bienestar Chino a participar en una audiencia al día siguiente sobre un importante proyecto de ley de reforma migratoria que él defendía.

Según papá lo relataba, durante toda la noche ayudó a escribir comentarios, que otro líder del consejo pronunció. Meses después, cuando el Congreso aprobó la amplia Ley de Inmigración y Nacionalidad de 1965, se enorgulleció de haber sido parte del proceso que reemplazó un sistema de inmigración discriminatorio, basado en orígenes nacionales, por otro que enfatizaba la reunificación familiar y las habilidades necesarias. Para los originarios de china, el límite anual era ahora de 20.000, igual que para cada país.

Quizás papá no se dio cuenta de cuán profundamente esos cambios alterarían la sociedad estadounidense; para él, era una cuestión de justicia. Pero esa norma de 1965 abrió las puertas a los inmigrantes de todo el mundo, y cada ola de fervor antiinmigratorio desde entonces ha sido una reacción a esa apertura.

Conozco a muchas personas -y seguramente mi padre, si estuviera aquí- que afirman que la puerta está rota ahora, pero no podemos acordar si la arreglamos, o la cerramos definitivamente. La única certeza en mi mente es que esa puerta se abrió alguna vez para un niño de Cow’s Hair Ridge, que hizo que su entrada al país valiera la pena.

Elaine Woo es una ex reportera de Los Angeles Times.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí

Anuncio