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ESPECIAL: El destierro o vivir con miedo, la única salida de las familias acosadas por el narco en Michoacán

Elementos de la Guardia Nacional y policías estatales
Elementos de la Guardia Nacional y policías estatales resguardan la zona donde un grupo civil armado atacó a policías en Aguililla, Michoacán.
(EFE)
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Apenas clarea el día. Son las 6:45 de la mañana. A toda prisa Felipe coloca dos mochilas en la cajuela de un taxi destartalado. Su esposa Inés, solo tres años menor que él, a sus 60 años de edad, con esfuerzo carga una tercera maleta que también acomoda con dificultades en el compartimiento trasero del auto. Se mueven con rapidez, lo único que se escucha es su respiración agitada.

Igual que Inés y Felipe, sus dos hijos, Antonio de 30 años y Rogelio de 28, cargan dos mochilas cada no. Las acomodan en la cajuela de un segundo taxi que espera también con el motor en marcha y las luces encendidas. Con cuchicheos Antonio apura a su esposa Ana de 26 años. Ella se da prisa. Afanosa toma a sus dos hijos de la mano, Julián y Ximena, de siete y ocho años, respectivamente. Los coloca amorosamente en el asiento trasero del auto. Responde a sus dudas: les dice que van de paseo, pero no es cierto.

En su inocencia, los pequeños sonríen. Se funden en un abrazo interminable con su madre. No saben que han iniciado un viaje sin retorno. La familia de Felipe forma ya parte de las estadísticas de desplazados por la violencia y el narcotráfico que se vive en Michoacán. Ya son parte de ese México silencioso que tiene que abrazarse al autoexilio para remontar el miedo y preservar la vida, ante la constante amenaza de los grupos del narcotráfico.

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Apenas 24 horas antes de iniciar el viaje, Antonio –el hijo mayor de Felipe- fue secuestrado por un grupo del cártel de La Familia Michoacana. Solo fue liberado, después de cinco horas de rapto, bajo el compromiso de sumarse a las filas del cártel. Esas, a través del rapto y la intimidación, son las formas en que en la zona de Tierra Caliente los cinco grupos preponderantes del narcotráfico se hacen de sus fuerzas de operación.

Los que se niegan a su inclusión y participación dentro de las filas del narcotráfico, cuando no son asesinados, solo tienen la opción del desplazamiento. En la zona de Tierra Caliente, de acuerdo a la versión del líder fundador de los Grupos de Autodefensa de Michoacán, Hipólito Mora Chávez, al día de hoy operan células de los cárteles de Los Caballeros Templarios, La Familia Michoacana, Jalisco Nueva Generación, Los Viagra y La Nueva Familia Michoacana.

Violencia negada

Oficialmente desde diciembre del 2011 el cártel de La Familia Michoacana fue desarticulado, y desde junio del 2017 ya no opera más el cártel de Los Caballeros Templarios; para el gobierno federal –igual que para el local- en el estado de Michoacán no existe ninguna ola de violencia, ni siquiera una crisis de inseguridad. Por eso, al igual que en el resto del país, las ejecuciones y los desplazamientos generados por el narcotráfico han pasado a un segundo plano de importancia.

La violencia que se niega oficialmente es una realidad a nivel de pueblo. Solo en el estado de Michoacán, principalmente en la zona de Tierra Caliente, aquí donde siguen activos al menos cinco cárteles de la drogas, entre ellos los supuestamente extintos Caballeros Templarios y de La Familia Michoacana, hay por lo menos 78 localidades que son controladas por las células criminales que continúan en disputa por el control de las principales rutas para el trasiego de drogas.

Peritos forenses laboran en la zona de un enfrentamiento
Peritos forenses laboran en la zona de un enfrentamiento en la ciudad de Morelia en el estado de Michoacán (México).
(EFE/Ivan Villanueva/Archivo)

El municipio de Aguililla, en pleno corazón geográfico de Michoacán, al sur de la zona de Tierra Caliente, también se ha convertido en el epicentro de la violencia. Aquí, según las estadísticas oficiales del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP), solo en lo que va de este año, han ocurrido 476 (32 por ciento) de los 1.489 asesinatos atribuidos a la confrontación entre grupos del narcotráfico.

Aunque fatal, esta estadística no es la más reveladora sobre el grado de control e implantación del miedo que mantienen los cárteles de las drogas entre la población local: de acuerdo a fuentes de la presidencia municipal de Aguililla, solo de enero a julio del 2020, por lo menos 232 familias han sido obligadas al desplazamiento forzado. La mayoría solicitó ante la secretaría del ayuntamiento cartas de residencia con la finalidad de buscar asilo político en Estados Unidos.

De las 309 comunidades rurales con las que cuenta el municipio de Aguililla, el mayor éxodo de familias se registra en las localidades de El Aguaje, Dos Aguas, Naranjo de Chila, El Limón y en la propia cabecera municipal, de donde se estima que de enero a julio de este año han salido huyendo por lo menos 182 familias, hostigadas por la violencia y las amenazas del narco. La familia de Inés y Felipe, es una de estas que buscan asilo en la Unión Americana.

Salarios deslumbrantes frente a la pobreza

Los cinco cárteles de las drogas que operan en la zona de Tierra Caliente son los que no solo se disputan el control de las rutas de trasiego de drogas en el corazón michoacano, también son los que mantienen una encarnada pelea por el reclutamiento de nuevos miembros para el fortalecimiento de sus organizaciones criminales. A los reclutados se les ofrece un mundo de riquezas y lujos, que nunca resultan ciertos.

Los ofrecimientos con los que los cárteles expanden sus filas de sicarios, principalmente hombres jóvenes que oscilan entre los 14 a los 35 años de edad, van desde salarios de entre los 12 a los 30 mil pesos mensuales y dotación de armas de grueso calibre y vehículos, hasta autoridad para mantener el control de poblados enteros, pero sobre todo la posibilidad de adueñarse de las propiedades, casas, huertas, tierras, que se les antojen. Es lo que se conoce como “botín de guerra”.

Estos ingresos ofrecidos por el narco realmente resultan atractivos para cualquier joven promedio de la zona de Tierra Caliente de Michoacán, donde el índice de desempleo es uno de los más altos del país. De acuerdo al Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informativa (INEGI), en esta parte de Michoacán solo dos de cada 10 personas en edad laboral cuentan con un empleo formal y remunerado.

El promedio de ingresos por semana de las personas empleadas en la región de Tierra Caliente, no supera los tres salarios mínimos (369 pesos). Y lo que es peor, de cada 10 individuos que tienen un empleo remunerado por lo menos ocho de ellas solo perciben semanalmente un sueldo que oscila entre los 123 a 150 pesos por semana. A esto hay que sumar que siete de cada 10 familias no cuentan con servicios de salud y educación y solo dos de cada 10 viviendas tienen servicios de agua potable, drenaje y electricidad.

Por eso el campo fértil para el reclutamiento de nuevos miembros de los cárteles de las drogas, pues las “prestaciones laborales” que ofrecen los grupos del narcotráfico son la alternativa más rápida, aunque no siempre fácil, para remontar los índices de pobreza en los que se sume esta población, de la que aún cuando son los hombres jóvenes los blancos de ese reclutamiento, también el fenómeno impacta en las mujeres.

Los beneficios económicos con que los cárteles de las drogas deslumbran a sus reclutas pueden variar dependiendo el cártel: “los más esplendidos son los del Jalisco Nueva Generación, que ofrecen salarios de hasta 30 mil pesos mensuales y la posibilidad de una defensa legal con los mejores abogados, en caso de ser detenidos y encarcelados por el gobierno”, según lo explica el comandante Luis Alfredo, un jefe de grupo de las Autodefensas en la zona de la Montaña de Tancítaro.

De acuerdo a este líder comunal que se mantiene al frente de 27 civiles armados que desde el 2016 pelean contra los grupos delincuenciales en la región de Tancítaro, “el cártel que menos prestaciones ofrece a los jóvenes que recluta, es el de Los Viagra; ellos solo pagan un suelo de 12 mil pesos mensuales, aunque también les dotan de armamento, vehículos y sistemas de comunicación”.

El Cártel Jalisco Nueva Generación es el único de todas las organizaciones criminales en la zona de Tierra Caliente que ofrece una especie de seguro de vida. A sus reclutados se les garantiza, en caso de ser abatidos, una pensión vitalicia para sus familias, padres, esposa o hijos. Dicha pensión es equivalente al salario pactado. Pero casi nunca se cumple ese ofrecimiento. Por lo general, después de dos o tres meses de que el reclutado es abatido, a su familia simplemente se le deja de pagar.

Mejor el destierro

Por esa razón, Antonio prefirió la huida. Después de ser liberado de sus captores, a los que engañó diciéndoles que aceptaba el reclutamiento, apenas tuvo tiempo para reunirse con sus padres. Buscaron alternativas, pero –como siempre en estos casos- el destierro fue la mejor solución. No lo pensaron dos veces.

Antonio no quiere una vida de delincuencia. Se niega a dejar su trabajo en el comercio local. Dice que la venta de enceres domésticos, ollas y platos de plástico, principalmente, le dan para sostener honradamente a su familia. Él combina el trabajo de comerciante con el de albañilería. Los jueves y miércoles, que es cuando no instala su puesto en los tianguis de la zona, se une a su padre y a su hermano Rogelio para ganarse unos pesos como peón de albañil.

El secuestro que sufrió Antonio un día antes de salir de El Aguaje, no fue la primera advertencia del cártel para que se sumara a las actividades delincuenciales de la Familia Michoacana. Ya en dos ocasiones –cuenta-, a principios y mediados de julio, dos sicarios lo habían abordado. Luego de exigirle una cuota de 120 pesos por semana, que venía pagando desde hace dos años para permitirle trabajar como comerciante, se le informó que debería sumarse al grupo en forma activa.

Inicialmente Antonio ignoró el reclamo de trabajar para La Familia. La segunda vez los sicarios no se lo pidieron verbalmente; lo golpearon a mitad de la calle Rafael Sánchez Tapia, la principal de El Aguaje. Como única respuesta, Antonio propuso incrementar a 300 pesos la cuota de pago al cártel para que se le permitirá seguir trabajando como comerciante. Los emisarios solo se rieron.

El secuestro de Antonio ocurrió cuando estaba preparando su mercancía para salir al mercadito de la comunidad de El Bejuco. Eran las cinco de la mañana cuando un grupo armado que arribó en tres camionetas se lo llevaron ante la mirada impotente de su esposa. Felipe intentó poner una denuncia por desaparición forzada ante la agencia del ministerio público de Aguililla, pero no se la recibieron. La ley en México establece que deben pasar 72 horas antes de declarar a una persona desaparecida.

A Felipe no le quedó otra opción que esperar para proceder al trámite judicial que suponía le devolvería a su hijo. Al día siguiente de su desaparición, Antonio llegó a la casa de sus padres, golpeado y asustado. Buscaron alternativas al problema. La única opción fue el autoexilio.

Estados Unidos, destino incierto

A las 6:50 de la mañana, los dos autos comienzan el lento camino hacia Apatzingán. Circulan a marcha lenta, con un intervalo de casi 100 metros de distancia. No quieren perturbar la aparente apacible calma en la que amanece todos los días la comunidad de El Aguaje, del municipio de Aguililla, Michoacán. Atrás queda la casa paterna de la calle Benjamín Ruiz.

A la salida de El Aguaje se suma un tercer vehículo al convoy. Es el auto de Lupita, una activista michoacana que tras el asesinato de su esposo a manos de Los Caballeros Templarios ha asumido como vocación la ayuda a todas las familias que buscan el exilio en la zona de Tierra Caliente. El encuentro ya estaba pactado. En el auto de Lupita viajan dos funcionarios de la Comisión Estatal de Derechos Humanos de Michoacán.

Afuera del autoservicio Camelinas se detienen los tres vehículos. Lupita explica el plan de huida. La familia de Felipe, sigue atenta las instrucciones: una red de activistas sociales les apoyará en Morelia, los hospedarán en la capital del estado, y los llevarán a un avión que los dejará en Tijuana. Allá, otros miembros de la red de ayuda a desplazados de Tierra Caliente, ayudarán a la familia a realizar los trámites ante el consulado de Estados Unidos.

Ya casi es medio día. Morelia se extiende como un muerto a las faldas del cerro del Quinceo. En una casa inmediata a la central de autobuses, la familia de Inés y Felipe es atendida por tres mujeres que alimentan a los niños y les brindan un espacio a los adultos, para que puedan descansar. Hasta entonces Felipe se dice descansado, suspira y ahora si tiene aliento para hablar.

Felipe se abraza a su mujer y los dos sueltan el llanto. Aún están en suelo michoacano pero para ellos es como si ya estuvieran en algún lugar seguro de Estados Unidos. Sabe que aún falta mucho para lograr el asilo político, pero al menos está seguro de que la vida de su hijo mayor se ha salvado. Cualquier cosa que venga –dice con la voz entrecortada- es mil veces mejor a vivir con el miedo y la zozobra que sigue sembrando la Familia Michoacana.

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