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Un ex ‘bracero’ rompe su silencio y recuerda los abusos y explotación de que fue objeto

VIDEO | 04:50
A former bracero tells his story in a call for justice

From 1942 to 1964, the bracero program allowed Mexicans to cross the border to work on U.S. farms and railroads. They were received with DDT baths and humiliating inspections. Fausto Ríos arrived in the country as part of this program when he was 17, and this is the first time he’s shared the story with his family.

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Encorvado hasta 10 horas entre los surcos de un campo de Nebraska, Fausto Ríos, de 17 años, podía recortar y separar 70 remolachas en un solo minuto con una pequeña azada. Pero por su trabajo, tenía que pagar un precio muy alto.

Bajo el calor abrasador, el sudor bañaba todo su cuerpo y le cegaba en cuestión de minutos. Cuando sus piernas empezaban a flaquear y cuando sentía como que lo apuñalaban en la parte baja de la espalda, el inmigrante mexicano tenía dos trucos para motivarse y evitar que sus jefes lo regañaran: Tenía que mantenerse erguido mientras “caminaba” de rodillas, y pensaba en lo que iba a cobrar a fin de mes.

A pesar de las dificultades extremas, el trabajo fue una bendición para él y para millones de jóvenes mexicanos, dice Ríos. Para los trabajadores inmigrantes con poca o ninguna educación formal y la falta de oportunidades en su tierra natal, trabajar en los campos del norte ofrecía una salida a la pobreza.

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A man in his room
Ríos dice que durante décadas mantuvo en secreto sus experiencias como trabajador agrícola migrante en el programa bracero, excepto para sus familiares más cercanos.
(James Carbone / Los Angeles Times)

“Estar atado al suelo durante horas no es fácil, pero entonces era un joven con muchos sueños”, murmura Ríos mientras mira por la ventana de la sala de su casa en Colton, a una hora al este del centro de Los Ángeles. “Pero algunos sueños se convierten en pesadillas que deben formar parte de la historia para que no se repitan.

“Por eso hoy rompo mi silencio”.

Durante décadas, este hombre de 82 años ha mantenido en secreto sus experiencias como trabajador agrícola migrante en el programa bracero, excepto para sus familiares más cercanos. El padre de cuatro hijos se sentía avergonzado de contar a sus hijos -Fausto, Héctor Hugo, Dora Luz y Jesús Manuel- las indignidades y los abusos de jefes sin escrúpulos que soportó sin presentar nunca una queja. Sus hijos sólo sabían que su padre había sido trabajador agrícola.

Ahora, viudo, con la espalda dañada, las rodillas afectadas por la artritis y una cinta de correr como compañera constante, quiere desempeñar cualquier papel que pueda para exponer, y poner fin, a la larga historia de racismo, robo de salarios y maltrato que sufrieron muchos trabajadores agrícolas entre principios de los años 40 y mediados de los 60.

Cree que compartir su historia dará voz a todos los inmigrantes que siguen atados a un sistema que, según él, los explota y paga sus sufrimientos con indiferencia.

A man's hands hold a photo and a driver's license
Ríos sostiene una foto suya de joven y su licencia de conducir del estado de Durango de 1965.
(James Carbone / Los Angeles Times )

“En mis últimos días, quiero compartir una ‘clase de historia del trabajador inmigrante’ en Estados Unidos para concientizar a las futuras generaciones de que ningún ser humano merece ser tratado como una máquina desechable”.

En agosto de 1942, en respuesta a la escasez de mano de obra agrícola durante la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos y México firmaron un acuerdo binacional para iniciar el Programa de Trabajo Agrícola Mexicano, más conocido como el programa bracero, para que los trabajadores mexicanos trabajaran en Estados Unidos temporalmente en granjas y ferrocarriles.

A Ríos le entusiasmaba la posibilidad de escapar de un hogar pobre y de un padrastro abusivo que lo puso a trabajar a los 7 años vendiendo helados y otras golosinas y, a veces, lo obligaba a sembrar frijoles

En 1957, este chihuahuense de 17 años se despidió de su madre con un abrazo y se unió a las filas de unos 4,6 millones de trabajadores mexicanos, la mayoría de ellos de zonas rurales, que fueron contratados a través del programa de braceros que duraría hasta 1964.

El gobierno estadounidense garantizaba un salario mínimo de 30 centavos por hora, además de transporte, comida y alojamiento gratuitos. En el norteño estado mexicano de Durango, donde creció después de que su madre se volviera a casar, Ríos conoció a jóvenes que habían trabajado en Estados Unidos y habían regresado a su ciudad natal con ropa fina, radios y coches.

A man holds a photo of a woman
Ríos conoció a su difunta esposa, Simona Amaya, después de que el programa de braceros expirara en 1964 y él regresara a Durango; para 1967 se habían mudado a El Monte.
(James Carbone / Los Angeles Times )

Se unió a un flujo de solicitantes del programa de braceros que llegaban a los centros de recepción establecidos en varias partes de México. Muchos tuvieron que esperar semanas para registrarse, sobreviviendo a base de dulces y cacahuetes, y durmiendo sobre cartones y periódicos.

Ríos estuvo entre los jóvenes esperanzados que fueron engañados por los “coyotes”, que se embolsaban tarifas exorbitantes a cambio de falsas promesas de ayudar a los trabajadores a saltar las largas colas de los solicitantes de empleo. “Tenía que irme de casa, alejarme de mi padrastro, que me había tachado de estúpido e inútil toda la vida, y empezar una vida decente según yo”, dice Ríos. “Pero acabé perdiendo mi dignidad”.

La historia de los braceros ha sido explorada en numerosos libros, documentales y medios periodísticos, y gran parte de ese contenido puede encontrarse fácilmente en Internet. Pero los historiadores y los activistas agrícolas subrayan que es esencial seguir registrando y preservando sus historias para convencer a los políticos de la necesidad de mejorar las condiciones laborales de los trabajadores agrícolas.

El verano pasado, Rosa Martha Zárate Macías, de 80 años, miembro del equipo de coordinación de La Alianza de Exbraceros del Norte 1942-1964, organización que representa a los braceros del norte de California, publicó un libro dedicado a ellos y que hace sonar las alarmas sobre las condiciones de los trabajadores agrícolas migrantes en la actualidad.

En “Nuestros abuelos fueron braceros y nosotros también”, escrito por Zárate Macías y el historiador mexicano Abel Astorga Morales, los trabajadores agrícolas relatan cómo fueron reclutados, llegaron a Estados Unidos y, con frecuencia, fueron maltratados por los patrones. Algunos testifican haber esperado días, semanas e incluso meses en la cola para obtener el permiso de entrada a Estados Unidos, tal y como hizo Ríos.

El libro también destaca los humillantes exámenes médicos a los que tenían que someterse los aspirantes a braceros. La política habitual era obligar a los solicitantes a desnudarse en público para ser revisados en busca de enfermedades venéreas y hemorroides, y a ser “desinfectados” rociándolos con diclorodifeniltricloroetano, mejor conocido como DDT, un pesticida que fue prohibido por la Agencia de Protección Ambiental en 1972 por sus efectos nocivos.

“Les apretaban los brazos, las piernas. Veían si sus manos tenían callos. Les abrían la boca y entonces elegían al más fuerte, al más joven y al más sano, como hacían con los esclavos negros”, dice Zárate Macías, que también ayuda a los braceros a recuperar los salarios aún no pagados organizando concentraciones y marchas.

Ríos lo recuerda todo. “Me sentía deshumanizado, como si fuera un animal”.

Farmworkers tend to a field
Trabajadores agrícolas del programa bracero trabajan en campos de pimienta en el condado de Fresno en 1963.
(Bill Murphy / Los Angeles Times)

El libro también documenta cómo muchos braceros perdieron sus fondos de ahorro. El gobierno estadounidense extraía el diez por ciento de sus salarios semanales y lo entregaba al gobierno mexicano, que supuestamente se encargaba de mantener los fondos en una “cuenta de ahorros” y luego los distribuía a los trabajadores agrícolas cuando regresaban a México. Según un estudio realizado por economistas de la Universidad Nacional Autónoma de México, la cantidad total adeudada a los braceros -500 millones de pesos- equivaldría hoy a más de 5.000 millones de pesos (aproximadamente 248 millones de dólares), incluidos los intereses, que cubren casi 4,7 millones de contratos firmados.

En 2001, varios ex braceros interpusieron una demanda colectiva en un tribunal federal de San Francisco contra los gobiernos de Estados Unidos y México, tres bancos mexicanos y el banco Wells Fargo, donde se depositó el dinero y luego se transfirió al Banco Nacional de Crédito Rural de México. Un juez federal desestimó la demanda en 2002, alegando la prescripción y la inmunidad soberana.

No fue hasta el 8 de octubre de 2008 que el gobierno mexicano, a través de un acuerdo extrajudicial, acordó pagar unos 3.500 dólares a cada uno en concepto de indemnización a unos 250.000 braceros que pudieran demostrar con documentos originales que habían trabajado en Estados Unidos entre 1942 y 1946. Pero muchos trabajadores carecían de documentos y nunca recibieron la indemnización. Y las indemnizaciones se pagaron sólo a los antiguos braceros que vivían en Estados Unidos.

A man stands on a vehicle in front of a crowd of men
Border patrolmen watch Mexican nationals in February 1954 after about 8,000 showed up at a Mexicali border crossing hoping to obtain work.
(Frank Q. Brown / Los Angeles Times)

En 2005, el gobierno mexicano, bajo la presidencia de Vicente Fox, acordó pagar 38.000 pesos (aproximadamente 3.400 dólares en ese momento) a cada bracero que viviera en México. Pero durante la siguiente administración de Felipe Calderón, los pagos disminuyeron a 4.000 pesos, antes de que el sucesor de Calderón, Enrique Peña Nieto, cerrara el programa por completo.

Hace doce años, con la ayuda de Zárate Macías, Ríos viajó a Baja California para mostrar pruebas de su antiguo empleo y obtuvo 3.000 dólares a cambio de siete años en los campos de Nebraska, Texas y Colorado. Dice que la cantidad no incluía los intereses que ganó.

Cuando el programa bracero terminó, muchos inmigrantes indocumentados decidieron quedarse en Estados Unidos y seguir trabajando en los campos, y muchos otros siguieron viniendo en años sucesivos. En 1986, el Congreso aprobó y el presidente Reagan firmó una ley de reforma migratoria masiva que aumentaba las sanciones contra los empleadores por contratar trabajadores indocumentados, pero también concedía la amnistía a cualquiera que hubiera entrado ilegalmente en el país antes de 1982.

Gaspar Rivera-Salgado, director del Centro de Estudios Mexicanos de la UCLA, afirma que el programa de visados H-2A, creado por el gobierno estadounidense para los trabajadores agrícolas temporales en 1992, se aprovecha de los trabajadores al atarlos a un único empleador o reclutador, igual que el programa bracero. Los empleadores no tienen que pagar la Seguridad Social ni los impuestos de desempleo de más de 200.000 trabajadores agrícolas, como sí están obligados a hacerlo con los trabajadores domésticos.

Cuando el programa de braceros terminó, “la necesidad y la dependencia de esos trabajadores continuó”, dice Rivera-Salgado. “Y esta situación da lugar a todo el debate político sobre qué hacer con esta migración y el abuso que conlleva su situación”.

En agosto de 1942, los Estados Unidos y México firmaron un acuerdo binacional para iniciar el Programa de Trabajo Agrícola para que los trabajadores mexicanos trabajaran en Estados Unidos temporalmente en granjas y ferrocarriles. Arriba, un cruce fronterizo de Mexicali en febrero de 1954.
En 2005, el gobierno mexicano, bajo la presidencia de Vicente Fox, acordó pagar 38.000 pesos (aproximadamente 3.400 dólares en ese momento) a cada bracero que viviera en México. Pero durante la siguiente administración de Felipe Calderón, los pagos disminuyeron a 4.000 pesos, antes de que el sucesor de Calderón, Enrique Peña Nieto, cerrara el programa por completo.

Hace doce años, con la ayuda de Zárate Macías, Ríos viajó a Baja California para mostrar pruebas de su antiguo empleo y obtuvo 3.000 dólares a cambio de siete años en los campos de Nebraska, Texas y Colorado. Dice que la cantidad no incluía los intereses que ganó.

Cuando el programa bracero terminó, muchos inmigrantes indocumentados decidieron quedarse en Estados Unidos y seguir trabajando en los campos, y muchos otros siguieron viniendo en años sucesivos. En 1986, el Congreso aprobó y el presidente Reagan firmó una ley de reforma migratoria masiva que aumentaba las sanciones contra los empleadores por contratar trabajadores indocumentados, pero también concedía la amnistía a cualquiera que hubiera entrado ilegalmente en el país antes de 1982.

Gaspar Rivera-Salgado, director del Centro de Estudios Mexicanos de la UCLA, afirma que el programa de visados H-2A, creado por el gobierno estadounidense para los trabajadores agrícolas temporales en 1992, se aprovecha de los trabajadores al atarlos a un único empleador o reclutador, igual que el programa bracero. Los empleadores no tienen que pagar la Seguridad Social ni los impuestos de desempleo de más de 200.000 trabajadores agrícolas, como sí están obligados a hacerlo con los trabajadores domésticos.

Cuando el programa de braceros terminó, “la necesidad y la dependencia de esos trabajadores continuó”, dice Rivera-Salgado. “Y esta situación da lugar a todo el debate político sobre qué hacer con esta migración y el abuso que conlleva su situación”.

Men walk by a fence
En agosto de 1942, los Estados Unidos y México firmaron un acuerdo binacional para iniciar el Programa de Trabajo Agrícola para que los trabajadores mexicanos trabajaran en Estados Unidos temporalmente en granjas y ferrocarriles. Arriba, un cruce fronterizo de Mexicali en febrero de 1954.
(Frank Q. Brown / Los Angeles Times)

El gobierno de Biden ha propuesto que la mayoría de los 2,4 millones de trabajadores agrícolas del país que carecen de estatus migratorio sean inmediatamente elegibles para recibir la residencia permanente y para los cambios en el proceso de verificación de empleo y las leyes de derechos de los trabajadores que beneficiarían a los trabajadores migrantes.

Ríos ya no puede recordar todos los nombres de los ranchos que lo emplearon. Pero su memoria es clara sobre las expectativas del empleador de que él y sus compañeros trabajaran más de 12 horas al día, seis días a la semana.

No se pagaban las horas extras. Si se tomaban un descanso rápido o hacían sus necesidades en cuclillas entre los cultivos porque no había baños, se les descontaba. Las promesas de comidas gratuitas solían ser falsas.

Cuando terminó la temporada de raleo de remolacha en Nebraska, Ríos pidió ir a Texas a recoger algodón. Cada trabajador arrastraba un saco alrededor de su cintura que pesaba 100 libras cuando estaba lleno.

La vida allí -jornada de muchas horas, condiciones duras, tormento físico- era similar a la de Nebraska. Luego, Ríos se trasladó al norte de Texas, donde empacaba algodón, regaba los cultivos, alimentaba a los gansos y a las vacas y colocaba cercas.

En una granja de Texas en la que Ríos trabajó, unos nueve braceros vivían en un almacén habilitado como dormitorio sin aire acondicionado ni calefacción. Los trabajadores tenían que turnarse para dormir en el limitado número de camas. Su otra opción era el suelo.

Dolores Huerta, la activista que luchó por los derechos de los trabajadores migrantes junto a César Chávez y que ha continuado su labor durante 70 años, es uno de los testigos vivos más destacados de la difícil situación de los braceros.

En 1955, cuando era miembro fundador de la sección de Stockton de la Organización de Servicios Comunitarios, Huerta ayudó a los trabajadores lesionados a obtener una indemnización. Aunque el gobierno estadounidense daba a los contratistas 1,75 dólares por bracero para ayudar a compensar los costes de alojamiento y comida, muchos contratistas se quedaban con el dinero, y añade que algunos empleadores alquilaban a los braceros con contratistas no certificados para que realizaran trabajos que nunca habían hecho.

“En muchos casos, los braceros acababan lesionados y los contratistas los devolvían a México sin informar de la situación del trabajador y sin ninguna prestación”, dice Huerta. Si los braceros se negaban a trabajar, algunos empleadores los amenazaban con hacerlos detener. Algunos braceros se declararon en huelga, pero en la mayoría de los casos los rebeldes fueron rápidamente acorralados y despedidos o deportados.

El viejo bracero dice que su corazón quiere seguir muchos años más. Pero agobiado por la enfermedad de la próstata, los coágulos de sangre y el Parkinson, Ríos sabe que su cuerpo podría rendirse en cualquier momento.

Aunque cree que el deber de los últimos braceros que quedan “es hacer ruido por casi 100 años de abusos”, insiste en que no está enfadado con el país que le dio la residencia permanente en 1971, lo que le permitió comprar su casa de Colton ocho años después. Pero le apena ver a una nueva generación de trabajadores inmigrantes sufriendo lo mismo que él.

La diputada Zoe Lofgren (demócrata por San José) comparte la opinión de Ríos de que el problemático sistema de trabajadores inmigrantes debe cambiar.

“Dependemos completamente de ellos para alimentar a la nación. Es realmente injusto que un grupo tan esencial de personas tenga que vivir con miedo a la deportación”, dice Lofgren, que con el representante Dan Newhouse (R-Wash.) copatrocinó la Ley de Modernización de la Fuerza de Trabajo Agrícola de 2021. El proyecto de reforma bipartidista proporcionaría a los trabajadores agrícolas indocumentados y a los miembros de sus familias una vía de acceso al estatus legal y a la ciudadanía, y revisaría el programa de visados agrícolas H-2A para ofrecer más protecciones laborales y también una vía de acceso al estatus migratorio y a la ciudadanía para un número limitado de trabajadores. La propuesta fue aprobada por la Cámara de Representantes el año pasado y cuenta con el apoyo del gobierno de Biden, pero está estancada en el Senado.

Cuando el programa de braceros expiró en 1964, Ríos volvió a Durango, donde conoció a su futura esposa, Simona Amaya. En 1967 se trasladaron a El Monte, un enclave fuertemente mexicano al este de Los Ángeles, donde Ríos trabajó como reparador de fregaderos de mármol hasta su jubilación en 2007.

Dos de sus hijos nunca llegarán a escuchar las historias de su padre. Su hija, Dora Luz, murió a los 44 años de un cáncer de laringe. Héctor Hugo, sumido en la depresión tras la muerte de su hermana mayor, se quitó la vida a los 43 años.

En enero de 2020, Ríos perdió a su esposa por complicaciones de la diabetes.

Desde su jubilación se permite dormir hasta tarde. Le gusta estar al día con las noticias en la televisión y ver telenovelas y programas deportivos. Siente alivio al no tener que obedecer la marcha del reloj que marca otro día de trabajo duro.

“Me ha llevado tiempo llegar a la conclusión de que hablar es sanar. Aunque duela, hablar es permitir que los demás aprendan de tus errores”, afirma Ríos.

“Con mi testimonio quiero sembrar la semilla de la responsabilidad moral, para que las nuevas generaciones y los políticos cosechen leyes que respeten el trabajo de los inmigrantes que dejan la vida en los surcos”.

Para leer esta nota en inglés haga clic aquí

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