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Metanfetamina y muerte: una nueva guerra contra las drogas convirtió a Tijuana en una de las ciudades más letales del planeta

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Parecía que todos en la vida de Christian Castillo estaban siendo asesinados o debían huir de la muerte.

Dos vecinos en su cuadra habían sido baleados, junto con el vendedor de tacos al final de la calle. Luego le tocó a una amiga de la infancia de su madre, que había comenzado a vender drogas y fue asesinada a tiros junto con su esposo. Poco después, el hijo de ambos fue ejecutado también.

Castillo, quien hasta hace unos años tenía un buen trabajo en una compañía de seguros de Tijuana, no asistió a ninguno de los funerales. Estaba demasiado ocupado drogándose, e intentando no ser el siguiente en la lista de homicidios.

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“Parecía como si la muerte me estuviera siguiendo”, recordó.

Tijuana, una ciudad de 1,8 millones de habitantes, que hasta no hace mucho celebraba una importante baja de la violencia, se encuentra ahora en una crisis de homicidios sin precedentes.

Un récord de 2,518 personas fueron asesinadas aquí en 2018, casi siete veces el total registrado en 2012. Con 140 asesinatos por cada 100,000 personas, Tijuana es ahora una de las ciudades más mortales del mundo.

Al otro lado de la frontera, en San Diego, hubo 34 homicidios el año pasado, o más de dos asesinatos por cada 100,000 personas.

La causa raíz del derramamiento de sangre es fundamentalmente diferente de las versiones previas de violencia en Tijuana.

En el pasado, el conteo de cadáveres era impulsado por poderosos cárteles de la droga que luchaban por las lucrativas rutas de tráfico a Estados Unidos. Ahora, la causa principal es la competencia en un creciente comercio local de drogas; los distribuidores de bajo nivel a veces mueren por el derecho a vender en una sola esquina.

Los funcionarios locales y estatales estiman que hasta el 90% de los homicidios de la ciudad están relacionados con la venta local de drogas, y las autoridades están viendo un patrón similar en Juárez, Cancún y otras ciudades mexicanas al frente de un aumento nacional de asesinatos que casi se duplicó en los últimos tres años.

“Estamos en guerra”, afirmó Jesús Escajadillo, un médico forense de la morgue de Tijuana, quien una mañana el verano pasado se inclinó sobre un cuerpo tatuado con una camiseta de los Lakers, usando un fórceps para desenterrar la bala que había destruido la cara del hombre. “Estamos viviendo una guerra civil”.

Los trabajadores de la morgue queman incienso, usan purificadores de aire y entregan mascarillas a los visitantes para combatir el hedor de la muerte, pero a veces los cuerpos se acumulan en el suelo y el olor se filtra hacia afuera, lo cual enferma a los vecinos de la calle.

Para comprender la violencia y su impacto en la ciudad, The Times realizó más de tres docenas de entrevistas durante los últimos nueve meses con funcionarios del orden, expertos en justicia penal, pandilleros, víctimas y sus familias.

Todos responsabilizaron a una droga en especial por la creciente carnicería: la metanfetamina, o como se la conoce en español, el cristal.

A $2 por dosis —y el precio cae a medida que los fabricantes crean métodos de producción más económicos— ésta se vende a través de miles de distribuidores que compiten en la ciudad, desde los barrios marginales polvorientos hasta las zonas más ricas, como Buena Vista, donde creció Castillo.

Él era un adolescente cuando probó la metanfetamina en San Diego, donde pasó parte de su infancia. Sus amigos le dijeron que le permitiría seguir despierto para jugar videojuegos durante más tiempo.

Cuando regresó a Tijuana, en 2010, a los 18 años, el cristal estaba empezando a recorrer las calles, envuelto en pequeños globos o trozos de plástico cuyo color indicaba qué cártel lo había producido.

“La señora de la esquina vende”, indicó Castillo. “El tipo que ves parado en la acera con su hijo, él vende”.

Pronto comenzó a usar y a vender; recibía pagos en metanfetamina (cuatro dosis por cada seis que vendía) y cambiaba su ropa y muebles por más drogas. Se puso demacrado y comenzó a alucinar que era perseguido por monstruos.

Estaba aterrorizado de cometer errores y vender metanfetamina en el lugar equivocado, o fumarse las drogas que debía vender, ambos delitos capitales en el mundo narco de aquí. “Estoy tan acostumbrado a que la gente simplemente muera por no pagar, por vender sin permiso, porque deben dinero”, expresó Castillo.

A los 26 años, ya había vivido más que muchos, y se preguntaba cuánto duraría su suerte.

El 11 de septiembre cambió el mercado de las drogas

Hace veinte años, cuando Castillo era un niño, los cárteles que operaban en Tijuana seguían un código establecido.

Las drogas, en su mayoría marihuana y cocaína en aquel entonces, se vendían a los turistas en la sórdida zona roja, o se exportaban a EE.UU.

Los compradores eran gringos, no mexicanos. Tijuana era lo que los expertos denominan un trampolín, un punto fronterizo estratégico que se usa para pasar drogas al norte.

Luego del 11 de septiembre, el ataque más letal de terroristas extranjeros en territorio estadounidense, Estados Unidos comenzó a invertir miles de millones en seguridad fronteriza.

Las nuevas tecnologías de vigilancia y la duplicación de la cantidad de personal de la Patrulla Fronteriza dificultaron mucho más el contrabando de drogas a EE.UU.

Los traficantes industriales respondieron cavando túneles debajo de la frontera y cargando un mayor número de vehículos con cantidades más pequeñas de drogas, sabiendo que muchos serían atrapados, pero algunos podrían pasar.

Significativamente, los traficantes también comenzaron a descargar parte de su producto en Tijuana, pagando a los afiliados locales con drogas, que terminaban en las calles para la venta.

Los cárteles aún valoraban las rutas de tráfico hacia Estados Unidos, pero Tijuana emergió como un nuevo mercado incipiente.

La sustancia preferida era el cristal, que los cárteles comenzaron a producir en grandes cantidades cuando Estados Unidos aprobó nuevas restricciones a la venta de medicamentos de venta libre que contienen precursores químicos.

El cristal era una droga económica, y para muchos residentes de Tijuana que venían de otras partes del país para trabajar en las cientos de fábricas fronterizas conocidas como maquiladoras, era una forma de lidiar con la soledad de estar lejos de casa.

Los funcionarios de salud pública comenzaron a notar un aumento en la adicción a la metanfetamina hace aproximadamente una década. De acuerdo con un estudio realizado por el gobierno federal, casi el 3% de las personas en el estado de Baja California, o unos 100,000 individuos, dicen haber usado la sustancia más que en cualquier otro estado en México.

Los distribuidores son agresivos en el reclutamiento de clientes potenciales.

En el pobre vecindario de la colina conocido como El Florido, los hombres que se encuentran en las esquinas hasta llaman a Antonio Zambrano —un sacerdote católico, con sotana— cuando sale por la noche, para ofrecerle dosis de cristal.

Hace dos años, un drogadicto intentó robar la humilde parroquia de Zambrano y lo apuñaló con un destornillador.

La Arquidiócesis de Tijuana le ofreció la oportunidad de mudarse a una nueva iglesia, pero Zambrano optó por quedarse, citando la “necesidad espiritual” de la comunidad. Cada mes preside varios funerales relacionados con las drogas.

“Uno se acostumbra a vivir entre las balas”, relató.

Una batalla perdida para salvar vidas

Mientras la sirena aullaba, el paramédico Juan Carlos Méndez aceleraba entre las áridas laderas del este de Tijuana, pasando por vertederos de basura y caminos de tierra llenos de chozas de concreto a punto de desmoronarse.

Ingresó con su vehículo a un pequeño carril, donde una multitud le señaló una casa abandonada, cubierta de grafitis. Méndez tomó su bolsa médica y corrió.

Detrás de la casa, en un callejón polvoriento, yacía un joven vestido con pantalones cortos y zapatillas sucias. Las moscas rodeaban un charco de sangre que se había filtrado desde su cabeza hasta la arena.

“Está muerto”, afirmó Méndez, jadeando.

Como supervisor de la Cruz Roja de Tijuana, Méndez está capacitado para salvar vidas. Pero en poco más de una hora ese día, el verano pasado, declaró muertos a tres jóvenes.

Durante su infancia aquí, en la década de 1980, Méndez solía quedarse afuera jugando hasta tarde en las calles; entraba solo si había un juego de béisbol de los Padres de San Diego en la televisión.

Hoy, las imágenes espeluznantes de escenas de homicidios —que él documenta como parte de su trabajo— se almacenan en su teléfono móvil, mezcladas con fotografías de su familia. Está su hija de cuatro años, de pelo rizado, en una fiesta de cumpleaños. Hay un cuerpo quemado e imposible de reconocer. Otra foto de su esposa, sonriendo con un vestido. Una imagen de un cadáver en una zanja.

Esa noche, en el cuartel general de la Cruz Roja, justo después de que Méndez le pidiera a un amigo una pastilla para aliviarle las úlceras estomacales, la radio que colgaba a la altura de su cadera cobró vida.

“Cinco bravo”, dijo un operador; el código que indica una herida de bala.

En un vecindario pobre, no lejos de la frontera, Méndez encontró a un hombre sin camisa, con tatuajes en el pecho, al que le habían disparado dos veces por la espalda y una en cada mano. Méndez se agachó e intentó escuchar su respiración.

“¡Está vivo!”, gritó. “¡Traigan una camilla!”

Mientras cargaba al hombre en una ambulancia, la hija adolescente de la víctima apareció, sin zapatos y conmocionada.

“Tranquila”, le dijo Méndez mientras la guiaba hacia el asiento delantero y le abrochaba el cinturón de seguridad. “Mantén la calma”.

Su padre estaba alerta y gemía mientras los empleados lo llevaban al hospital.

Unas horas más tarde, había muerto.

Un nuevo cártel genera otro nivel de horror

En 2008, los homicidios en Tijuana alcanzaron un nuevo récord de 825.

El cártel de Sinaloa, encabezado por Joaquín “El Chapo” Guzmán, había intentado tomar las rutas de tráfico controladas por el cártel de Tijuana; los resultados fueron mortales.

Una lucha brutal estalló entre los cárteles, y entre los cárteles y la policía y los cientos de soldados que el entonces presidente Felipe Calderón había enviado a Tijuana como parte de su nueva guerra contra las drogas, respaldada por Estados Unidos.

La ciudad nunca había experimentado algo así. Los asesinos colgaban cuerpos desde los puentes, y las cabezas desmembradas rodaban por las calles de la ciudad. Un día, siete policías fueron emboscados y asesinados en el lapso de 45 minutos. Ni siquiera las zonas ricas estaban a salvo de los tiroteos.

La guerra era costosa, por lo cual los líderes de las pandillas comenzaron a secuestrar a los residentes para pedir rescates, lo cual provocó un éxodo de la clase alta de la ciudad. El turismo, del que dependía la economía, se extinguió.

Pero a finales de 2010, los asesinatos habían comenzado a aquietarse y la paz parecía haber regresado.

Calderón expresó que su gobierno estaba ganando la guerra contra las drogas, y que Tijuana era la prueba de ello.

En declaraciones a una multitud de líderes cívicos y empresariales, ese año, dio crédito a la “estrategia principal” de su gobierno, que apuntaba a los líderes de los cárteles. Tijuana, dijo, era “un ejemplo claro y concreto… de que el desafío de la seguridad tiene una solución”.

Cuando mencionó al general Alfonso Duarte Múgica, quien había liderado la lucha contra los cárteles en Tijuana, la multitud estalló en aplausos.

Para el 2012, el número de homicidios había disminuido a 367, y Tijuana se estaba convirtiendo en un destino turístico conocido por sus cervecerías artesanales, su arte, música y su alta cocina.

Pero la paz no duró.

Con el cártel de Sinaloa asediado por las luchas internas después del arresto de Guzmán, en 2014, otros grupos vieron la oportunidad.

Poco después, el recién ascendido Cártel Jalisco Nueva Generación llegó a Tijuana. Quería acceder a la frontera y también buscaba el control del comercio local de drogas de la ciudad.

Entre 2014 y 2016, el recuento anual de cuerpos aumentó de 493 a 919. Pero eso fue solo un preludio de una explosión mayor de violencia.

Lo que ven los niños en Tijuana

Atrapados en medio del caos quedaron hombres como Rafael Noriega Peña.

Noriega llegó a Tijuana cuando era una adolescente, desde la costa del estado de Sonora, donde el único trabajo decente era pescar durante la noche en el Mar de Cortés.

Sus padres, que trabajaban en las maquiladoras, le advirtieron a él y a sus hermanos que se mantuvieran alejados de los narcos. “Si sales con lobos, te enseñarán a aullar”, solía decir su madre.

A sus 30 años, Noriega tenía cinco hijos con dos mujeres distintas, un trabajo en una fábrica al que odiaba, y era adicto al cristal.

Sus hermanos juntaron sus escasos salarios de obreros para enviarlo a un centro de rehabilitación, a fines de 2017. Cada fin de semana, le traían chiles rellenos caseros.

Noriega dejó el programa en marzo, pero su sobriedad no duró.

Poco antes del amanecer, una mañana de mayo, su madre se despertó con el sonido de cinco disparos. Ella se dirigió, gritando, a su habitación en la parte trasera de la casa. Él estaba desplomado en una silla, muerto.

Sus familiares no saben quién lo mató o por qué. La noche del tiroteo, se reunieron en la cocina mientras sus hijos jugaban afuera con la cinta que marcaba la escena del crimen.

Tomás, que ahora era el único hijo varón vivo de su madre, la abrazó. “Tienes otros cuatro hijos por los que vivir”, le dijo, mientras ella sollozaba.

Su hija de seis años, Michel, entró a la casa con una pistola de juguete. Apuntó a Tomás y fingió dispararle: ¡Soy un narco!, le dijo riendo.

Él la sacudió por los hombros. “¿Dónde aprendiste eso?”, le preguntó con enojo.

La soltó; ya sabía la respuesta.

“De niño… ¿qué ves aquí?”, dijo con lágrimas en los ojos. “Pura violencia”.

Redadas policiales que parecen inútiles

Los agentes de policía se miraron a los ojos, asintieron y luego irrumpieron en el sórdido edificio de apartamentos en busca de narcotraficantes.

Se movieron por un pasillo con linternas, abriendo puertas de las habitaciones llenas de agujas, colchones y recipientes de orina usados.

No había distribuidores, solo drogadictos dispersos que apenas notaban la intrusión.

La policía se trasladó a su próximo objetivo, un abrevadero con poca luz llamado Norteño Bar, escondido entre los clubes de striptease y las tiendas de tacos de la Zona Norte de Tijuana.

La policía registró a más de una docena de clientes y encontró solo una dosis de metanfetamina en el bolsillo de un hombre de unos 70 años.

Las redadas como estas, realizadas durante una noche de diciembre, están entre las principales tácticas de la ciudad para reducir la violencia. Pero muchos aquí creen que son inútiles, y que el tiempo y los recursos se gastarían mejor en la vigilancia policial con tareas de inteligencia para identificar a aquellos que probablemente cometan actos de violencia.

Los investigadores estatales y los fiscales también tienen un papel que desempeñar: más de nueve de cada 10 asesinatos de Tijuana quedan sin resolver.

Los críticos afirman que la crisis de homicidios se redujo porque la mayoría de las víctimas son adictos y traficantes. “Es triste ver que no manejan el problema, y simplemente esperar que mueran”, dijo Jaime Arredondo, investigador del Centro de Consumo de Sustancias de Columbia Británica, que lleva años estudiando el narcotráfico local de Tijuana.

El jefe de policía de la ciudad, Marco Antonio Sotomayor, afirmó repetidamente que los turistas y la mayoría de los residentes no deben preocuparse por la violencia. “Los que se están muriendo son jóvenes y criminales, que entran en un mundo donde saben que parte del riesgo de ese negocio es… que perderán la vida”, expuso. “Tenemos que entender que la ciudad no está en llamas”, remarcó.

Adela Navarro Bello, directora de la revista Zeta, que durante mucho tiempo narró la actividad de los cárteles en Tijuana, afirmó que esa opinión tiene poca visión a futuro.

El aumento de la violencia en 2008 demostró que las batallas entre los cárteles perjudican a la sociedad en general, señaló. “Si no ponemos fin a esta lucha, esto va a crecer”.

Un oficial de la policía estatal de alto rango que habló bajo condición de anonimato aseguró que los líderes del cártel podrían ser incapaces de controlar la violencia, lo cual se ve impulsado por el fácil acceso a las armas contrabandeadas desde Estados Unidos y por sicarios que matan por apenas $50 o un poco de metanfetamina. “Si nosotros no podemos controlarlo, ellos no pueden controlarlo”, afirmó el oficial.

Secuestrado, torturado, asesinado

Hace dos años, miembros de una pandilla contraria secuestraron a Antolín Tinajero en un laboratorio de metanfetamina, lo torturaron y lo dejaron muerto al costado de una carretera.

Su hermano Lucio, quien también estaba en el laboratorio ese día, escapó y se escondió.

Más tarde ese mismo año, su hermano Cipriano fue asesinado a tiros en un altercado, en el exterior de su casa.

A otro hermano, Mario, también le dispararon, en la tiendita local, pero sobrevivió.

La hermana de todos ellos, Esperanza Navarro, la soltera de 10 hermanos, era quien iba al hospital o a la morgue cada vez porque su madre, una inmigrante de Guadalajara que limpiaba casas para ganarse la vida, era analfabeta y no podía completar el papeleo.

Esperanza le rogaba a sus hermanos que dejaran las drogas. “Todo lo que hacen es causar dolor”, les decía.

En 2018, su hermano Francisco pensó que ella tenía razón, y trató de desintoxicarse.

Como comerciante local en un peligroso vecindario llamado Camino Verde, sabía que si cruzaba desde la colina donde vivía hasta otra media milla, podría ser asesinado. “La violencia es con las personas de bajo nivel”, dijo. “No hacia los jefes”.

Un día de agosto, fue a recoger a su hijo, que estaba con su madre en la otra colina. Fue emboscado por un hombre armado que le disparó en la cara, la parte superior de la cabeza y el brazo.

Sobrevivió, pero ahora habla con dificultad. Su hermana cree que está consumiendo drogas otra vez.

Ella quisiera dejar Tijuana junto con sus tres hijos, pero es demasiado pobre. “Quieres tomar a tu familia e irte tan lejos como sea posible”, dijo.

En busca de la sobriedad, otra vez

La rehabilitación de las drogas es una industria en crecimiento en Tijuana, donde hay 98 centros certificados por el estado en la ciudad, en comparación con los 60 que había en 2007.

En Una Nueva Vida, aproximadamente el 70% de los 170 residentes son tratados por adicción a la metanfetamina, indicó su director, Ernesto Chávez Gutiérrez, un exabogado que también es un adicto en recuperación.

Uno de los más jóvenes, un chico de 14 años, fue llevado al centro hace varios meses por su desconsolado padre. Los pandilleros locales habían ido a la casa para intentar matar al chico que había comenzado a alucinar y robaba autos.

El padre no podía pagar la tarifa de tratamiento, de $370 por mes, y Chávez le dio un respiro.

Unos meses después, el padre regresó y se registró en el programa. Él también se había hecho adicto a la metanfetamina.

Christian Castillo se registró en Una Nueva Vida el verano pasado, donde pasó la primera semana encerrado en una habitación con un televisor, para desintoxicarse. Ahora lleva siete meses sin consumir y le está yendo tan bien que le han dado un rol de liderazgo; lleva un walkie-talkie y mantiene la paz entre los residentes, cuya ansiedad a veces puede volverlos violentos.

Castillo planea esperar cinco meses más antes de salir de la rehabilitación. Ya ha pasado por esto dos veces; la última, estuvo en la calle durante dos horas y volvió a consumir.

Gary Coronado, fotógrafo de planta del Times, y Cecilia Sánchez, de la corresponsalía en Ciudad de México, contribuyeron con este artículo.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

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