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Por qué hay monstruos, demonios y brujas en la boleta electoral de este año

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Los historiadores abordan vagamente por qué en 1845, el primer martes después del primer lunes de noviembre fue designado como el día de las elecciones. La conjetura más específica es que, en una sociedad agraria, no podría haber sido un domingo, por el descanso religioso; ni un miércoles, la jornada destinada a los mercados.

Pero eso difícilmente resuelve la cuestión. Cada año, la decisión aparentemente arbitraria del Congreso acerca del día de las elecciones coloca la fecha cerca de Halloween, y esta vez la asociación nunca ha sido mejor aprovechada. A lo largo de la interminable campaña las imágenes de demonios, brujas y monstruos han sido una parte importante de la retórica, sobre todo de la retórica de conspiración tanto de derecha como de izquierda, pero también se filtró en los comentarios de tipo racional.

Al denunciar a un oponente, siempre es convincente involucrarlo en una historia preexistente, preferentemente en una negativa.

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Una buena porción de la charla de ‘monstruos’ comenzó hace años, con el ataque acerca de los orígenes del presidente Obama. En términos contemporáneos, se lo acusaba de no haber nacido en los EE.UU. sino en otro sitio -Kenia, quizás-, y de ser en parte musulmán. Pero, en términos mitológicos, a partir de esas acusaciones él se convertía en el hada o el niño demoníaco, una caracterización que llevaba consigo unos cuantos prejuicios raciales.

La invocación del mito fortaleció una política de hostilidad y miedo. Aún más recientemente, un teórico de la conspiración de derecha afirma que Obama y Hillary Clinton huelen a azufre, como los demonios. Según él, el presidente es particularmente atractivo para las moscas. En caso de que el lector no comprenda la alusión, ésta refiere al dios filisteo Belcebú, señor de las moscas.

Cuando las apelaciones emocionales ahogan temas sustanciales de la política, el recurso de los monstruos parece inevitable. Durante las primarias, David Horsey, dibujante editorial de The Times, ingeniosamente representó a Donald Trump como el monstruo Frankestein y a Ted Cruz como Drácula. Como Cruz ya había sido apodado ‘El Príncipe de la Oscuridad’ por uno de sus colegas en el Senado, la asociación resultó sencilla.

En esta encarnación, en lugar de ser perseguido por aldeanos con antorchas y horcas, el monstruo Frankenstein los lidera. Para completar el conjunto de horrores, Clinton siempre ha sido mencionada como una ‘bruja’, y un reciente editorial de este medio advirtió que, de perder la elección, “el Trumpismo puede tener una vida zombi”.

La estrategia de los monstruos, con sus representaciones de temor y terror, tiene una larga historia. Al denunciar a un oponente, siempre es convincente involucrarlo en una historia preexistente, preferentemente en una negativa.

El tipo que mejor funciona deriva de una fuente que está profundamente arraigada en la cultura, como esas imágenes que provienen del folclore, los cuentos de hadas y la religión. El capitalista representado como un vampiro chupador de sangre, por ejemplo, fue una útil metáfora política de Karl Marx en el siglo XIX tanto como lo había sido para Voltaire 100 años antes.

En París y Londres, Voltaire escribió en 1764, “los corredores de valores y los hombres de negocios chupan la sangre de las personas en plena luz del día”. ¿Para qué sumergirse en complicados argumentos políticos o económicos cuando se puede describir de manera más eficiente a un enemigo como un monstruo?

En contraste con el esfuerzo para evocar la hostilidad y demonizar al enemigo, el director de cine Guillermo del Toro ha comentado que el horror nos permite solidarizarnos con el otro, y que los monstruos de sus películas, como “Pan’s Labyrinth”, pueden ser a la vez aterradores y reconfortantes, y una forma de realidad alternativa. Ciertamente, el conmovedor Frankenstein, quien ruega ser comprendido y amado, es un ejemplo del monstruo que puede despertar simpatía.

Pero las historias de monstruos que se invocan en la campaña de 2016 son usualmente más negativos, a menos que el monstruo esté de su lado -como el Golem, el crudo (aunque a veces protector) monstruo del folclore judío, a quien el amenazante Trump del segundo debate se asemejó en cierto modo.

El comportamiento “monstruoso” de Trump es despreciado (o al menos explicado en cierto modo) por sus seguidores. De modo similar, a partir del comentario de “mujer desagradable” (nasty woman) en el tercer debate, los defensores de Clinton han abrazado su imagen de ‘bruja’ y la han convertido en algo positivo, una austera Katniss Everdeen vestida con traje sastre, con un toque de Glinda, la Bruja Buena del Sur.

La invocación de monstruos es especialmente frecuente durante los períodos de cambio, miedo y agitación. La historia del Golem entró en la literatura a partir del folclore a comienzos del siglo XIX, junto con los comienzos de la emancipación política judía; las películas del Golem de comienzos del siglo XX aparecieron durante un tiempo de generalizado antisemitismo. Frankenstein, por la misma razón, refleja una ansiedad acerca de la ciencia, la tecnología y el mundo moderno que aún está con nosotros.

Los legendarios monstruos del pasado son sombras en la oscuridad que hacen un buen ajuste para nuestra era infeliz. Para quienes se sienten a la deriva en un mundo donde hay pocos o ningún absoluto, las imágenes de monstruos son un recurso interpuesto por su aparente simplicidad, su apariencia de inevitabilidad. Ofrecen consuelo ilusorio para aquellos que quieren sentir en el saber, para los crédulos e ingenuos, para los cínicos que ven el lado oscuro de todo, e incluso para los meramente preocupados.

En medio de la incertidumbre sobre el presente y de la aprehensión acerca del futuro, los monstruos seguirán resucitando. Pero lo verdaderamente aterrador es que podamos seguir siendo conscientes de los terrores profundos que éstos representan, y de la facilidad con la cual esos temores pueden influir en cómo votamos.

Si desea leer la nota en inglés, haga clic aquí.

Traducción: Valeria Agis

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