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Op-Ed: Durante el pico de Ómicron, me convertí en traductora de ira para mi familia

A man faces a COVID test site sign
Un sitio de pruebas de COVID-19 en Echo Park, en noviembre pasado.
(Genara Molina / Los Angeles Times)

Estamos vacunados. Llevamos mascarillas. Y aún así estoy sentada en una silla en Echo Park escuchando a mi madre toser a través de la puerta, sabiendo que estamos solas.

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Mi madre latina, de 88 años de edad, con tres dosis de vacuna y diligente usuaria de cubrebocas, está luchando contra el COVID-19.

Hace dos semanas, me senté afuera de su apartamento en mi silla de campamento, mientras su presión arterial se desplomaba 40 puntos en un día, su frecuencia cardíaca bajaba a 50 y su tos seca le impedía dormir. No pudimos llevarla a una sala de emergencias para recibir tratamiento, ni conseguimos acceder a ninguno de los medicamentos antivirales o tratamientos con anticuerpos monoclonales de los que tanto hemos oído hablar. Ni siquiera pude agendarle una cita de telemedicina con un médico -cualquiera- durante tres días.

Y aunque mi mamá es una de las afortunadas que tiene cobertura de salud completa a través de Kaiser Permanente, eso no es suficiente cuando el sistema de salud está asediado al punto que el gobernador llama a la Guardia Nacional para ayudar. Me tomó ocho horas recibir respuesta de una enfermera para saber si podía ser atendida en la sala de emergencias.

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Esto, al parecer, es lo que parece “aprender a vivir con el COVID”. Mientras ella lucha contra la infección y mi familia extendida lidia con la confusión, yo soy la traductora de su ira.

Al igual que muchos hijos bilingües que crecieron en una familia inmigrante, a menudo me he desempeñado como traductora para mis padres y familiares, algunos de los cuales solo tienen una fluidez básica en inglés.

Pero traducir no se trata solo del idioma, sino también hay que ser capaz de ejercer el suficiente capital cultural y los conocimientos para pedir, incluso desafiar, los poderes existentes, para obtener lo que la familia requiere, incluida la atención médica tan necesaria. Ahora se trata de decir en voz alta las frustraciones y furias que nos exige una pandemia todavía al alza.

El traductor de ira original fue un personaje desarrollado por el comediante Keegan-Michael Key durante la presidencia de Obama. “Luther” podía expresar los pensamientos que el apacible mandatario no podía -o no quería- articular en público.

Y de igual manera, aquí estoy, como traductora de ira para mi familia.

Sabemos que las tasas de vacunación son más bajas en las comunidades latinas, a pesar de que los programas de extensión educativa intentan llegar a nosotros. Algunos de los no inoculados lo son intencionalmente (o, como los llama Gustavo Arellano, de The Times, pandejos). Pero, según lo que he observado, los proyectos de divulgación no abordan las desigualdades estructurales que impiden que tantas personas hispanas obtengan atención médica.

La mayoría de los miembros mayores de mi familia no tienen computadoras, teléfonos inteligentes o incluso un celular antiguo. ¿Cómo se supone que deben registrarse para una prueba de COVID en línea? Cuando mi hermano trató de obtener una cita para el test, le dijeron que solo podía hacerlo a través de una aplicación. Sin tal conocimiento tecnológico, se despertó antes del amanecer para esperar en la fila, a pesar de trabajar en el turno nocturno.

Les di a mis familiares cubrebocas N95 para ayudar a frenar la propagación de Ómicron. “¿De dónde sacaste esto, así podemos obtener más?”, preguntó mi madrina. Investigué en línea cuáles eran las mejores mascarillas y las conseguí a través de un minorista. ¿Cómo se suponía que esta tía, de 81 años, que nunca ha pedido nada por Internet, iba a comprarlas? “Te las conseguiré”, le dije.

Sabemos que los latinos se han estado contagiando de COVID a tasas extremadamente altas, debido en parte a nuestro trabajo generalmente en el sector de servicios. Y aquí, nuevamente, reina la confusión. Otro pariente (totalmente vacunado, que usa cubrebocas) dio positivo al coronavirus y acudió a mí en busca de respuestas: “¿Cuándo puedo volver a trabajar? ¿Tengo que hacerme una prueba?”.

Compartí con él las reglas de los CDC, basadas en la más reciente cobertura de noticias. Entonces le envié un mensaje de texto de nuevo. Después otro, y otro, a medida que la orientación seguía cambiando: “Puedes regresar en cinco días si la prueba es negativa. El día cero es cuando obtienes tus resultados. No, momento: el día cero es cuando te realizaste la prueba. No importa, no necesitas dar negativo antes de volver”.

Estamos vacunados. Usamos mascarillas. Tratamos de seguir las pautas. Y aquí estoy, sentada en una silla de campamento en Echo Park, escuchando a mi madre toser a través de la puerta, sabiendo que estamos solas.

Ninguno de nosotros superará la pandemia hasta que tengamos acceso universal a pruebas, EPP y atención médica, así como una guía clara de los funcionarios de salud que podamos entender y seguir.

La gente sigue diciéndome: “Bueno, parece que el refuerzo mantuvo a tu mamá fuera del hospital. ¡Hizo lo que se supone que debe hacer!”. Sí, eso es cierto, gracias a Dios.

Pero no creo que suficientes personas se den cuenta de lo que es la “nueva normalidad”. No significa solo usar un cubrebocas al salir o tal vez sentir un poco de gripe. Quiere decir que recibiremos atención médica en el hogar a medida que se colapsa el sistema de salud real.

Natalia Molina es profesora de estudios estadounidenses y etnicidad en la USC y autora de “Fit to be Citizens?: Public Health and Race in Los Angeles, 1879-1939”, así como del libro próximo a publicarse “A Place at the Nayarit: How a Mexican Restaurant Nourished a Comunidad”.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

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