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L.A. Affairs: Cómo un viaje al Valle de la Muerte sanó mi corazón roto

An illustration of Death Valley with a broken camera in the foreground.
No todo puede ser salvado.
(Melissa Simonian / For The Times)
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No todo se puede salvar.

Nuestra historia estuvo marcada por la naturaleza. Pocos días después de un encuentro casual en el Parque Nacional Sequoia, iniciamos una relación a larga distancia. Nuestra primera “cita” fue navegando en canoa en el lago Sequoia.

Había pasado gran parte de mis 20 años con miedo al compromiso, pero de alguna manera él fue la primera persona con la que sentí que podía expresar esos sentimientos y superarlos.

Era tan carismático e irradiaba positividad. Me hacía reír. Y me persiguió, una rareza para mí. En esos primeros días, nos contactábamos por videollamada y nos llamábamos a diario. Él vivía en el Medio Oeste. Pero dijo que llevaba años queriendo mudarse a Los Ángeles.

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Y así, a los tres meses de nuestra nueva relación, lo hizo. Más o menos. Se quedó conmigo durante un mes. Pero le costó encontrar un trabajo de inmediato y las deudas de las tarjetas de crédito se acumulaban.

Regresó al Medio Oeste, donde podía vivir con su familia mientras se recuperaba económicamente. Seguimos tratándonos a larga distancia. Sin embargo, me sentía culpable, como si le hubiera presionado para que viviera aquí antes de que estuviera preparado.

Estaba convencida de que esta persona, la primera con la que había querido salir en serio en mi vida adulta, era quizá mi persona. Pero la fase de luna de miel había terminado.

Entonces llegó la pandemia.

Nuestra relación a larga distancia continuó durante otros cinco meses antes de que él decidiera que estaba listo para volver a probar en Los Ángeles. Esta vez, tenía un trabajo en un almacén.

También tenía un plan: se quedaría conmigo durante dos o tres meses y luego se buscaría su propia casa. A pesar de que yo ya tenía dos compañeros de piso y de que todos trabajábamos en gran medida desde casa, pensé que podríamos arreglárnoslas. Al fin y al cabo, era algo temporal.

Pero siguió teniendo tropiezos. Sus planes de encontrar su propia casa, de irse a vivir con amigos, fracasaban una y otra vez. Seis meses después, se fue al Medio Oeste. Otra vez. Dijo que sería solo por unas semanas, para reagruparse.

Pero ambos sabíamos que no era así. Un mes después, rompimos por FaceTime. Lloré en la bañera vacía, completamente vestida. Ya me habían roto el corazón antes, pero nunca así; esta era mi única relación seria y, por tanto, mi primera devastación importante.

Hubo más problemas: mi arrendador puso en venta la casa que alquilaba en Highland Park, así que también tuve que mudarme. Durante semanas, apenas pude comer. Tenía búsquedas en Google tan edificantes como por ejemplo “Cómo encontrar el propósito de tu vida después de una triste ruptura” abiertas en varios dispositivos. Recibía por correo libros de autoayuda que apenas recordaba haber pedido.

En los seis años que he vivido en California, he cruzado el desierto casi todos los años, viajando al Valle de la Muerte para acampar y tomar fotografías. Por razones obvias, nunca llegué allí en 2020. Después de verme obligada a mudarme de casa durante la pandemia y de pasar por esa ruptura, tuve ganas de huir.

Y así es como se sienten a menudo los viajes por carretera: una huida. Nada más que el ahora y las necesidades requeridas para sobrevivir. Dónde dormir, qué comer, cuántas millas faltan para la próxima gasolinera.

En el Valle de la Muerte, el servicio celular es difícil de conseguir. Se tarda casi dos horas en conducir de un extremo al otro del parque. Un viaje por carretera es el último dedo del pie sumergido en la proverbial piscina que es la vida fuera del radar.

Así que cuando se asentó el polvo del camión de la mudanza, y me quedé sin pareja además devastada, sentí que era el momento de regresar.

¿Qué mejor lugar para huir del desamor que el Valle de la Muerte?

Como fotógrafa independiente, tomo casi exclusivamente fotografías digitales. La película sigue siendo un proceso de exploración para mí. Así que, como desafío a mí misma, decidí fotografiar mi viaje al desierto completamente en película, utilizando la vieja Minolta de mi papá.

Un día después de iniciar el viaje, me di cuenta de que solo había metido en la maleta unas cuantas cajas de película. No importa, pensé. Siempre hay un Walmart al otro lado de la frontera, en Nevada, a una hora de distancia.

Tres días después, la cámara se rompió. Completamente. Pensé que era solo una batería agotada, pero después de otra hora de ida y vuelta a Walmart para conseguir baterías, admití la derrota. Peor aún, me había perdido la última puesta de sol del viaje por una tontería.

No era tanto la falta de capacidad para tomar fotos, tenía mi cámara digital como respaldo, sino la pérdida de este artefacto de mi infancia y de mi conexión con mi padre.

Se sintió como otro bache más en el camino ya lleno de hoyos que había recorrido durante meses.

El cúmulo de los sentimientos que había estado reprimiendo durante todo el viaje volvieron con fuerza. Todo salió a la superficie. Intenté alejarme de los “debería” y de los “desearía”. Pero ahí estaban. Debería haber sido más comprensiva con lo difícil que fue la mudanza para mi ex.

Siempre he conocido mi pasión, la fotografía, y olvido que no siempre las personas tienen un camino tan definido. Desearía no haber sido tan insistente a la hora de esperar que resolviera su carrera tan rápidamente, enviándole una oferta de empleo tras otra.

En retrospectiva, creo que se sintió perdido aquí. Desearía haber hecho un mejor trabajo de comunicación, así como haberlo ayudado a compartir sus miedos y penas conmigo. Creo que no me di cuenta de lo mal que estaba hasta el final. Éramos dos personas que se amaban, pero no eran compatibles.

Estar sola en el desierto no fue el bálsamo que pensé que sería.

Sentí que no podía salir de mi ciclo de dolor. Y eso es lo que son las rupturas, en realidad: un duelo prolongado por la vida que ya no compartiremos.

Varios días después de mi viaje, en el estacionamiento de un CVS en Pahrump, Nevada, a las afueras del Valle de la Muerte, hice lo que afortunadamente puedo hacer: llamé a mis padres. Y lloré. Les hablé de la cámara. Les conté lo solitario que había sido el desierto, no la buena soledad a la que estoy acostumbrada, la que anhelo en ocasiones, sino la aplastante.

Les conté que había olvidado los rollos para la cámara y que había conducido una hora para reemplazar unas baterías que no necesitaban ser cambiadas, para intentar arreglar una cámara que simplemente no funcionaba, por mucho que yo quisiera arreglarla.

No todo se puede salvar, y a veces se necesitan tres días a solas en el desierto para recordarlo. A mi papá no le importaba su cámara rota. No como a mí, al menos. Mis padres me aseguraron que todo estaría bien.

Unos días después de llegar a casa, pude encontrar una Minolta de reemplazo en línea por menos de lo que habría costado arreglarla.

Siempre hay otra cámara e invariablemente encontraremos más vistas.

La autora es fotógrafa y escritora independiente. Su sitio web es linneabullion.com y está en Instagram @linneabullion

L.A. Affairs narra la búsqueda del amor romántico en todas sus gloriosas expresiones en el área de Los Ángeles, y queremos escuchar su verdadera historia. Pagamos $300 por un ensayo publicado. Envíe un correo electrónico a LAAffairs@latimes.com. Puede encontrar las pautas de envío aquí.

Si quiere leer este artículo en inglés, haga clic aquí

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