Una cama ocupa buena parte del cuarto que Odilia León comparte con sus cinco hijos. En una esquina, una cómoda se desborda de ropa.
Por la pequeña habitación, en una unidad de dos dormitorios detrás de una casa en el este de Salinas, la mujer paga $1.050 por mes. Es lo que puede afrontar como recolectora de fresas, su trabajo durante los últimos nueve años. Una pareja con tres hijos renta el otro cuarto. En total, 11 personas comparten una sala de estar y cocina. Hay un solo baño.
Todos los días, a León, de 40 años, la asalta el temor de llevar a casa el coronavirus, infectar a sus hijos y posiblemente transmitirlo al resto de la familia. La pareja en la otra habitación también trabaja para cubrir la mitad de la renta, comentó.
“Cada vez que salgo de casa por la mañana, me preocupa cómo puedo volver y abrazar a mis hijos”, afirmó un jueves por la noche, al regresar de sus tareas.
El distanciamiento social es un desafío, o un imposible, en hogares como el de León y muchos otros trabajadores agrícolas en Salinas, la ciudad donde nació el célebre autor John Steinbeck. Hasta este lunes por la tarde, el COVID-19 había infectado a 751 personas reportadas en el condado de Monterey, y muchos de los casos se concentran en el lado este del lugar, donde vive León. Es un área que sufre la falta de viviendas asequibles, y las familias terminan hacinadas en hogares, alquilando cualquier espacio que puedan, con baños, salas de estar y cocinas compartidos.
Los funcionarios en el Valle de Salinas, conocido como la “ensaladera del mundo”, y los líderes de la industria agrícola son muy conscientes de la rapidez con que el virus puede propagarse entre los obreros del sector, tanto en sus hogares como en los lugares de trabajo.
En el condado de Monterey, los trabajadores agrícolas representan más de un tercio de los casos confirmados de COVID-19, y los latinos son casi el 80% de ellos.
Karen Smith, portavoz del Departamento de Salud del Condado de Monterey, no sabe si la vivienda es un factor directo, pero “allí donde hay personas hacinadas y entra un virus respiratorio, seguramente resultarán muchos casos”.
El Dr. Edward Moreno, oficial de salud pública del condado, consideró que la frecuencia de resultados positivos entre los trabajadores agrícolas está vinculada con la concentración de pruebas en lugares como Salinas, la ciudad más poblada del condado.
Los funcionarios del condado de Monterey fueron algunos de los primeros a nivel estatal en exigir cubrebocas en los sitios de trabajo y en pedir a las compañías que pongan en práctica el distanciamiento social en los autobuses que transportan a los trabajadores. El condado presionó al estado para obtener máscaras -finalmente recibió 750.000- y buscó opciones de vivienda alternativas para los trabajadores agrícolas y las personas desamparadas.
Pero a medida que el estado permite el reinicio de otros sectores de la economía, la industria agrícola, que nunca dejó de funcionar porque se considera esencial, sigue luchando para detener la propagación del patógeno. La industria depende de la mano de obra de bajos salarios; personas que habitan viviendas superpobladas y en situación de pobreza. A algunos, como a León, se les redujo el horario de tareas debido a la pandemia.
Además, los trabajadores agrícolas a menudo carecen de estatus legal, lo cual los hace menos propensos a pedir ayuda a través de los canales oficiales, añadió el comisionado de agricultura del condado de Monterey, Henry Gonzáles, quien trabajó en los campos durante su juventud para pagar sus estudios universitarios. “Combinemos eso con las viviendas llenas de gente: es una mala situación, y lo sabemos”, reflexionó. “No podemos evitarlo. No hay forma. Pero lo que tratamos de hacer es minimizarlo”.
Gonzáles estima que hay 45.000 trabajadores agrícolas que viven de forma permanente en el condado, y la población podría aumentar a 60.000 a medida que los obreros invitados lleguen, en el verano, para las cosechas de coliflor, lechugas, fresas y demás.
Carissa Purnell, directora de Alisal Family Resource Center, detalló que su organización entrega suministros semanales a los trabajadores agrícolas durante la hora del almuerzo, con comida gratis, toallitas y desinfectante para manos, porque muchos de ellos no pueden pagar por esos productos o están demasiado ocupados con su trabajo y no tienen tiempo de comprarlos. “Mucha gente no comprende cómo es”, dijo, al describir situaciones en las que varias familias viven apiñadas en una sola casa. “Simplemente eso genera la propagación del virus. No hay forma de que no se transmita”.
El hacinamiento en las viviendas de los trabajadores agrícolas es grave en el Valle Central. Un estudio de 2018 realizado por Rural Studies y California Coalition for Rural Housing determinó que se necesitan 45.560 unidades de viviendas para jornaleros agrícolas en los condados de Monterey y Santa Cruz. Las residencias promediaron una ocupación de más de siete personas, o cinco individuos por baño, una tasa “increíblemente alta”, según el informe.
“Muchos pagan de más por sus viviendas, residen en hogares miserables y de baja calidad, y duplican o triplican la capacidad disponible al compartir con otras familias, lo cual genera condiciones de hacinamiento”, destaca el informe.
María de los Ángeles Jiménez, de 29 años, quien trabaja en una planta empacadora de ensaladas, aprendió qué tan rápido se puede propagar el virus el pasado 1º de mayo, cuando comenzó a sentir un dolor en los pies. Se hizo la prueba al día siguiente, y en pocas horas se enteró de que tenía COVID-19.
“Empecé a llorar porque no lo esperaba”, afirmó. Después llamó a su hermano, quien trabaja en una planta diferente y vive con ella, para que también se hiciera la prueba. Finalmente, su hermano, su madre y uno de sus dos hijos se infectaron. Todos viven juntos y ella comparte la habitación con sus hijos; que empezaron a dormir en la sala cuando ella se enfermó.
En los últimos años, algunas compañías agrícolas comenzaron a construir viviendas para los trabajadores invitados que llegan cada año en el marco del programa de visa H-2A -que exige que las empresas brinden alojamiento-. En algunos casos, construyeron complejos, rentaron moteles o compraron instalaciones para alojar a los empleados durante unos meses en Estados Unidos antes de que dichos trabajadores regresen al sur, a menudo a México.
En King City, el contratista Fresh Harvest alberga a casi 300 trabajadores invitados en una fábrica de tomates convertida en alojamiento. En cada dormitorio duermen de 17 a 24 trabajadores en literas, intercalando cabezas y pies para crear más distancia entre ellos, comentó Linda Rossi, directora de comunicaciones.
Un jueves por la tarde, los obreros que terminaban el día descansaban -observando la distancia social- frente a un televisor, con una persona en cada sofá y todos con máscaras. Algunos se dirigían a otra parte del área común haciendo fila, también con espacio entre ellos. En el comedor, donde la empresa impuso la política de un individuo por mesa, había algunos hombres sentados, cada uno con una caja de pizza frente a él.
Cerca de la entrada donde los trabajadores suben a los autobuses y se dirigen a los campos, ahora hacen una pausa para que un escáner -similar a una tableta sobre un soporte- controle su temperatura corporal. A veces se inclinan y esperan hasta obtener el visto bueno: “La temperatura de su cuerpo es normal”, confirma una voz.
Rossi señaló que revisan a los trabajadores dos veces al día, antes de ingresar al campo y cuando regresan. Sobre los muros, letreros en español recuerdan a los trabajadores cuáles son los síntomas de COVID-19 y las pautas para mantener la distancia indicada. Hasta ahora, ninguno ha dado positivo por el virus, comentó Rossi. “Cumplen muy bien con mantener el espacio”, dijo.
En un reciente día de semana, los trabajadores agrícolas cortaban, agrupaban y empaquetaban corazones de lechuga romana, en un campo al sureste de Salinas. Láminas de vinilo de plástico separaban las filas de obreros a modo de barrera, afirmó David Scaroni, vicepresidente de operaciones de Fresh Harvest. Los equipos se mantienen juntos en los dormitorios para evitar la propagación generalizada del virus, en caso de que ocurra un brote.
Pete Maturino, director agrícola de United Food and Commercial Workers Local 5, explicó que varias compañías donde laboran los miembros del sindicato han hecho ajustes en los lugares de trabajo para permitir el distanciamiento social. Pero algunos miembros acuden a él cuando se ignoran las precauciones.
“Importa porque esa persona se irá a casa e infectará a otros”, comentó.
La Asociación de Productores y Transportistas del Centro de California reservó habitaciones de hotel para los trabajadores del país en caso de que se enfermen o tengan síntomas sospechosos de COVID-19, indicó Christopher Valadez, presidente del grupo de la industria. Hasta ahora, 55 personas han sido alojadas en habitaciones, un número que fluctúa dependiendo de cuándo se les autoriza regresar a casa, comentó.
El condado de Monterey solicitó en marzo pasado 100 tráilers de la Oficina de Servicios de Emergencia del estado para aislar a los residentes, pero recibió sólo 15. La Junta de Supervisores del condado requirió con urgencia el envío del resto. “El condado está extremadamente preocupado de no poder abordar con suficientes recursos la pandemia de COVID-19, especialmente entre nuestra comunidad de trabajadores agrícolas, si el estado no proporciona estos 85 remolques adicionales”, escribieron los supervisores en la carta.
El supervisor del condado, Luis Alejo, indicó que para mayo, el pedido seguía sin cumplirse, por lo cual el condado utilizó sus propios recursos para pagar por vivienda adicional y prepararse para el peor de los casos. Más de 150 personas fueron alojadas hasta la fecha.
Antes de que Brígida Rivero, de 36 años, formara una familia junto con su esposo, vivía sola en una casa donde rentaba una habitación, compartía el baño con otras 10 personas, y trabajaba en el campo. Era incómodo vivir tan cerca de otros, expresó. “Y ahora, con esta enfermedad”, destacó, “creo que es un poco peor”.
Rivero, una residente de Salinas que trabaja en los campos empacando lechuga, se toma muy en serio el coronavirus. Ella vive con su esposo y sus tres hijos en un pequeño apartamento de dos dormitorios, en una planta superior. Lleva siempre consigo un atomizador rosado con una mezcla de agua y Clorox, para desinfectar todos los artículos.
Cuando llega a su casa, rocía la puerta blanca y la barandilla a lo largo de la escalera que conduce a su puerta principal. Se quita la ropa antes de recoger a sus hijos de la niñera. “En realidad, el virus es algo que nadie puede ver”, comentó. “Entonces nunca se sabe”.
A León, el miedo a infectarse en el trabajo le generó ansiedad. Recientemente se enteró de que una persona que labora en el campo con ella se enfermó, pero aún no se sabe si se trata de una gripe común o del virus, expuso.
Si se enferma, usará las viviendas alternativas del condado para alejarse de sus hijos y mantenerlos a salvo. “Daría cualquier cosa por volver con mis chicos”, aseguró. “Soy la madre y el padre para ellos. Y tengo que seguir adelante por ellos”.
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