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Sobre los hombros de nuestros padres, los cocineros, niñeras y jardineros, hemos viajado muy lejos...

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Cuando salgo a reportar mis historias, pienso a menudo en mi madre.

Veo rastros de ella en el distrito de la ropa, en las costureras que esperan al atardecer su autobús para regresar a casa. La veo dentro de los edificios de oficinas, en los conserjes que silenciosamente vacían los cubos de basura. La veo a veces en el parque, en las niñeras que bajan de las colinas con los bebés en sus brazos.

A donde quiera que vaya en Los Ángeles, veo tan claramente a mi madre y a todos estos trabajadores. Me desconcierta que haya gente que, día tras día, no ve lo que yo veo.

Durante años, mi madre, Lucy, una inmigrante de El Salvador, trabajó limpiando casas. Una vez tomó con orgullo un ejemplar de Los Angeles Times en el que aparecía una de mis primeras historias de primera plana. “Es mi hija”, dijo señalando mi nombre. Su cliente, una jubilada, no podía creerlo.

“Deberías haber visto la mirada en la cara de la señora”, dijo mi madre. “Me preguntó todo sobre ti y tu trabajo. Quería saber cómo conseguiste tu trabajo y si estaba orgullosa de ti. Le dije que sí, por supuesto. Muy orgullosa”.

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Durante años, a mi madre le encantaba contarle a la gente esa historia. Todavía lo hace.

Reflexionando sobre todo esto, hace algún tiempo, entré en Twitter y compartí su historia. Luego hice una pregunta muy simple:

¿Qué trabajos hicieron tus padres para traerte a donde estás hoy?

Miles de respuestas llegaron de todo el país, de Canadá y de otros lugares. Formaron un tapiz de orgullo, tejido espontáneamente por los hijos adultos de padres de la clase trabajadora:

Mamá: Trabajadora de fábrica - actualmente en una fábrica de lámparas

Papi: Conserje/limpieza - actualmente en un hospital psiquiátrico

Yo: Abogado

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Mamá: Vendía rosas en los clubes nocturnos

Vendió maíz en mazorca

Ama de llaves

Niñera

Cuidó perros

Mi trabajo: Actor

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Mamá: Trabajadora de oficina

Papá: Trabajador de la construcción

Yo: Fiscal General del Estado de California

(Sí, ese último vino del ex congresista y actual Fiscal General de California Xavier Becerra).

Algunas de las historias fueron inesperadas, como esta de Ofelia González de Phoenix, sobre su padre, Valdemar:

Mi padre fue minero durante casi 40 años. Siempre quiso saber cómo era trabajar en un edificio con aire acondicionado, así que después de retirarse, tomó un trabajo en Target.

Algunos se reían a carcajadas. Frances Wang, una presentadora de noticias de televisión en Miami, compartía con orgullo los muchos trabajos que su madre, Corrina, había realizado después de dejar China para venir a Estados Unidos:

Fue empleada de una tienda de abarrotes, camarera, guía turística, dueña de una compañía de software, cofundadora de un festival de linternas chinas, dueña de quioscos de centros comerciales, mayorista de accesorios telefónicos, dueña/gerente de propiedades.

Wang envió un mensaje de texto a su madre después de que ella publicara sobre su historia en Internet. Su madre le dijo que, en algunos casos, trabajó en tres de estos empleos al mismo tiempo.

“Esto es por lo que no puedo entenderlo. Ni siquiera puedes cocinar para ti misma”, le respondió su madre. “Tú sólo tienes un trabajo... Hahaha”.

“Ella me dejó sin palabras”, dijo Wang.

Cuando era niña en el norte de California, recuerda que su madre solía vender todo tipo de cosas: bolsos, cremas de mano, pinturas, recuerdos deportivos - incluso cangrejos ermitaños de compañía, con pequeños accesorios como conchas de puka y palmeras de plástico.

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“Lo hizo todo para sobrevivir”, dijo Wang. También, para motivar a su única hija a trabajar duro - no con sermones, sino con acción.

Wang se pregunta si será capaz de enseñar esos mismos valores, el mismo ajetreo, a sus propios hijos, cuando esté lista para tenerlos.

“Quiero que mis hijos sean ambiciosos”, dijo. “Pero también quiero transmitirles lo que he aprendido de mi generación: que está bien detenerse y cuidarse”.

La gente me envió sus historias a toda hora. Inundaron mi Twitter, algunas con recuerdos de los que probablemente no habían hablado en años: el olor a aceite de motor en la camisa de su padre, los cortes y moretones en las manos de su madre, el sonido de la máquina de coser retumbando en la casa, día y noche.

La mayoría de los que escribieron eran hijos de inmigrantes de América Latina. Sus historias se hacían eco, una y otra vez, de lo que imagino que otros niños nacidos de otros inmigrantes de EE.UU sintieron hace generaciones.

Kelly Reyes, una diseñadora gráfica de Richmond, Virginia, vio el post y se sintió abrumada.

“Donde vivo, no conozco a mucha gente que comparta las luchas de sus padres”, dijo. “Olvidé que se formó un sentimiento de vergüenza en mí. Esto me hizo darme cuenta de que ya no siento vergüenza. Hay tantos otros que han pasado por lo que mis padres pasaron”.

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Su padre, René, tuvo tres trabajos durante más de una década. Era cocinero en dos restaurantes diferentes. También repartía periódicos. A veces, cuando le tocaba cuidarla, le preocupaba que su joven hija saliera de su apartamento, así que se quedaba dormido, exhausto, apoyado contra la puerta de su casa.

Ahora que vive sola, Reyes a menudo se encuentra pensando en los sacrificios de su padre. También en los de su madre, que limpiaba casas. Se esfuerza por reconocer, con un saludo o asentimiento, a aquellos que sirven a los demás: cocineros, repartidores, conserjes.

“Siento una sensación de cercanía con ellos”, dijo Reyes. “Sé lo duro que trabajan, física y mentalmente”.

Cuando encuentra basura fuera de su apartamento, se asegura de recogerla. De esta manera, las amas de llaves del edificio tendrán una cosa menos que hacer.

A los 25 años, Reyes lleva consigo un sentimiento de culpa y presión que muchos niños de primera generación conocen bien.

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“Quiero hacer todo lo que pueda para lograrlo y así poder devolverles el dinero a mis padres”, dijo.

Es una promesa silenciosa que muchos hijos de inmigrantes hacen desde el principio - para cuidar de nuestros padres, ser sus traductores, sus asistentes personales, sus protectores. En algunos casos, se convierten en su fondo de retiro. Cuando consideras lo lejos que nos han traído en una sola generación, es lo menos que podemos hacer.

Tal vez por eso Reyes y tantos otros que tropezaron con mi mensaje se sintieron obligados a compartir su historia. Junto con las historias de otras familias.

Lee Ann Grant escribió: “La mujer (Geovanna) que limpió la casa de mis padres durante más de 20 años crio hijos increíbles. Tan asombrosos que una de sus hijas se convirtió en la jefa de mi padre. Sé amable con todos, y conócelos”.

Mientras leía las respuestas de todos, no podía dejar de pensar en un joven del que escribí hace casi una década. Ramiro Gómez era niñero cuando lo conocí, hijo de una trabajadora doméstica y un camionero.

Ramiro Gomez and his mother
El artista Ramiro Gómez, 33 años, de West Hollywood y su madre, María Elena Gómez, 54 años, en Highland, California.
(Gary Coronado / Los Angeles Times)

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En su tiempo libre, era artista. Solía pintar retratos de acrílico, cada uno inspirado en las empleadas domésticas que conoció trabajando en las colinas de Hollywood.

Sus piezas eran de tamaño real, hechas de cajas de TV recicladas que transformaba en coloridos recortes de jardineros, ayudantes de estacionamientos y niñeras. Gómez instaló sus figuras en espacios públicos por todo el Westside, nombrando a cada una de estas figuras con el nombre de un ser querido.

Esperaba que su arte provocara, que la gente hiciera un alto en su camino, incitándolos a pensar en los trabajadores que mantienen sus barrios perfectamente limpios.

Hoy en día, Gómez, de 34 años, es un artista de renombre. Sus pinturas se encuentran en museos de todo el país, incluyendo la Galería Nacional de Retratos del Smithsonian.

La colección más grande de Ramiro Gómez vive dentro de la humilde casa de sus padres. Su madre exhibe sus obras en la entrada, en el comedor, en la cocina y en cada uno de los dormitorios.

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“Mi hijo es un artista”, le dice a todos los que la visitan.

Mi madre, una mujer con una educación de quinto grado que tuvo que huir por la fuerza a EE.UU lleva su orgullo a dondequiera que va.

A lo largo de los años, fue niñera, trabajadora de una fábrica de ropa; pulía llantas de coches, perforaba agujeros en las cerraduras de las puertas, planchaba a vapor la ropa de la gente.

Cuando limpiaba casas, solía pasar hasta nueve horas en la casa de cada cliente. La tenía en muy buen estado en comparación con otras empleadas, me decía a menudo, aunque pocos, si es que alguno, de sus clientes se paraban para hablarle, para conocer a esta mujer que pasó años fregando cada rincón de su casa y que apenas conocían.

Cuando le mostró a esa clienta retirada mi historia de primera plana, fue una de las pocas veces en casi cuatro décadas en este país que se sintió realmente vista. Todo su esfuerzo – para que yo saliera adelante -con trapos y esponjas, Windex y jabón Ivory – tuvieron un propósito y un valor.

Ahora, cada vez que alcanzo una meta, espero la reacción de mi madre, en parte porque nunca sé lo que hará.

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La primera vez que puso un pie en el campus de mi universidad, apareció con una cámara de video. Caminó por USC durante horas, filmando cada edificio, árbol y ardilla, narrando cada escena en detalle.

Años más tarde, cuando regresó para mi graduación, tenía un viejo trapo blanco en la mano, como los que usaba para limpiar casas. Un poco avergonzada, le pregunté: “Mamá, ¿para qué es eso?”

No lo dijo.

Cuando la ceremonia terminó y yo había cruzado el escenario, me acerqué para abrazarla e inmediatamente entendí.

El trapo estaba empapado con sus lágrimas.

Para leer esta nota en inglés haga clic aquí

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