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Pensamos que este año sería muy distinto a 2019, y el COVID se aseguró de ello

Cars line up for coronavirus testing at Dodger Stadium.
Automovilistas en fila para efectuarse pruebas de coronavirus en el Dodger Stadium, el 11 de noviembre pasado.
(Robert Gauthier / Los Angeles Times)
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Antes de que empezáramos a enfermarnos, teníamos tiempo: tiempo para encontrarnos, para hablar y reunirnos, para cantar, animar y gritar. Los minutos de la hora, los días de la semana, eran lujos que nadie podía robarnos.

2020 iba a ser totalmente distinto de 2019, con sus ataques a mezquitas en Nueva Zelanda y un incendio en Notre Dame, una investigación sobre las elecciones de 2016 y los inútiles llamamientos al orden. Pasamos la página del calendario y la promesa de un nuevo año estaba ante nosotros.

Teníamos tiempo para todo, y luego no tuvimos tiempo para nada; nada excepto el virus.

Patricia Dowd, de San José, tenía 57 años. Vigilaba su dieta, hacía ejercicio y no tomaba medicamentos, pero a principios de febrero fue la primera víctima mortal de COVID-19 conocida en la nación.

Con qué rapidez, entonces, el nuevo coronavirus se burló de nuestras suposiciones y desafió nuestras rutinas más simples. Una escapada al mercado, un viaje para dejar a los niños en la escuela, se convirtieron en un peligro desconocido. Nos dejó a algunos con dificultades para respirar, a otros tratando de ayudar y a la mayoría deseando mantener la distancia interpersonal.

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Atrás quedaron los incendios que azotaron Australia; un asesinato en Bagdad. El juicio político y la absolución del presidente de EE.UU pertenecían al pasado. La teatralidad tras el Estado de la Unión, la ansiedad por el Brexit; todo quedó relegado a otro tiempo y lugar.

Sin pasado, sin futuro, todo lo que había era el momento que teníamos por delante.

Ernest Wilson writes a message on a mural that features an image of a smiling Kobe Bryant and daughter Gianna.
Ernest Wilson, de Dallas, escribe un mensaje en un mural en el sur de Los Ángeles en honor a la leyenda de los Lakers, Kobe Bryant, y a su hija Gianna, que murieron en enero.
(Mel Melcon / Los Angeles Times)

Solo la pérdida, en enero, de Kobe, Gianna -de 13 años- y otras siete personas cuando se accidentó el helicóptero en el que se trasladaban, al chocar en una ladera con niebla en Calabasas, todavía nos toca el corazón. Era una premonición de dolor que nos esperaba.

Las ciudades se quedaron en silencio. Miramos por las ventanas y medimos las vidas en modestos incrementos. Las bodas se pospusieron, las vacaciones desaparecieron.

Los políticos estaban al lado de los médicos. Ellos aconsejaban. Mientras nos consolaban, el virus, levantado por la más mínima brisa, se burlaba de sus palabras.

Nos confundimos mucho. Mientras los vecinos de Culver City se ponían mascarillas, los manifestantes en Huntington Beach condenaban su uso. En marzo se emitieron órdenes de quedarse en casa; en agosto, decenas de miles de entusiastas de las motocicletas llenaron las calles de Sturgis, Dakota del Sur, para reunirse. “Creo que nada podría detenerme”, dijo un ciclista, quien luego se enfermó.

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Fue una exhibición de dos países. Para algunos, la precaución significaba miedo y represión; para otros, era una señal de respeto. Nos convertimos en expertos de sillón en temas de economía y salud pública, y discutimos como lo hemos hecho sobre todo lo demás.

Surgió una ‘clase no esencial’, mantenida por una clase esencial que tocaba los timbres con las entregas, llenaba los estantes con comida, transportaba nuestro correo y atendía a los enfermos y moribundos.

Buscamos palabras para describir este momento. Distópico, post-apocalíptico venían a la mente como si estuviéramos viviendo un desbocado sueño de Hollywood. Chacales vagaban por Tel Aviv, monos merodeaban por un pueblo en Tailandia y una floración de algas en alta mar iluminaba el azul neón de las olas a medianoche.

Pero el sufrimiento era demasiado terrible para escribirlo. Aparecieron camiones refrigerados para los muertos en el estacionamiento de un hospital en Queens, donde 13 pacientes fallecieron en 24 horas.

Muchos perdieron todo lo que tenían. A fines de abril, más de 30 millones habían presentado solicitudes de desempleo, 23 millones estaban en riesgo de desalojo y las cifras seguían aumentando. A mediados de diciembre, Estados Unidos había contabilizado alrededor de 16.1 millones de casos de coronavirus y más de 290.000 muertes.

Además de esta terrible contabilidad, el virus se aprovechó de nuestras debilidades. La falta de atención médica, la vivienda inapropiada, las condiciones de trabajo inadecuadas y los desiertos alimentarios instalaron el luto en las comunidades negras, latinas e indígenas. Por cada persona blanca que murió de COVID-19, las de color enterraron a tres o más.

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A funeral director, next to mourners, sprinkles rose petals over a casket.
En un servicio en Inglewood, el 15 de abril pasado, James Plummer, director de una funeraria, rocía pétalos de rosa sobre un ataúd mientras Nicholas Jackson (medio) llora a su padre, Charles Jackson Jr., quien murió por COVID-19.
(Jason Armond / Los Angeles Times)

La tragedia era clara: pudimos sondear el universo y presenciar el nacimiento de estrellas en una galaxia distante. Encontramos momentos de gracia: un narciso colocado sobre bolsas para cadáveres, un concierto en un pórtico de Pasadena, arias que se elevaron desde los balcones de Roma, las calles de San Diego, las colinas de Silver Lake… Pero poco pudimos hacer para alterar el curso de esta enfermedad.

No es de extrañar entonces que empezáramos a perder la paciencia. Cansados de los encierros, de las restricciones, le dimos un nombre a este cansancio: fatiga pandémica. Sabíamos que se nos estaba acabando el tiempo. Algunos de nosotros teníamos que actuar.

Cuando George Floyd fue asesinado en Minneapolis, el 25 de mayo, una coalición de interesados (activistas, manifestantes, familiares y amigos) tomó las calles. Ocho minutos y 46 segundos se convirtieron en un grito de guerra para el ajuste de cuentas por delante.

Protesters stand on top of a graffiti-covered, burned LAPD cruiser. Another burns in the background.
Manifestantes encima de una patrulla del LAPD quemada, mientras otra arde detrás, en 3rd Street y Fairfax Avenue, Los Ángeles.
(Wally Skalij / Los Angeles Times)
Two people help a protester, pouring milk over her eyes as she cries out.
Una manifestante trata de enjuagar sus ojos después de que la policía antidisturbios rociara gas pimienta, el 30 de mayo en Minneapolis, cinco días después de la muerte de George Floyd.
(Jason Armond / Los Angeles Times)

Cantaron los nombres de Floyd, Ahmaud Arbery y Breonna Taylor. Se enjuagaron los ojos, afectados por el gas lacrimógeno. Mitigaron el aguijón de las balas de goma. No se dispersaron.

Desde Washington, D.C. hasta Portland, Oregón, y de Minneapolis a Los Ángeles, muchos gritaron sus demandas: quitar financiamiento a la policía, prohibir los estrangulamientos, dar a conocer las imágenes de cámaras corporales, poner fin a las fianzas en efectivo, prohibir la detención y el registro.

Y en medio de estos gritos, vislumbramos fugazmente el largo arco del universo moral en homenajes y despedidas al representante John Lewis y a la jueza adjunta de la Corte Suprema Ruth Bader Ginsburg.

También contamos algunas ganancias: NASCAR prohibió la bandera confederada; Mississippi rediseñó la suya. Quaker Oats retiró [la marca] Aunt Jemima, lo cual permitió que su antecesora de la vida real, Nancy Green, saliera de las sombras de un pasado racista. El fiscal general de Mississippi se negó a procesar a Curtis Flowers por séptima vez, y Merriam-Webster actualizó una entrada:

‘Racismo (sustantivo), no es solo una creencia en la supremacía de una raza sobre otra. Es también opresión, un ejercicio injusto o cruel de autoridad o poder basado en la raza, que resulta en inequidad social, económica y política’.

Pero no todo se pudo reescribir. Cuando la primavera se convirtió en verano, éste provocó calor, incendios, smog y una interminable sucesión de huracanes y tifones que azotaron nuestras cansadas costas.

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Siglos de negligencia, años de indiferencia nos habían alcanzado. Antes incapaces de imaginar este futuro caliente, nos preocupaba haber desperdiciado el tiempo que teníamos y ahora lo único que podíamos hacer era encender el aire acondicionado o ir hacia un terreno más alto.

Buscamos divertirnos, porque lo hacemos muy bien. Plantas para el hogar, TikTok, Jerusalema, el baile waacking, los Lakers y los Dodgers ayudaron. Pero la pandemia era implacable.

“¡Me siento muy bien!” declaró el presidente desde la Casa Blanca, luego de enfermarse y ser tratado por COVID-19. ¡Si tan solo nosotros sintiéramos lo mismo!

Once días antes habíamos sintonizado “un lío candente, un incendio en un contenedor de basura, un tren descarrilado” o, en palabras más simples, “una desgracia”, como un presentador de televisión describió el primer debate entre Trump y Joe Biden.

Sin embargo, pronto llegó noviembre y, a medida que se acercaba el invierno más oscuro, casi 160 millones se abrieron camino a través de la oscuridad. Enviaron sus boletas por correo, se pusieron en fila, confirmaron su fe en la promesa de una unión más perfecta.

A crowd of voters stand outside in a line, some in sunglasses, on March 3, 2020.
Los votantes se alinean en Marine Avenue Park, en Manhattan Beach, para emitir sus votos primarios, el 3 de marzo de 2020.
(Christina House / Los Angeles Times)

Cuando terminó el conteo, la elección más importante de nuestra historia fue declarada la más segura. Trump obtuvo 74 millones de votos, pero Joe Biden y Kamala Harris, con 81 millones de sufragios, marcarán un nuevo rumbo para Estados Unidos, y tal vez tendrán tiempo y —con una vacuna de por medio— esperanza.

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Después de cuatro años de burla y marginación, la ciencia fue reivindicada. Los laboratorios encontraron respuestas en menos de 11 meses a preguntas que a menudo requieren años de estudio, y estamos preparados para beneficiarnos de esa investigación y compromiso.

El tiempo, todos sabemos, es una medida del movimiento de nuestro planeta en el espacio, pero en 2020 se convirtió en mucho más.

En días, semanas y meses, midió cuánto ha transcurrido desde la última vez que la mayoría de nosotros abrazamos a nuestra familia, reímos con amigos, cantamos en coros o vitoreamos a nuestros equipos favoritos. Y un día, también, marcará nuestros reencuentros.

El tiempo es la promesa de un final y un comienzo y, al concluir este año, nos deja una vez más con la esperanza de lo que nos espera.

Nine people sit at a round table set up on the sand. In the background, the sun sets behind a lifeguard tower.
Los miembros de la familia Hobbs-Brown celebran la cena de Acción de Gracias en la arena, en Bolsa Chica State Beach.
(Luis Sinco / Los Angeles Times)

Para leer esta nota en inglés haga clic aquí

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