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Solo hay una forma de unirse a este exclusivo club COVID-19

COVID 101
Marjorie Leach, de 101 años, duerme con su peluche Poofey Woo dentro del Centro Médico Providence Holy Cross en Mission Hills. Se había roto la cadera y estaba en un hogar de ancianos para recibir fisioterapia, por lo que estuvo expuesta al nuevo coronavirus.
(Francine Orr / Los Angeles Times)
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Escribieron sus promesas en grandes letras mayúsculas en una pizarra portátil y la acercaron a la ventana del asilo de ancianos:

VOLVEREMOS MAÑANA.

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VENDRÁS A CASA.

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Las hijas de Marjorie Leach, Kathleen Hill, izquierda, y Laura Leach-Palm visitan a su madre, que estaba en cuarentena después de que le diagnosticaran COVID-19.
(Francine Orr / Los Angeles Times)

La pequeña mujer al otro lado del vidrio estaba ocupada comiendo pudín de la bandeja que tenía frente a ella, pero asintió con la cabeza ante los mensajes y las sonrientes mujeres que los sostenían. Se veía empequeñecida por la cama del hospital y nadaba en una pijama blanca estampada con terriers escoceses negros, grises y rojos.

Nadie lo sabría con solo mirarla, pero Marjorie Leach pertenece a uno de los clubes más exclusivos, mujeres y hombres cuya mera existencia merece titulares en todo el mundo. Las cuotas son altas y los requisitos de membresía estrictos: debe tener al menos 100 años y haber sobrevivido a COVID-19.

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Leach pertenece ahí y definitivamente ha pagado el precio. A pesar de que en gran parte no tenía síntomas del virus, la contadora jubilada de 101 años fue trasladada de un lado a otro entre hospitales y residencias de ancianos durante tres meses.

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La Dra. Marwa Kilani, directora médica de cuidados paliativos del Providence Holy Cross Medical Center, acaricia el cabello de Marjorie Leach. La paciente estaba en la sala COVID del hospital y no había visto a sus familiares en persona durante tres meses.
(Francine Orr / Los Angeles Times)

Pero en este brillante jueves de mediados de diciembre, sus hijas se estaban preparando para llevarla a casa.

A tiempo para Navidad. Y un año nuevo con un nuevo presidente: ella votó en ausencia por Joe Biden. Y otro cumpleaños más, el 5 de enero, cumplirá 102 años. Para celebrar, quiere helado de vainilla y fresas en rodajas.

La frágil experiencia de cualquier centenario subraya dos verdades brutales sobre el COVID-19, que ha matado en mayor proporción a personas de 85 años o más que a cualquier otro segmento de la población y ha devastado hogares de ancianos en todo el país.

A medida que la pandemia se prolonga, los hospitales ven a más pacientes como Leach, que fueron admitidos por otras dolencias pero terminaron en las salas de COVID porque estaban infectados.

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Marjorie Leach, de 101 años, habla con sus hijas a través de un iPad. COVID-19 “la alejó de sus seres queridos”, dijo la Dra. Marwa Kilani, directora médica de cuidados paliativos en Providence Holy Cross Medical Center.
(Francine Orr / Los Angeles Times)

Y aunque la anciana no dio positivo hasta el 1 de diciembre y ha evitado en gran medida los peores efectos directos del COVID-19 -los pulmones con cicatrices, la dificultad para respirar, la tos, los coágulos de sangre, la pérdida del gusto y el olfato- los impactos indirectos han cobrado un precio terrible.

Especialmente el aislamiento.

El COVID-19 “la alejó de sus seres queridos”, dijo la Dra. Marwa Kilani, directora médica de cuidados paliativos en Providence Holy Cross Medical Center. Kilani cuidó a Leach durante dos estadías en el hospital de Mission Hills: una por una fractura de cadera y la otra por una infección renal.

“Fue un doblete para ella”, manifestó Kilani. Si la pandemia no hubiera sucedido, “podría haberse roto la cadera, recuperarse, ir a rehabilitación por un tiempo y regresar al momento en que se despertaba, tomaba el control remoto [de la televisión] y comenzaba el día”.

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Marjorie Leach, una sobreviviente de COVID de 101 años, almuerza en un asilo de ancianos de Sylmar, donde había estado en cuarentena. Cuando sus hijas Kathleen Hill, en la foto, y Laura Leach-Palm la visitaron, tuvieron que permanecer fuera de las instalaciones.
(Francine Orr / Los Angeles Times)

Kilani pensó en la soledad, un subproducto del COVID-19. Se preguntó si podría acortar la vida de Leach. Luchó por encontrar las palabras. Entonces su respuesta llegó rápidamente.

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“Yo apostaría por ello”.

Leach se mudó con su hija, Kathleen Hill, en 2004. Viven con la hija de Hill, Marguerite, en una casa estilo rancho de color crema en una calle arbolada de Granada Hills.

Leach se levantaba por la mañana, se vestía, se cepillaba los dientes y el pelo. Luego agarraba su andador, se dirigía a la sala de estar, buscaba el control remoto y encendía CNN. Hasta que su vista empeoró y comenzó a tener demencia leve, tejía y pintaba escenas del viejo oeste: vaqueros e indios americanos al óleo.

Leach, su difunto esposo y un par de amigos eran dueños de una “tienda de discos, televisiones y alta fidelidad” en Indio, donde ella llevaba la contabilidad, relató Hill. También reparaban dispositivos electrónicos, porque “en el pasado, no tiraban las cosas”. Tiene tres hijos, le encanta la televisión y los crucigramas.

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Kathleen Hill, a la derecha, se prepara para llevar a su madre de 101 años, Marjorie Leach, a casa desde un centro de enfermería especializada en Sylmar.
(Francine Orr / Los Angeles Times)

“Ha tenido problemas de memoria a corto plazo durante al menos 10 años”, dijo Hill. “Es como si alguien la hubiera seguido con un borrador y todo se hubiera ido... Pero podías hablar con ella, tener una conversación inteligente. No tuvo pérdida de su intelecto”.

“Si estuviéramos viendo ‘Jeopardy!’ o ‘Wheel of Fortune’”, agregó Hill, “de seguro ella adivinaría las respuestas a los acertijos, muchas veces antes que nadie. Siempre estaba atenta”.

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A finales de agosto, Leach, estaba usando su andador y alcanzando el control remoto cuando perdió el equilibrio y cayó sobre su cadera izquierda. Hill llamó al 911 y una ambulancia la llevó a Holy Cross.

La cirugía reparó el daño. Leach comenzó a curarse. Fue trasladada a un centro de rehabilitación. Ahí es donde las cosas empezaron a desmoronarse.

Ella contrajo una infección renal. Su compañera de cuarto dio positivo por el coronavirus. Leach dio negativo pero fue trasladada a una sala de aislamiento. La infección empeoró y tuvo que regresar a Holy Cross.

El 1 de diciembre, recibió la mala noticia: ella también dio positivo por el coronavirus.

Tres días después, estaba lo suficientemente bien como para ser dada de alta del hospital. Pero debido a que tenía COVID-19 y estaba bajo estrictas órdenes de cuarentena, su centro de rehabilitación no la aceptaba.

No pudo ponerse en cuarentena en casa, porque Hill y su hija se encuentran entre las que corren mayor riesgo de contraer el coronavirus. La mujer de 73 años tiene problemas cardíacos y diabetes. Marguerite, de 42 años, padece cáncer de tiroides y está inmunodeprimida.

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Débil pero decidida, Marjorie Leach, de 101 años, se sube al auto de su hija.
(Francine Orr / Los Angeles Times)
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Ingresó al hogar de ancianos No. 2, Mountain View Convalescent Hospital en Sylmar, donde Leach permaneció hasta que salió de la cuarentena.

Los hospitales y hogares de ancianos tenían reglas estrictas de no visitas para ayudar a detener la propagación de la enfermedad. En total, la anciana estuvo en gran parte separada de su familia durante más de tres meses.

Su único compañero familiar era un perro de peluche llamado Poofey Woo. Llevada de una institución a otra, se aferró a la criatura desaliñada para salvar su vida.

Hill a veces interceptaba a su madre cuando el hogar de ancianos la llevaba al consultorio del médico para una cita. Pero calcula que vio a Leach en persona solo cuatro breves ocasiones en tres meses.

“En una de esas visitas, le traje su boleta electoral”, relató Hill. “Le dije: ‘Mamá, ¿quieres votar?’ Ella respondió: ‘No’. Yo dije: ‘Mamá, ¿quieres hacer cambios en el gobierno?’. Ella respondió: ‘Sí’”.

Hill leyó los nombres: Donald J. Trump y Joe Biden. Leach, una demócrata que se describe a sí misma como un perro amarillo, señaló al candidato de su elección. En las siguientes ocasiones que Hill visitó a su madre, a través de la ventana del asilo de ancianos, le informaba los resultados de las elecciones.

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Marjorie Leach, 101, se va a casa. Su hija Kathleen Hill está al volante. Leach había estado separada de su familia durante tres meses debido a la pandemia.
(Francine Orr / Los Angeles Times)

“Fueron buenas noticias un par de veces seguidas”, dijo Hill.

Debido a su demencia, Leach no recordaba las conversaciones. Así que Hill le volvía a decir que Biden había ganado, y cada vez Leach le levantaba el pulgar.

Hubo otra noticia repetida que tuvo el mismo efecto.

“Yo decía: ‘Mamá, ¿adivina qué? ¡Los Dodgers ganaron la Serie Mundial!’ y su rostro se iluminaba. Hacía una pequeña mueca de ‘¡Oh!’. Obviamente estaba emocionada. La hacía sentirse muy feliz”.

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Marjorie Leach sostiene su peluche Poofey Woo y su manta favorita.
(Francine Orr / Los Angeles Times)

Pero esos buenos tiempos fueron la excepción. Durante la prolongada separación, la mujer mayor comenzó a debilitarse. Perdió fuerza y movilidad. Se enojaba cuando las enfermeras intentaban despertarla.

Hill justifica los insultos por la combinación de la enfermedad y el aislamiento.

“Si no hubiera COVID y se llegara a romper la cadera, podríamos ir y sentarnos con ella todo el día”, dijo Hill. “Iríamos por turnos. Yo entraría por un tiempo y mi hermana por otro. Ese apoyo emocional marca una gran diferencia. El COVID simplemente elimina eso”.

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Pero 11 días antes de Navidad, el largo exilio de Leach llegó a su fin.

Justo después de las 12:30 p.m. del 14 de diciembre, Hill y su hermana, Laura Leach-Palm, se dirigieron al asilo de ancianos a la sombra de las montañas de San Gabriel.

Antes de salir de casa, habían convertido el asiento trasero del SUV Honda negro en un cómodo nido. Pusieron una almohada envuelta en franela blanca estampada con perros vestidos con ropa de fiesta: bufandas, suéteres navideños. La manta favorita de Leach, de vellón azul cielo y blanco con un patrón de copos de nieve, estaba cuidadosamente doblada en el asiento.

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La nieta de Marjorie Leach, Marguerite Hill, a la izquierda, la empuja por una rampa mientras la hija de Marjorie, Laura Leach-Palm, a la derecha, la ayuda.
(Francine Orr / Los Angeles Times)

Una enfermera sacó a Leach en una silla de ruedas. Vestía una pijama roja brillante y calcetines de lana violeta. Su cabello era ralo y blanco. Llevaba a Poofey Woo en su regazo.

Hill: “¿Adivina cuántos días faltan para que vuelvas a casa?”

Leach, haciendo una pausa para pensar dijo: “¿Dos?”

Hill: “¡Cero! ¡Te vas a casa!”

Leach: “¿Ahora mismo? Oh chica. Bueno, bueno”

Debido a que Leach ha estado inactiva durante tanto tiempo, no puede pararse, caminar o incluso sentarse sin ayuda. Pasarla de la silla de ruedas al auto fue una dura prueba, y el cómodo asiento trasero representaba muchos problemas. El viaje a casa fue lento y cuidadoso, pasarla ahora del automóvil a la silla de ruedas era otra operación delicada.

Hill observó a Marguerite subir a Leach por una rampa y entrar a la casa.

“Le dije a la enfermera antes de salir del asilo de ancianos: ‘No todos los que vienen aquí pueden irse a casa’”, relató. Estaba pensativa pero feliz.

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“Somos afortunadas”, dijo. “Tenemos a nuestra mamá con nosotras. Es un gran regalo de Navidad”.

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