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Columna: Las seis etapas de la emoción pandémica

We may be staying safely at home, but that doesn't mean we are happy.
Puede que el quedarnos en casa nos mantenga seguros, pero eso no significa que estemos felices.
(Felipe Dana / Associated Press)
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Ha pasado un año desde que California registró su primer caso de COVID-19 y 10 meses desde que reconocimos la magnitud de la amenaza.

Respondimos acumulando papel higiénico, como si fuera un talismán que nos protegería de un enemigo que todavía no entendíamos.

Entrevisté a compradores de Costco que almacenaban productos de supervivencia durante esa carrera de pánico en las tiendas de comestibles. Sus carritos, cargados de pasta, papel higiénico y agua embotellada, llenaban los pasillos, atascaban los carriles de las cajas y llenaba de basura los estacionamientos.

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Me dijeron que les preocupaba que estuviéramos encerrados durante meses. Quería reírme de lo ridículo que parecía.

Esto es Estados Unidos, después de todo. Somos lo suficientemente inteligentes y fuertes para adelantarnos a este virus, pensé. Lo mantendríamos a raya hasta que se disolviera.

Eso fue hace 428.000 muertes. Es doloroso reconocer ahora lo ingenua que era entonces.

Incluso un número de decesos de esas proporciones no logra transmitir el alcance de nuestra lucha, la amplitud de nuestra pérdida y el costo continuo en nuestra salud emocional.

Estar aislado de familiares y amigos, fracasar en el aprendizaje en línea, estar desempleado y a punto de perder el hogar, llorar a un ser querido al que no se pudo abrazar por última vez. Hay tantas formas de lastimar durante esta pandemia; nadie está exento.

Sin embargo, seguimos luchando, aferrándonos a cada rayo ilusorio de esperanza de que nuestra pesadilla está llegando a su fin.

Hemos estado manteniendo nuestra distancia y cubriendo nuestras sonrisas durante tanto tiempo que me sorprende cuando aparecen viejas fotos en mi teléfono, sin cubrebocas, en la fiesta de cumpleaños de un vecino, envuelta en un abrazo grupal. Ahora, incluso en mis sueños me preocupo cuando la gente no usa mascarilla.

A medida que la pandemia se prolonga, parece que estamos atravesando un proceso similar a las cinco etapas de duelo de la psiquiatra Elisabeth Kübler-Ross.

Su modelo de recuperación terapéutica para las personas que sufren una pérdida empieza con la negación, y ahí es donde comencé la primavera pasada: esto no sería diferente del susto del Ébola en 2014, pensé.

Luego, las tiendas cerraron, el trabajo se detuvo, las escuelas se clausuraron y la ansiedad se apoderó de ellos. Había tanto sobre el COVID-19 que no sabíamos entonces, tenía miedo de salir de casa. Imaginé que el virus podría matarte si tocabas algo que no hubiera sido esterilizado. Y, por supuesto, el desinfectante se agotó en todas partes.

El gobernador Gavin Newsom aumentó la preocupación en marzo, cuando sugirió que 25 millones de californianos podrían estar contagiados en julio. (La realidad fue considerablemente menos desastrosa: se han confirmado menos de 3.3 millones de casos desde que hizo esa afirmación).

En abril, había disposiciones de uso de mascarillas, reglas de distanciamiento social y pruebas médicas que podían indicar si era necesario ponerse en cuarentena porque el virus te había infectado. El conocimiento se sentía como poder y las medidas de salud fueron las herramientas que nos liberaron un poco de la sujeción del COVID-19. Las restricciones se aflojaron, la ansiedad disminuyó, hicimos las paces con un captor contra el que habíamos comenzado a armarnos. La tercera etapa —aceptación— inicia.

Pero las cosas cambiaron rápidamente, ya que el otoño marcó el comienzo de una temporada navideña que nos sacudiría, rompería nuestros corazones y fracturaría nuestra resolución. Se produciría un aumento sin precedentes de infecciones y muertes por COVID-19.

Para algunos, esa cuarta etapa podría llamarse rebelión. Te quitas los grilletes: viajas, sales a comer y te reúnes con amigos. Evades las reglas para abrazar a tu abuela en una cocina llena de familiares que no se han visto en meses.

Pero para otros, fue el camino hacia la desesperación. Esa es la etapa que me envolvió, mientras atravesaba la temporada, separada de las personas que amo. Mis hijas y yo habíamos acordado no viajar durante las vacaciones, el riesgo de la enfermedad dictaba el sacrificio. Así que pasé mi cumpleaños, el Día de Acción de Gracias y Navidad sola en casa.

Charlamos en FaceTime y pude ver a mis nietos, pero eso no alivió el dolor. La pérdida de los rituales festivos que han anclado a nuestra familia durante décadas solo me hizo sentir más sola. Empezó a parecer que el terrorista que nos acechaba había ganado.

Fue entonces cuando mi quinta etapa, la ira, comenzó a hacer efecto. A veces desearía tener algo que golpear. Y sé que no estoy sola.

Nuestra larga batalla contra la pandemia ha generado tal ira que se han acuñado nuevas formas para describir la mezcla de frustración, miedo y resentimiento que sentimos. Esa rabia latente se está manifestando de formas poco saludables, incluido un aumento sorprendente en los homicidios, una oleada de informes de violencia doméstica y un flujo interminable de videos virales de peleas públicas.

Hay tanto de qué estar enojado: la pérdida de vidas, la fractura de familias, las cargas desiguales que soportamos. La disfunción de una dependencia estatal de desempleo, que fue estafada con miles de millones de dólares y dejó a millones de californianos al borde de la ruina. Los que se meten a la fila, los asistentes a fiestas y la gente demasiado egocéntrica como para molestarse en ocultarse. El hombre despistado y malévolo que ocupó la Casa Blanca y desperdició tantas oportunidades de liderar durante el primer año crucial de la pandemia. Los políticos estatales y locales que favorecen las conferencias de prensa sobre la preparación. La torpeza que ha puesto las vacunas fuera del alcance de demasiadas personas vulnerables.

Hay tan poco para aliviar la angustia que sentimos. Sin sonrisas de un extraño, sin charlas de café con amigos, sin visitas de vecinos, sin abrazos de nietos. Y cada vez que sentimos que estamos progresando, el virus muta y envía tropas frescas.

Sin embargo, hay rayos de luz por delante. Estamos doblando una esquina, con un nuevo presidente y una gran cantidad de nuevas vacunas en el horizonte.

La nueva administración se toma en serio esta pandemia. Después de nueve largos meses de negligencia presidencial, queda mucho terreno por recuperar. Pero el equipo del presidente Biden está trabajando febrilmente para entregar los recursos que necesitamos.

Los avances médicos que generan nuevas vacunas están poniendo nuestro objetivo de controlar el virus en un rango sorprendente este año.

Y nuestro estado, condado y ciudad están actuando con más urgencia, aprendiendo quizá de los errores que han cometido. Cuando nuestro aparato de programación de vacunas falló la semana pasada, los expertos se reunieron y se establecieron alianzas. Los nuevos lugares de vacunación y los sitios web más inteligentes aparecieron en días, en lugar de semanas.

Aún queda mucho por hacer para gestionar esta pandemia de forma equitativa. No hay suficiente alcance en los vecindarios negros y latinos, donde las tasas de infección son altas y la entrega del antígeno se retrasa. Demasiadas personas mayores no pueden acceder a las dosis porque la tecnología de registro los desconcierta. Y se está haciendo muy poco para ayudar a los trabajadores esenciales, quienes comúnmente viven en condiciones densas y sobrepobladas donde la enfermedad puede propagarse fácilmente.

Aún así, esta es una labor diferente a todo lo que hemos enfrentado. No existe un mapa o algoritmo para guiar nuestros pasos; es un acto de equilibrio perpetuo, sin forma de mitigar el dolor inevitable. Todos estamos tratando de salir adelante, un día a la vez.

Por ahora, sin embargo, también estoy decidida a disfrutar de cada rayo de sol que pueda encontrar.

Tuve la suerte de tener la oportunidad de vacunarme con mi grupo de edad esta semana, cuando un amigo me envió el enlace digital de registro y otro me acompañó a través del proceso de encontrar un lugar abierto. Ese no fue el final de sus buenas acciones; ayudaron a las señoras de la limpieza, a los jardineros, a los vecinos ancianos y a los amigos de sus padres confinados en casa a programar citas para vacunas también.

Es posible que no podamos abrazarnos, pero nuestros vínculos pueden fortalecerse con todo lo que estamos pasando.

Pensé en eso el jueves por la mañana, mientras estaba en el frío con cientos de personas mayores en un parque, en el noreste del Valle de San Fernando, hogar de algunas de las tasas de infección por COVID-19 más altas de la ciudad. La fila había comenzado a formarse horas antes de las primeras citas de vacunación de las 8 a.m. y la espera para algunos podría ser de horas.

Pero el proceso fue eficiente, las personas mayores fueron pacientes y los ayudantes considerados y amables. Y cuando tomamos nuestros asientos, socialmente distanciados en mesas de picnic y en sillas plegables, para esperar la posibilidad de complicaciones, extraños entablaron conversaciones, y las risas estallaron a mi alrededor.

Sé que aún no estamos libres, pero parece que finalmente hemos llegado a un punto en el que no estamos cediendo terreno en esta pelea.

Me sentí inexplicablemente feliz cuando me fui, reconfortada por el nuevo dolor en mi brazo. Me dirijo a la sexta etapa de emoción pandémica y la denominaré “esperanza”.

Para leer esta nota en inglés haga clic aquí

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