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La oleada de coronavirus va desapareciendo, pero la angustia permanece entre el personal sanitario

Dr. Christine Choi treats a patient at Harbor-UCLA Medical Center in Torrance.
La Dra. Christine Choi, residente de segundo año en el Centro Médico Harbor-UCLA, atiende a un paciente con COVID-19 en la zona de aislamiento especialmente construida en el hospital.
(Al Seib / Los Angeles Times)
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La doctora Christine Choi balancea el iPad en sus manos y escanea las llamadas en la pantalla. Es una reunión familiar, al estilo de la pandemia: Las personas en primer plano han hecho una videollamada a otras, que han hecho otra videollamada a algunas más. Un collage de rostros es lo que ve en la pantalla.

Les pregunta si están preparados. Sí, dicen angustiados.

Choi toca la esquina de la tableta. La cámara cambia de su cara a la de un hombre sin vida en una cama de hospital. Su ser querido arrebatado por el COVID-19.

El silencio en la habitación del hospital es atravesado por los lamentos.

Choi es residente de segundo año en el Centro Médico Harbor-UCLA, uno de los cuatro hospitales públicos del condado de Los Ángeles. Pero incluso para ella, el dolor de lo que ve cada día -lo que los trabajadores sanitarios de todo el país han presenciado durante el último año- puede llegar a ser demasiado.

En primavera, cuando apenas se sabía cómo se propagaba el coronavirus y los trabajadores sanitarios temían caer enfermos, Choi se ofreció como voluntaria para entrar en las habitaciones de los pacientes de COVID-19. Le gusta trabajar en la unidad de cuidados intensivos, donde se encuentran los pacientes más enfermos. Mantiene una actitud asombrosamente positiva a pesar de las frecuentes escenas de los pacientes desplomándose y del constante pitido de las máquinas que apenas los mantienen con vida.

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Dr. Christine Choi at Harbor-UCLA Medical Center in Torrance
“El sonido de los familiares llorando”, dice Choi, “es algo que probablemente nunca olvidaré”.
(Al Seib / Los Angeles Times)

Pero es la primera vez que pasa por este extraño ritual nacido de la pandemia: la muerte por FaceTime.

Dado que la mayoría de las familias no pueden visitar el hospital, los médicos ofrecen la oportunidad de que al menos la familia pueda dar un último vistazo a través de una videollamada. Enfocan la tableta o el teléfono mientras las familias se despiden de su tío, hermana, padre o esposa. A veces sostienen el dispositivo durante tanto tiempo que les empiezan a doler los brazos.

Mientras Choi apunta con el iPad a su paciente, su propio rostro queda oculto tras la cámara. Permanece en silencio, casi anónima gracias a su mascarilla, su bata y su careta. Es una extra en esta escena, pero sus ojos también están nublados por las lágrimas.

Registered nurse Phu Le delivers supplies to the room of COVID-19 patients
El enfermero registrado Phu Le entrega suministros a una enfermera que trabaja dentro de la habitación de los pacientes de COVID-19 en el Centro Médico Harbor-UCLA.
(Al Seib / Los Angeles Times)

El horror de la pandemia se ha desarrollado en gran medida fuera de la vista del público y dentro de los hospitales, acumulando una parte desproporcionada del trauma en las personas encargadas de cuidar la salud de otros. En California, donde el aumento masivo de COVID-19 ha comenzado a estabilizarse, han muerto más de 24.000 individuos desde el 1 de noviembre, la mayoría de las cuales sucumbieron en el hospital, con sólo médicos y enfermeras al lado de sus camas.

“Uno solo puede ser héroe durante un tiempo”.

Según los expertos, estar cerca de tanto dolor puede afectar gravemente a la salud mental del personal médico. A muchos les preocupa que los médicos y las enfermeras se agoten o se jubilen antes de tiempo y que la experiencia, sin precedentes por su duración y alcance, provoque altos índices de ansiedad, depresión y trastorno de estrés postraumático que perduren más allá de la pandemia.

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“Al menos con una catástrofe natural, sucede, la gente se dispersa por todas partes, las propiedades se dañan o se inundan, pero luego empezamos a reconstruir. Todavía no hemos llegado a ese punto y no sabemos cuándo ocurrirá”, dijo el profesor de política social de la USC Lawrence Palinkas, que estudia los efectos psicológicos de las catástrofes. “Este acontecimiento tiene casi un año de duración y no se ve el final”.

Los trabajadores de la salud se han convertido en conductos de la angustia de las familias y los pacientes. Atienden cientos de llamadas diarias de familiares angustiados. Las enfermeras sostienen las manos de los pacientes cuando son intubados. El personal controla sus teléfonos móviles y responde a los mensajes de texto. Rezan por su recuperación.

Dr. Christine Choi dons PPE
Choi se prepara poniéndose la primera de varias capas de equipo de protección personal antes de atender a los pacientes de COVID-19.
(Al Seib / Los Angeles Times)

Fred Rogers aconseja que “busquemos a los ayudantes” como fuente de consuelo en los momentos de miedo. Pero los ayudantes también necesitan ayuda.

“El sonido de los familiares llorando”, dijo Choi, “probablemente nunca lo olvidaré”.

En el último año, esta mujer de 32 años ha trabajado muchas tardes en la UCI. Debido a la escasa dotación de personal durante la noche, el médico practicante suele ser el responsable de determinar los cuidados que debe recibir el paciente.

Las opciones son sombrías. Muchos de los pacientes de COVID-19 que tienen dificultades para respirar necesitan un respirador o morirán. Pero un respirador no garantiza la supervivencia y, aunque se les retire de la máquina, pueden sufrir problemas de memoria, pérdida de funciones cerebrales o un derrame cerebral y ser incapaces de mover los brazos o las piernas, expuso Choi.

“Estoy ofreciendo a este chico dos opciones terribles, y así es como me siento en el trabajo: No puedo arreglar esto y es una mierda, y pienso que las opciones que le estoy dando son terribles”, manifestó. “El paciente dirá: ‘Ayúdame’. Y yo no tengo una solución”.

Nurses working in negative-pressure rooms
El enfermero registrado Phu Le, a la izquierda, y el enfermero anestesista Ralph Quiñonez trabajan en las salas de presión negativa de los pacientes de COVID-19.
(Al Seib / Los Angeles Times)

Desde el 3 de noviembre, aproximadamente el 23% de las personas con COVID-19 ingresadas en los hospitales del condado de Los Ángeles no han sobrevivido. La tasa de mortalidad ha sido inusualmente alta desde que comenzó la oleada invernal porque los hospitales solo podían acoger a los pacientes más enfermos al quedarse sin espacio ni personal.

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Sesiones de terapia

Hoda Abou-Ziab, la principal psicóloga clínica del hospital dijo que le preocupa que la avalancha de pacientes haya privado al personal sanitario del tiempo necesario para procesar su dolor. Abou-Ziab ofrece sesiones de terapia al personal médico del hospital.

Las enfermeras y los médicos ya son propensos a sufrir altas tasas de depresión y suicidio, señaló. La pandemia ha introducido nuevos temores de contraer el virus y llevarlo a casa con sus familias, la exposición repetida a la muerte, así como un número sin precedentes de pacientes muy enfermos que puede hacer que los trabajadores sanitarios se sientan impotentes.

“Ser capaz de sentarse con ese malestar, sabiendo que no puedes arreglarlo, o que no puedes cambiarlo, es realmente duro, porque los trabajadores sanitarios son personas que buscan solucionar problemas”, dijo Abou-Ziab.

Hace poco, Choi trató a un padre y un hijo ingresados en el hospital con COVID-19. Colocados en la misma habitación, pidieron que se mantuvieran abiertas las cortinas de privacidad para poder ver el monitor de oxígeno del otro.

El padre murió en el hospital. Choi fue quien habló con su mujer. Unos días después, su hijo fue conectado a un respirador. Aunque sigue vivo, los médicos no han podido desconectarlo de la máquina.

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Dr. Christine Choi treating a patient
Choi ha trabajado muchas noches en la UCI debido a la escasez de personal en el turno nocturno, y la estudiante de 32 años a menudo acaba tomando las decisiones finales sobre el cuidado de los pacientes.
(Al Seib / Los Angeles Times)

“Eran una familia y estaban juntos”, dijo Choi. “Puedo imaginar lo que sintió esa madre”.

Aunque la oleada de COVID-19 en el condado de Los Ángeles está disminuyendo, todavía hay aproximadamente 500 pacientes con la enfermedad que ingresan en los hospitales cada día.

El Harbor-UCLA ha pedido apoyo adicional al Departamento de Defensa para ayudar a clasificar el enorme número de pacientes y ha aparcado dos camiones frigoríficos detrás del hospital para almacenar los cadáveres cuando la morgue se llena.

El personal sanitario suele recurrir a los demás en busca de apoyo emocional, encontrando consuelo al compartir sus experiencias, pero muchos ya no tienen el ancho de banda emocional para cuidar de amigos y colegas en medio de una crisis tan prolongada. Choi dice que se relaja en casa viendo comedias - “Schitt’s Creek” es una de sus favoritas- y hablando con su pareja, que igualmente trabaja en el campo de la salud. Pero el dolor también suele abrumarla.

La semana pasada, una mujer mayor con COVID-19 murió en el hospital. Después, su marido, también ingresado con el virus, empezó a tener problemas para respirar. Choi y sus colegas sospechan que se está acercando al final de su vida.

La joven doctora sostenía un teléfono móvil mientras cada uno de los hijos del hombre aparecía en la pantalla para decirle que le querían, recuerda Choi. “Y yo no hacía más que sollozar”.

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Registered nurse Anna Hansel gives a thumbs-up sign to a colleague.
La enfermera Anna Hansel hace una señal con el pulgar hacia arriba a la enfermera Smitha Rani, que está dentro de la sala COVID en el Centro Médico Harbor-UCLA.
(Al Seib / Los Angeles Times)

Para algunos trabajadores sanitarios, el dolor del último año se ha transformado en agotamiento y rabia. Una enfermera de la UCI describió la mirada perdida de sus compañeros de trabajo y los abrazos a través del equipo de protección personal. Una de sus amigas en el trabajo murió a causa del virus en primavera, una pérdida que todavía le duele.

La enfermera, que trabaja en un hospital público del condado de Los Ángeles, pero no tenía permiso de su empleador para hablar, dijo que ella, como muchos trabajadores sanitarios, no está acostumbrada a pedir ayuda. Pero la pandemia la ha obligado a reconocer que ella también necesita apoyo.

“Hay momentos en los que he deseado estar muerta para no tener que atender a la gente. Sé que eso suena muy mal”, expresó la enfermera. “Muchos de mis compañeros de trabajo también están deprimidos”.

Se siente descorazonada por lo que considera un abismo entre la devastación dentro del hospital y la indiferencia con la que el público trata el virus.

Durante el verano, un hombre de mediana edad ingresó en el hospital sin poder respirar a causa del COVID-19, pero insistió en marcharse y dijo que no estaba enfermo. Las enfermeras buscaron apoyo en el departamento de salud local para obligarle a quedarse, pero se dieron cuenta de que no podían hacerlo.

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La enfermera tuvo que sacarlo del hospital y devolverlo a su familia. Meses después, su voz se eleva con furia al recordar que le había dado dosis de Remdesevir, un medicamento para tratar el COVID-19 del que había un suministro limitado.

“Después de eso me puse a llorar, porque no podía creer que estuviera ayudando a alguien y que él creyera de verdad que no tenía COVID cuando los resultados de sus pruebas mostraban que sí lo tenía”, revela. “Me di cuenta de que nunca saldremos de esto porque hay muchos incrédulos”.

Two nurses at desks in Harbor-UCLA Medical Center.
Le, a la izquierda, y Quiñonez trabajan en una zona especialmente segura en la que los enfermeros pueden trazar gráficos sin tener que llevar el EPI completo.
(Al Seib / Los Angeles Times)

Scott Byington, un enfermero de cuidados intensivos en el Centro Médico St. Francis en Lynwood, dijo que su hospital también ha tenido pacientes cuyos familiares querían que fueran dados de alta porque no pensaban que tener COVID-19 era grave. Al menos una de esas pacientes murió a causa de la enfermedad antes de que el familiar pudiera llevársela a casa.

Su último momento de cordura

“Muchos profesionales sanitarios se están poniendo muy nerviosos, empiezan a perder la simpatía y la empatía por la gente que no cree en lo que está ocurriendo”, dijo. “Estamos en un momento en el que todo el mundo se aferra a su último trozo de cordura”.

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Los expertos afirman que los efectos a largo plazo de la pandemia sobre la salud mental no se entenderán hasta dentro de unos años, ya que la mayoría de las investigaciones existentes se centran en los desastres en un plazo mucho más corto. Pero hay un hallazgo sorprendente de la investigación sobre desastres que probablemente se aplicará también al COVID-19, dijo Palinkas de la USC.

Cuando Palinkas estudió a las personas que sobrevivieron a experiencias difíciles, descubrió que algunas prosperaban y que la experiencia mejoraba su autoestima. “Me recordó el viejo dicho: Lo que no mata nos hace más fuertes”, subrayó.

Antes de la pandemia, Choi había querido ser un médico de medicina interna que trabajara en consulta. Pero el tratamiento de los pacientes de COVID-19 ha hecho que quiera cambiar a una especialidad más hospitalaria y está considerando la posibilidad de realizar una formación adicional para convertirse en médico de la UCI.

“Es muy, muy difícil emocionalmente... El hecho de ser posiblemente la última persona con la que habla un paciente antes de ser anestesiado -y quién sabe si va a despertar- creo que es un gran, gran privilegio”, manifestó. “Es triste, pero estoy muy agradecida de poder hacer esto”.

Para leer esta nota en inglés haga clic aquí

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