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Madre e hijos detuvieron sus deportaciones pero la lucha es ahora por el asilo

Entre globos y flores, Rosa Mejía, su hermana e hijos celebran un alto a la deportación.
Entre globos y flores, Rosa Mejía, su hermana e hijos celebran un alto a la deportación.
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Cansada de los golpes de su marido y las amenazas de muerte contra ella y sus hijos, Rosa Mejía decidió salir de Guatemala hacia Estados Unidos, en busca de una vida mejor.

La señora y sus tres hijos recientemente lograron obtener su permiso de trabajo y frenar su deportación.

No obstante, el futuro de esta familia depende de un juez de inmigración que se conmueva de su caso y les otorgue la visa humanitaria, ya que este tipo de casos son difíciles de comprobar en las cortes.

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La travesía de esta madre hacia el norte estuvo llena de sobresaltos y tardaría unos tres años en cumplirse; una vez fue devuelta por las autoridades migratorias mexicanas desde Oaxaca y otra desde Sinaloa.

Ella no recuerda con exactitud el tiempo que le tomó llegar al norte, pero tiene presente sus viajes en autobuses, en carretas a caballo, en moto y hasta en lancha.

“Siempre hay gente buena que te apoya. A veces me cobraban, otras no. Tuve que dormir junto con mis hijos en diferentes casas de hospedaje”, dijo.

Todos los sábados por la mañana, Breda Pol, una inmigrante de Guatemala, llega a un pequeño jardín comunitario en el área de Koreatown, en Los Ángeles, para recibir pañales gratis.

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“Siempre nos cuidamos el uno al otro… aunque en una ocasión un señor me pidió que le regalara a mi hija, pero yo le dije que no había salido de mi país para dejar regados a mis hijos en otra nación”, dijo.

Con una visa humanitaria emitida en abril del 2019; logró llegar a Tijuana en donde sobrevivió junto con sus hijos en varios refugios y casa de beneficencia. Ahí, ella esperó tres meses para presentarse a un puerto de entrada y cruzar la frontera como solicitantes de asilo para ella y sus pequeños José, Yhilmar y Diana, entonces de 13, 10 y 6 años.

“No solo fui víctima de violencia doméstica en el hogar, en mi país también hay mucha violencia, y si las pandillas no nos mataban, podríamos morir en las manos del que era en ese entonces mi esposo”, dijo la señora.

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Junto a sus hijos, la señora pasó tres días en un centro de detención, pero dijo que tenía que arriesgarse.

“Aunque tengo familia en mi país, no me quedaba nada. Mi situación era de huir o morir”, dijo.

Ya en territorio estadounidense, la inmigrante solicitó asilo político y en octubre del 2019, y tuvo su primera audiencia ante un Juez de Inmigración en Los Ángeles.

Sin embargo, la pandemia del COVID-19, motivos de salud y dificultad para reunir evidencias, han sido grandes obstáculos para esta madre en la lucha por el sueño americano.

Rosa Elena sostuvo que después de seis años de que su primer marido falleció, el hombre que después fue su esposo, la obligó a vivir con él.

“Después empezó a golpearme por celos y con el paso del tiempo me amenazaba con matar a mis dos hijos mayores por el parecido a su padre”, dijo.

“Me decía, ‘ustedes van a morir bajo mis patas’…. Lo peor es que empezó a drogarse y golpeaba a mi niña recién nacida”, dijo.

El hombre empezó a aislar a Rosa Elena de su familia y la comida se limitaba a frijol y café. Tres años de abuso después, la señora decidió separarse augurando la muerte.

Con ese presentimiento, la señora salió de su país dejando sola a su madre de 81 años.

Ahora la familia entera debe comprobar que si regresan a su país hay peligro de muerte, inclusive si se trata de un familiar.

Rosa Elena asegura que, pese al sufrimiento, tener un permiso de trabajo en sus manos es un arma para seguir en la lucha por un futuro.

“Con este permiso de trabajo saldré a buscar empleo sin parar”, afirma.

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