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De la primera puntada hasta la cremallera final: el viaje global de una bolsa mortuoria, en la era del COVID-19

Workers inspect a body bag
Unas 200 personas trabajan a toda marcha en la fábrica Winbest Industrial en Tailandia mientras fabrican gorros de ducha, ponchos y delantales, además de bolsas para cadáveres.
(Caleb Quinley / For The Times)

La cepa de coronavirus autóctona de California es más transmisible que sus predecesoras, es más resistente a las vacunas y puede causar casos más graves de COVID-19

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En una fábrica no lejos de un río sagrado, las máquinas de coser zumban a la luz de la mañana. Los husos giran y las mujeres mueven la tela hacia las agujas. A diferencia de la mayoría de los artículos que produce esta empresa en Tailandia (gorros de ducha, ponchos y delantales), lo que estas mujeres cosen en el segundo piso puede usarse solo una vez.

Siriphon Chakpangchaluem lo vigila todo. Con el cabello recogido debajo de una gorra blanca y los brazos cruzados sobre su bata, ha estado en la planta de Winbest Industrial durante más de 13 años, en la cual ascendió desde la línea de montaje hasta el cargo de subdirectora. Ha observado cómo mejoraron los diseños y sabe que el polietileno de alta densidad se puede tejer para hacerlo a prueba de fugas.

Las mujeres a su cargo trabajan por parejas. Maniobran tiras de lona de 94 pulgadas. Cortan y doblan; sueldan los bordes con ondas de radio. Los carretes giran estruendosos. Las manos se mueven, veloces como alas de pájaros, y hacia el final, cuando lo que están haciendo toma forma, las mujeres abrochan cremalleras largas y curvas y doblan el producto obtenido en ordenadas filas de negro, blanco y azul.

Siriphon Chakpangchaluem
Siriphon Chakpangchaluem, de 39 años, subdirectora de la fábrica Winbest Industrial, en Tailandia, supervisa una línea de producción.
(Caleb Quinley / For The Times)
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Uno de ellos llegará a 8.545 millas de distancia, en la casa de Wanda Mathis-Conner, pero esa madre, de Michigan, aún no lo sabe.

A worker at a sewing machine at a factory in Thailand
En Winbest Industrial, Tailandia, los empleados cosen cremalleras largas y curvas en las bolsas. La pintura blanca de las placas en las máquinas de coser se desprende con los golpes.
(Caleb Quinley / For The Times)

Cuando las costureras terminan, decenas de hombres llevan lo que han hecho abajo y lo amontonan en cajas apiladas que alcanzan los seis pies de altura. Los montacargas las encajan en contenedores de envío de 40 pies, como uno marcado como ‘THAF48823’ que el 26 de septiembre de 2019 fue transportado 42 millas al sur, a través del río Bang Pakong, en la costa este del golfo, y hacia la Terminal C del puerto de Laem Chabang.

El contenedor aguarda durante días al carguero. Contiene 37.000 libras de producto del fabricante nro. 11-224: bolsas mortuorias.

A worker holds the corners of a flat blue bag with black zipper
Los trabajadores de Winbest Industrial, en Tailandia, inspeccionan y empaquetan las “bolsas para desastres”, que serán enviadas a Estados Unidos.
(Caleb Quinley / For The Times)

La pandemia de COVID-19 estaba a meses de arrasar el mundo, el 4 de octubre de 2019, cuando ocho minutos después del mediodía el MOL Premium, un carguero panameño del largo de tres campos de fútbol, zarpó hacia el este, alrededor de la punta de Vietnam y con destino a EE.UU.

En ese momento, a un océano y medio continente de distancia, Wanda Mathis-Conner conducía por el centro de Detroit su camioneta negra abarrotada de mochilas y obras de arte, junto con chucherías que su hermano mayor, Warren, había elegido para ella en una escapada reciente a Asuntos de Veteranos.

Era su cumpleaños número 55 y ‘Ma’, como la llamaban sus hijas Riann y Raven, lo habían pasado en un funeral.

Wanda Mathis-Conner, or "Ma," holds daughters Riann, left, and Raven
Wanda Mathis-Conner, o ‘Ma’, con sus hijas Riann, a la izquierda, y Raven, circa 1989.
(Courtesy of the family)

La tía paterna de las niñas, Lisa, había muerto después de años de luchar contra la adicción a las drogas. ‘Ma’ sabía todo sobre eso. El padre de Riann y Raven también tuvo problemas con el abuso de drogas y había estado ausente durante muchos años, cuando las chicas estaban en la primaria.

‘Ma’ crió a Riann, de 33 años, y a Raven, de 31, mayormente sola, trabajando como camionera de reparto de chips Frito-Lay y atendiendo llamadas de atención al cliente para Comcast. Más tarde fue cuidadora de ancianos, incluidos pacientes con demencia. Ella y sus hijas vivían en una pequeña casa de ladrillos que albergaba a cuatro generaciones de la familia, desde los hijos de Riann y Raven hasta la madre de ‘Ma’, a quien todos llamaban Granny (abuelita).

‘Ma’ -que esperaba montar una Harley algún día al lado del río Detroit- era el centro de todo. Había estado en el quirófano cuando Riann, quien se graduaría en derecho, necesitó una cesárea para dar a luz a su hijo, Kaden. Todas las tardes, recogía a la hija de Raven, London, en la escuela, mientras Raven comenzaba como peluquera. ‘Ma’ pagó las cuentas cuando las chicas atravesaban tiempos difíciles, su camioneta recorría la ciudad mientras ella hacía lo que se necesitaba hacer.

Cuando ‘Ma’ regresó del funeral de la tía Lisa, Riann la sorprendió con papas fritas HopCat y salsa de queso para su cumpleaños. A la mañana siguiente, fue a misa en St. Charles y charló con los feligreses hasta que el hermano Ray comenzó a cerrar las puertas. Ella metió a Kaden, de 11 años, y London, de seis, en la camioneta para ir a probar muestras de alimentos en Costco.

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Mientras lo hacía, el MOL Premium seguía su marcha de semanas a través del Pacífico. El viaje sería al menos el sexto envío de bolsas para cadáveres a las costas de Estados Unidos por mar ese mes.

El viernes 25 de octubre de 2019, el MOL Premium llegó al puerto de Long Beach a las 3:45 a.m. Aproximadamente a la misma hora, ‘Ma’ -con tres horas menos en Detroit- envió un mensaje de texto a sus hijas en el chat grupal llamado “Gossip Girls”: “¿Están levantadas?”. Hizo el desayuno y se marchó al trabajo.

El barco atracó en el muelle G, al sur del Queen Mary, con cientos de contenedores apilados, como bloques de Jenga, en la cubierta. Los equipos verificaron el sello y descargaron el contenedor THAF48823 con grúas. Lo colocaron en la caja de un camión y fue transportado 33 millas al sureste, hasta el almacén de Laguna Hills de Salam International, propiedad de Abdul Salam, quien llegó a Estados Unidos desde Karachi, Pakistán, hace casi medio siglo.

La empresa de Salam, uno de los proveedores para casas mortuorias más activos del país, distribuye herramientas para autopsias que incluyen abridores de cráneo de acero inoxidable, etiquetas para dedos, abridores de mandíbula y sierras eléctricas oscilantes, con un colector de polvo de huesos incorporado. Pero los productos más vendidos, por lejos, son sus “bolsas para desastres”.

El depósito almacena bolsas para cadáveres en todas sus variaciones: para bebés, niños, adultos y jumbo; con y sin asas; bolsas ecológicas y para recuperación en agua, de alta resistencia.

Abdul Salam stands amid boxes in a warehouse. Two body bags are draped over boxes next to him.
Abdul Salam, presidente de Salam International, con bolsas para cadáveres en el almacén de la empresa, en Laguna Hills, California, el 5 de enero.
(Allen J. Schaben / Los Angeles Times)
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Salam, un hombre meticuloso y sobrio, duplicó su pedido de bolsas para cadáveres cuando se enteró del coronavirus, en enero de 2020.

En febrero, su teléfono nunca dejó de sonar. Un mes después, personas sin cita previa aparecían en su almacén. En abril, su inventario de 100.000 sacos se agotó.

El mismo mes, FEMA solicitó 100.000 bolsas a los proveedores. El virus estaba matando a tantos neoyorquinos, más de 33 por hora, que los trabajadores de emergencias allí improvisaban con bolsas de basura y cinta adhesiva. Las cosas solo empeorarían: en junio únicamente, Estados Unidos importaría 726.176 libras de bolsas mortuorias, más de siete veces la cantidad importada durante el mismo período de 2019, según la base de datos comercial Import Genius.

Los distribuidores de bolsas mortuorias pidieron ayuda a las empresas que fabricaban tiendas de campaña, velas para botes y casas inflables para niños. Los que fabricaban cámaras para colchones de agua -expertos en sellar vinilo capaz de retener fluidos- eran “perfectos” para el trabajo, afirmó un distribuidor.

A finales de la primavera, el virus había infectado a 300.000 y matado a más de 8.100 estadounidenses. Los empleos perdidos se equiparaban a los de la Gran Depresión y la Gran Recesión combinadas. El presidente Trump, criticado por minimizar inicialmente el virus, declaró finalmente que habría “muchas muertes”.

Las tumbas nuevas se multiplicaban e incluso los acostumbrados a tales cosas, como Salam, estaban abrumados. “Envié bolsas para el 11 de Septiembre, para el huracán Katrina”, relató. “Tuve un sexto sentido de que esta vez sería peor. Nos quedamos sin nada, y al virus no le importó, siguió su curso”.

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Poco después de que el contenedor de Tailandia llegara a Salam International, se cargaron en pallets 15 cajas de producto nro. 11-224 y se enviaron a lo largo de 2.300 millas a la oficina del médico forense en el condado de Macomb, Michigan, a 25 millas al noreste de Detroit. Se esperaba que el suministro durara hasta la primavera siguiente.

La pandemia se extendía como una llama entre la población predominantemente negra de Detroit. Ya golpeada por la pobreza y marcada por las casas abandonadas, la ciudad, la más grande de EE.UU en declararse en bancarrota, se convirtió en un paisaje de transportes para cadáveres, hospitales sobrecargados y despedidas finales pronunciadas por teléfonos.

Las noticias hablaban de respiradores automáticos y recuentos de cadáveres. Pocos sabían qué hacer. Las infecciones se transmitían de casa en casa. Fue Granny, la mamá de ‘Ma’, quien pareció muy enferma, el sábado 4 de abril. Tenía diarrea y no podía retener la comida. ‘Ma’ y sus hijas hablaron en conferencia para decidir qué hacer.

Riann había escuchado pedidos de no acudir a las salas de emergencia “a menos que el caso fuera grave”.

Decidieron esperar y ver si el estado de la abuela empeoraba. Pero esa noche, cuando ‘Ma’ llegó a casa del trabajo, se quedó sin aliento solo de caminar desde su camioneta al porche de cemento de la casa familiar. Raven se preguntó si podría ser coronavirus. ‘Ma’ levantó la vista del sofá y la despidió. “Si sale mal, sale mal”, bromeó. “He hecho las paces con Dios”. Ambas bromearon diciendo que tenía que mantener bien su voz para poder cantar “Jessie’s Girl” en el karaoke.

El domingo, ‘Ma’ no podía dormir bien; le resultaba doloroso estar acostada. Raven le envió un mensaje de texto a Riann: “‘Ma’ no está siendo honesta”.

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Un día después, el 6 de abril, Riann se acercó a la casa y se detuvo a comprar caldo en un restaurante tailandés. Le pidió a ‘Ma’ que se quedara en su casa y le prometió que Raven se ocuparía del resto de la familia. Por una vez, ‘Ma’ acató; empacó algunos artículos de tocador y se cambió de ropa.

Mientras esperaban, Riann y Raven sintonizaron “Real Housewives of Miami”; los niños jugaban en sus iPads. El volumen en la sala de estar era demasiado alto: nadie escuchó a ‘Ma’ caer.

A las 9:50 p.m., Raven fue al dormitorio. No podía abrir la puerta; ‘Ma’ estaba recostada contra ella, solo sus piernas eran visibles a través de la rendija. Raven gritó. Riann llegó corriendo. Se coló entre la puerta y su zapato izquierdo salió disparado hacia el pasillo.

“No”, gritó.

“Fue como si volviera a ser una bebé”, reconoció Riann, “Llamaba a mi mamá, esperando que me respondiera”.

Raven puso a su madre boca arriba y le aplicó compresiones en el pecho.

Kaden llamó al 911. Los médicos llegaron. Pasó lo que le pasó a tantos otros. ‘Ma’ fue pronunciada muerta a las 10:22 p.m.

Riann and Raven Conner hold a box
Riann Conner, izquierda, de 33 años, y su hermana, Raven Conner, de 31, sostienen las cenizas de su madre frente a su casa por cuatro generaciones donde la mujer vivió y murió, en St. Clair Shores, Michigan.
(Sylvia Jarrus / For The Times)
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Gretchen Terebesi, investigadora forense del condado de Macomb, recibió un aviso a las 10:30 p.m. desde el Departamento de Policía de St. Clair Shores. Se subió al Ford Edge de su departamento y, con una bolsa azul para cadáveres en un contenedor de Rubbermaid en el espacio de carga, se dirigió al sur hacia Detroit.

Gretchen Terebesi
Gretchen Terebesi, junto al automóvil del departamento en la Oficina Forense del condado de Macomb en Mount Clemens, Michigan.
(Sylvia Jarrus / For The Times)

Terebesi, de 44 años, tenía una larga trayectoria en la justicia penal: primero como oficial penitenciaria, luego como técnica en la escena del crimen, operadora del 911 y, durante los últimos 15 años, investigadora de muertes.

Las visitas a domicilio estaban aumentando sostenidamente esa primavera. Pero el ataque del virus en Detroit apenas estaba comenzando; a veces, manejaba varios casos de la misma casa, solo con días de diferencia. ‘Ma’ sería el primer caso del turno nocturno de Terebesi.

One of the blue body bags
Una bolsa para cadáveres, un cierre de cremallera rojo y una banda de identificación para tobillo en la Oficina del Médico Forense del Condado de Macomb en Mount Clemens, Michigan.
(Sylvia Jarrus / For The Times)

Terebesi era de voz suave, tenía acento de Alabama y el cabello castaño rojizo que le rozaba los hombros. Ella también era madre de dos niñas. Y a las 11:25 p.m., se puso una mascarilla y guantes y caminó hasta el toldo de metal blanco de la casa del rancho.

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Para entonces, Riann había besado a su hermana y se había marchado. Raven se quedó esperando, con una amiga a su lado. La abuela seguía diciendo que su hija se había muerto. “Cuando el médico forense llega a una casa, es el peor día de la vida de esa familia”, reconoció Terebesi. “Pude ver que estas chicas habían perdido su base, su centro”.

El de Terebesi es un trabajo que debe hacerse tranquila y rápidamente. Ella miró la escena y tomó fotografías; colocó a ‘Ma’ en la bolsa azul con una etiqueta en el exterior: caso nro. 1418-20. A las 11:50 p.m., llamó a su equipo de transporte y, a las 12:55 a.m., el cuerpo llegó a la oficina del forense.

A tattoo on a woman's arm
Riann Conner muestra un tatuaje en memoria de su madre, Wanda Mathis-Conner, quien falleció por COVID-19 en abril pasado.
(Sylvia Jarrus / For The Times)

Fue anotado en un registro y puesto en el expediente de exámenes para la mañana siguiente. El acta de defunción se firmó el Viernes Santo: 55 años; no fumadora; sin medicamentos recetados; buena salud. Causa de muerte: infección por COVID-19 y complicaciones relacionadas.

La bolsa se cerró una vez más. Retendría a ‘Ma’ hasta que fuera incinerada.

Las voces familiares aparecieron y se escucharon en los días posteriores; cosas susurradas que tranquilizan. ‘Ma’ había crecido montando bicicleta con amigos a lo largo del río Detroit, desde Dorchester Street en el East Side hasta Belle Isle. Sus hijas decidieron que, aunque nunca había tenido una camioneta propia, no había montado el asiento trasero de una Harley ni visitado Seattle -todos sueños incumplidos-, algún día podrían estar listas para cumplir su último deseo: esparcir sus restos por el río.

Todo lo que su madre les había dicho “era la Biblia”, reconoció Riann. “Y Detroit fluía por ella como el río mismo”.

Casi 11 meses después, los turistas ya no acuden en masa a los templos budistas a lo largo del río sagrado conocido como Bang Pakong. Ahora, solo las familias en duelo visitan para ver a los monjes bañar a sus difuntos antes de la cremación.

Pero cada amanecer, los suelos de Winbest Industrial vibran por la maquinaria; la iluminación vuelve todo de color azul. La pintura blanca de las máquinas de coser se desprende con todos los golpes. Los productos se apilan, embalan y envían. La demanda es tan alta como siempre.

Chakpangchaluem, la subdirectora, viaja a la fábrica desde Chonburi, una provincia vecina donde los casos de coronavirus están aumentando. Como budista, intenta ponerse “en un estado zen” y no pensar en lo que está impulsando las ganancias de la empresa.

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Aún así, dijo, incluso una pequeña tos en la base de su garganta le provoca pánico. Ella camina por la fábrica, el piso se mantiene ocupado. Seguirá así durante algún tiempo: el sellado del polietileno, el cierre de cremalleras curvas y las ordenadas filas de negro, blanco y azul en espera, además de todas las manos por las que pasarán en sus viajes.

Caleb Quinley, en Tailandia, contribuyó con este artículo.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

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