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‘Este no puede ser el final’: esta familia salvadoreña siente que L.A. ha sido siempre su hogar

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En los momentos más oscuros, Orlando Zepeda a menudo logró encontrar su camino.

Cuando era un adolescente en El Salvador y la guerra civil ponía bombas y muerte en la puerta de su entrada, él escapó a los Estados Unidos.

Mientras era nuevo en Los Ángeles y luchaba por ganar lo suficiente para sobrevivir, una familia estadounidense lo ayudó a conseguir un permiso de trabajo y un empleo.

Este mes, cuando la administración Trump anunció que rescindiría el estatus de protección temporal para más de 260,000 salvadoreños que viven en el país, este padre de dos hijos mantuvo las esperanzas, incluso con temor por su familia.

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“Este no puede ser el final”, afirmó Zepeda, quien ha vivido en L.A. ahora por 33 años, casi el doble del tiempo transcurrido en El Salvador. “Después de tantos años aquí, tanto trabajo y esfuerzo, tiene que venir algo bueno”.

En juego se encuentra una vida humilde pero prometedora que construyó junto con su esposa, Lorena, una salvadoreña también protegida por el programa federal conocido como TPS. Está el trabajo de mantenimiento de Zepeda en una instalación de tratamiento contra el Alzheimer, donde recientemente fue nombrado empleado del año. Está el dúplex en Central-Alameda, que ahora vale casi el doble de lo que costaba cuando lo compraron, hace 13 años.

Y también, claro, están sus dos hijos, que nacieron en los EE.UU. Benjamín, de 14 años, y Lizbeth, de 12, entienden que en 20 meses, cuando el gobierno de Trump diga que el TPS para los salvadoreños llegó a su fin, sus padres podrían ser deportados. Ambos han reaccionado de diferentes maneras.

Benjamín, estudiante de primer año de secundaria, habló en una conferencia de prensa después de la orden de Trump, del 8 de enero, e instó a las personas a luchar contra la decisión y “a creer que todavía tenemos una oportunidad”.

Lizbeth permanece con bajo perfil y en voz baja expresa su miedo, diciéndole a su padre: “No quiero que nos separen”.

Los salvadoreños que viven en los Estados Unidos recibieron protección temporal en 2001, después de dos terremotos devastadores que sacudieron su país de origen. El programa TPS les permitió vivir y trabajar legalmente en los EE.UU., incluso si habían llegado aquí sin permiso.

Zepeda, de 51 años, nunca pensó que él y su esposa regresarían algún día a El Salvador, a pesar de que entendía que el TPS claramente no era una opción permanente.

Los salvadoreños han sido el grupo más grande en beneficiarse del programa TPS. En las casi dos décadas desde que recibieron las protecciones, construyeron carreras e iniciaron negocios, y lograron un nicho significativo en la construcción y el servicio de limpieza. Más aún, la economía de su país de origen llegó a depender del dinero que envían a sus familiares: $4,500 millones el año pasado.

Los funcionarios de la administración alegan que las condiciones en El Salvador han mejorado desde los terremotos y que ‘temporal’ siempre significó temporal.

Pero los salvadoreños en este país señalan la aplastante pobreza de su nación de origen y la alta tasa de criminalidad en ella, además de un aviso de viaje emitido por el Departamento de Estado de los Estados Unidos este mes, que declara: “Reconsidere viajar a El Salvador debido al delito. Crímenes violentos, como asesinatos, asaltos, violaciones y robos a mano armada son comunes. La actividad de las pandillas, como la extorsión, el delito callejero violento, el narcotráfico y el tráfico de armas, está muy extendida. La policía local puede carecer de recursos para responder de manera efectiva a incidentes graves”.

Zepeda tenía 17 años cuando las guerrillas amenazaron con hacerlo luchar en la guerra. Una tía tomó prestado dinero para enviarlo de contrabando al norte.

El joven cruzó la frontera de Tijuana a pie y entró en una Los Ángeles encendida por los fuegos artificiales, en la noche del 4 de julio de 1984. “Pensé que estaban celebrando mi llegada”, dijo riendo.

Al principio trabajaba por las noches limpiando restaurantes, luego indagó en el paisajismo. Cortaba el césped en casas de estrellas como Sylvester Stallone y Madonna. Una pareja en su circuito de jardinería, amiga de Ronald Reagan, lo ayudó a encontrar un abogado para obtener un permiso de trabajo.

Cuando ese permiso expiró, en 2001, el programa TPS lo salvó. También salvó a Lorena, la joven mujer de la que se había enamorado en la clase de inglés de la escuela nocturna, quien trabajaba en la cocina de un restaurante en ese momento.

Zepeda estudió durante nueve años y, finalmente, obtuvo su título. Aprendió sobre el gobierno estadounidense y la Constitución de los EE.UU. “Las leyes son buenas”, aseguró. “Pero esta administración no está haciendo un buen trabajo al aplicarlas”.

Los Zepeda saben que, si terminan obligados a regresar a El Salvador, encontrarán la manera de sobrevivir. Mantendrán un perfil bajo y tratarán de no ser víctimas de la violencia de pandillas, algo que afecta casi todos los barrios y pueblos.

Hace unos años, los miembros de una pandilla asesinaron al sobrino de Lorena por negarse a unirse a ellos. No es algo que a la familia le resulta fácil hablar.

“Durante la guerra, teníamos momentos de paz entre tiroteos”, relató Zepeda. “Ahora hay peligro todo el tiempo”.

En los próximos meses, los Zepeda planean protestar y cabildear en Los Ángeles y en Washington, D.C. Dicen que quieren hacer todo lo posible para salvarse no solo a sí mismos, sino a muchos miles de inmigrantes cuyas protecciones TPS serán rescindidas o se verán amenazadas, gente de El Salvador, Haití, Nicaragua, Honduras.

Si alguna vez llegara el momento de marcharse, Lorena y Orlando Zepeda afirman que no es ahora, mientras sus hijos todavía están en la escuela. Benjamín quiere ser un ingeniero de robótica; Lizbeth, veterinaria.

Ambos niños asisten a escuelas privadas, con un costo de casi $700 por mes. Sus libros y trofeos abarrotan las estanterías de la pequeña sala de estar familiar.

Cerca de la puerta de entrada, el retrato nupcial de los Zepeda cuelga de una pared. Están uno al lado del otro, jóvenes y con sus rostros frescos, cerca de Griffith Park, frente a los rosales blancos, con la cola del vestido de Lorena extendida sobre la hierba. “Si nos vamos, nuestros sueños se hacen añicos”, aseguró ella. “Sus sueños se quebrarán. No dejaremos que eso suceda, no importa qué tengamos que hacer”.

En una noche reciente, la familia se reunió alrededor de la mesa del comedor. Lorena sirvió bistec, judías verdes y tortillas de maíz, y Lizbeth se ocupaba de su tarea de ciencia.

Mientras Zepeda hablaba, sonreía y sonaba optimista.

“Estos son tiempos muy difíciles”, expresó. “Pero ¿saben qué? He vivido cosas mucho más difíciles”.

Traducción: Valeria Agis

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí

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