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‘Estoy aquí. Estoy aquí’. Entre lágrimas, alivio y temor al futuro, un padre se reencontró con su pequeño

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Hermelindo Che Coc supo que su hijo llegaría a casa e inmediatamente comenzó a prepararse para su llegada.

Habían pasado casi dos meses desde la última vez que había visto a su niño, de seis años de edad, después de ser separados en la frontera cuando llegaron desde Guatemala para buscar asilo.

Este sábado 14 de julio, el padre limpió pisos y lavó sábanas en la casa en el área de Los Ángeles donde se hospeda. Cocinó una gran olla de sopa de pollo, la favorita de su hijo. Le compró una manta azul de Spiderman, camisas y pantalones cortos, sandalias con caras felices de color amarillo brillante. “Quiero que entre aquí y sepa que está en casa”, afirmó Che Coc. “Soy su papá y siempre estaremos juntos”.

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Su reunificación, que ocurrió en el Aeropuerto Internacional de Los Ángeles más tarde ese día, estaría entre las primeras en California, a medida que la administración Trump intenta cumplir con una fecha límite establecida por la corte y reunir a miles de niños separados de sus familias en una política de inmigración de tolerancia cero. Muchos de los menores y sus padres son centroamericanos; se espera que eventualmente lleguen a L.A.

En el aeropuerto, Che Coc pensó en las primeras palabras que le diría a su hijo. “Bienvenido, mi niño. Estás conmigo otra vez”.

Pero ninguna planificación podría haberlo preparado para la mirada vacía que halló en los ojos de su hijo, mientras lo tomó en sus brazos.

Jefferson Che Pop, un niño juguetón al que le encantaba jugar con autitos en el piso de tierra de su casa en Guatemala, estaba rígido, y miraba distraídamente la alfombra gris.

Jefferson estuvo albergado en un centro de detención en Nueva York, desde donde habló con su padre tres veces en 46 días. Ambos habían venido al norte a buscar asilo, huyendo del crimen en Guatemala, donde dejaron atrás a la madre del pequeño y a dos hermanos menores. El 28 de mayo, padre e hijo fueron detenidos cerca de El Paso y separados al día siguiente.

Durante 25 días, Che Coc estuvo detenido, sin noticias sobre su hijo. Le dieron un número de teléfono para llamar, pero las llamadas no se conectaban.

Cuando fue liberado con un monitor de tobillo y finalmente logró hablar con su hijo usando el teléfono de un pariente en Los Ángeles, la conversación fue insoportable. “Papá, pensé que te habían matado”, le dijo Jefferson, llorando. “Te separaste de mí. ¿Ya no me amas?”.

“No, hijo mío”, respondió Che Coc. “Estoy llorando por ti. Lo prometo, pronto estarás conmigo “.

Che Coc desconocía qué cambios podría ver en su hijo.

Dos trabajadores sociales de Cayuga Centers en Nueva York, llamados Nancy y Guario, le habían dicho que Jefferson iba a la escuela y que estaba bien atendido.

Pero eso no le dio al padre gran consuelo. El hombre se preocupaba porque su niño mayormente habla la lengua maya kekchí.

La última vez que Che Coc se comunicó con Jefferson por video, el chico tenía un hematoma prominente en la frente; llorando, le contó que se había caído de la cama.

Este sábado 14, Che Coc se sentó en la mesa de comedor de su suegro, dentro de una pequeña casa ubicada detrás de un negocio. En el exterior, en una losa de pavimento alquilada por un vecino para fiestas, se desarrollaba una escena surrealista: un bautizo, con docenas de mesas cubiertas de manteles, una barra libre y una banda en vivo.

Las cumbias sacudían la ventana de la cocina mientras Che Coc reflexionaba sobre su viaje al norte.

En su pueblo de La Ceibita, en el norte rural de Guatemala, Che Coc nunca imaginó un resultado como este. Sabía que un hombre llamado Donald Trump había sido elegido presidente de Estados Unidos, pero sin internet ni acceso a las noticias, no sabía cuánto había impactado el nuevo líder en la política de inmigración.

Además, Che Coc debía preocuparse por los peligros de la vida cotidiana. “La gente era asesinada sin motivo alguno mientras vivían su día”, afirmó.

Che Coc y su primogénito eran unidos. Jugaban fútbol y marcaban los arcos con palos. Los domingos, el hombre vestía a Jefferson con sus mejores prendas: camisa vaquera a cuadros, cinturón de cuero y botas de piel de serpiente. Iban a misa, luego pasaban por la tienda del pueblo para comprar un pan dulce azucarado. “Es el amor de mi vida, mi héroe”, expresó Che Coc. “Estábamos tan apegados que no podía imaginar dejarlo allí”.

Ahora, a veces se pregunta si debería haberlo hecho. “Ha sufrido mucho, y yo también”, dijo.

Mientras conducía hacia LAX con una de sus abogadas, el horizonte del centro aparecía sobre la Autopista 10. Che Coc miraba asombrado por la ventana del pasajero. “¿Está la playa cerca?”, preguntó. “¿Cómo es? ¿Hay casas allí?

“Sí”, respondió Yliana Johansen-Méndez. “Muy costosas”.

De cara al futuro, lo mejor que Che Coc espera es un permiso de trabajo y la posibilidad de inscribir a Jefferson en la escuela, para que pueda hacer amigos y aprender inglés.

Cuando llegaron al aeropuerto, Che Coc no pudo contener sus emociones. Bajó la cabeza y lloró; también rezaba. Puso un temporizador en su teléfono y observó cómo pasaban los segundos. Vio una foto enmarcada de un avión Delta y se preguntó si la nave donde venía su hijo era tan grande.

Justo después de las 9 p.m., un miembro de la tripulación anunció que Jefferson estaba bajando la escalera mecánica.

Che Coc esperó al final de un largo pasillo, cerca del mostrador de boletos. En cuestión de segundos, su pequeño apareció con una camisa roja y pantalones rotos. Caminaba rápido, y de repente se detuvo, a varios pasos de su padre. Miró tímidamente al suelo.

Cuando levantó la vista, sus ojos estaban vacíos, perdidos. No corrió hacia su padre, no levantó los brazos para abrazarlo. “Papá”, lloró Che Coc. “Papá”.

El hombre alzó a su hijo y lo llevó a un salón reservado por la aerolínea para la reunión. Allí, en un sofá de cuero, Che Coc besó al niño y lo abrazó fuerte. El pequeño seguía rígido e inexpresivo. Sus brazos, estómago y espalda estaban cubiertos por una erupción. Su ojo derecho estaba amoratado de rojo. Tenía tos y un resfrío. Estaba mucho más delgado que hace dos meses.

Che Coc estaba conmocionado. Desabotonó la camisa de Jefferson, lo inspeccionó por todas partes, y frotó y raspó los brazos secos y descoloridos de su hijo, como si sus dedos pudieran limpiar su piel.

“No es así como les di mi hijo”, dijo, llorando. “Mi hijo ha vuelto enfermo”.

Aunque estaban juntos, la odisea legal estaba lejos de haber terminado.

Abogados de Los Ángeles intervinieron para ayudar a Che Coc a mediadios de julio, después de saber que podía ser deportado sin su hijo. Todavía intentan reconstruir los detalles del caso de este hombre de 31 años, quien dijo que firmó una serie de formularios durante su detención y no está seguro de lo que decían dichos documentos porque estaban en inglés.

Los funcionarios del Departamento de Salud y Servicios Humanos de EE.UU. (HHS) no hicieron ningún comentario sobre Che Coc o su hijo.

Sus abogados del Immigrant Defenders Law Center señalaron que los cargos de entrada ilegal presentados contra Che Coc fueron desestimados. Ahora planean luchar para lograr el asilo de padre e hijo, una protección otorgada por el derecho internacional.

“Estas familias están luchando por sus vidas, al igual que sus defensores”, destacó Lindsay Toczylowski, directora ejecutiva de Immigrant Defenders.

Sin embargo, a última hora del sábado 14 por la noche, las batallas legales que se avecinaban estaban lejos de la mente de Che Coc, quien buscaba la manera de conectarse con su chico mientras regresaban a su hogar temporal.

El hombre le mostró a Jefferson una foto en su teléfono celular. Era del pequeño, en Guatemala, con las manos en las caderas, con una gran sonrisa y vestido con su mejor estilo dominical. Una bolsa llena de pan dulce se veía sobre el piso, en el fondo.

La cara del niño brilló al ver la imagen; la miró por un momento.

Momentos después, ya en el automóvil, la mamá de Jefferson, Margarita, llamó desde La Ceibita. Ella le preguntó en kekchí: “¿Cómo estás, mi amor?”.

“Feliz de estar con papá”, respondió el pequeño, cabeceando en su asiento para niños.

Gran parte del viaje a casa, el pequeño dormitó; su cuerpo se sacudía inesperadamente en sueños, cada pocos minutos. “¿Qué pasa, mi niño?”, le preguntó Che Coc, acariciando su frente. “Estoy aquí. Estoy aquí”.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

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