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México desarma a la policía local y la reemplaza por militares; ¿frenará eso la violencia?

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En pos de frenar la violencia desenfrenada de las pandillas y la corrupción policial en la ciudad costera de Acapulco, las autoridades mexicanas decidieron arriesgarse y reemplazar a los policías locales con policía estatal y el ejército.

Los funcionarios federales sostienen que es un último intento de llevar paz a Acapulco, que alguna vez fue un complejo glamoroso elegido por las celebridades de Hollywood pero que se ha convertido en una de las ciudades más letales de la Tierra.

Según las autoridades, la policía local parece haber sido infiltrada por el crimen organizado.

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La estrategia de enviar soldados y agentes estatales y federales para hacer el trabajo de la policía del vecindario ya se ha empleado en otras partes del país, con resultados mixtos. Los críticos argumentan que el plan trata un síntoma en lugar de la enfermedad subyacente -la policía ineficaz y corrupta-, que es poco probable que reduzca la delincuencia y que podría generar abusos contra los derechos humanos.

Las fuerzas policiales locales de México son famosas por su escasa capacitación y mala remuneración; algunos oficiales cobran apenas $300 al mes y se les exige comprar sus propios uniformes e incluso balas. Eso los hace susceptibles a las pandillas, que les ofrecen dinero a cambio de lealtad y los amenazan con violencia si desobedecen.

La colusión policial con los delincuentes abarca desde oficiales que miran hacia otro lado cuando se ha cometido un delito, hasta detener personas y entregarlas a las pandillas.

México, con el apoyo sustancial de Estados Unidos, ha intentado profesionalizar las fuerzas policiales locales en los últimos años, enfocándose en mejorar la capacitación y los procedimientos de investigación para los nuevos reclutas.

Pero los expertos afirman que esos cambios tendrán poco impacto sin más mecanismos de rendición de cuentas. Ello podría incluir la formación de comisiones civiles de supervisión, que son comunes en muchas ciudades estadounidenses, y el fortalecimiento de las unidades de asuntos internos.

No es suficiente despedir a los oficiales corruptos y reemplazarlos con nuevos cadetes, advirtió el analista de seguridad mexicano Alejandro Hope. “Se necesita un cambio mucho más amplio”, dijo. “Se necesita un mecanismo para garantizar que la policía permanezca limpia”.

Otras agencias policiales locales de diversas ciudades y pueblos mexicanos ya han sido desarmadas en los últimos años, pero Acapulco es la urbe más grande que se embarca en el experimento hasta el momento.

La ciudad, cuyo declive comenzó hace una década, registró 941 homicidios en 2017, o 107 por cada 100,000 habitantes. La cifra es más de 15 veces la tasa de homicidios en Los Ángeles.

Más de una docena de grupos criminales luchan por el acceso a las plazas de tráfico de drogas, la venta de drogas a nivel callejero y el dominio de las estafas por extorsión, según los funcionarios.

La movida de esta semana fue provocada por “la inexistente respuesta de la policía municipal para enfrentar la ola de crímenes”, afirmó en un comunicado el grupo de trabajo que supervisa el proceso de desarme policial en Acapulco. El equipo, conocido como Grupo de Coordinación de Guerrero, informó que todos los miembros de la fuerza policial debieron entregar sus chalecos antibalas, radios y armas, y que dos comandantes fueron acusados de homicidio mientras el resto de la fuerza estaba siendo investigado.

Los soldados mexicanos han estado involucrados en el desempeño de funciones de seguridad pública desde 2006, cuando el entonces presidente Felipe Calderón declaró la guerra a los cárteles de la droga, cada vez más poderosos en el país.

Pero en los últimos años, su papel creció en algunas partes de México, donde los agentes locales son vistos como especialmente corruptos, incluso en los estados de Oaxaca, Jalisco, Colima y Nuevo León. En el estado de Tamaulipas, que limita con el sureste de Texas, casi todas las fuerzas policiales locales fueron disueltas y reemplazadas por policías y soldados estatales y federales.

En Guerrero, el estado plagado de violencia donde se encuentra Acapulco, la misma estrategia se ha empleado en varias ciudades.

Aunque las encuestas muestran que los mexicanos generalmente confían más en los militares que en los policías locales, también hay una creciente evidencia de que los soldados -entrenados en tácticas de guerra contra ejércitos extranjeros- no están preparados para realizar funciones de policía doméstica.

Un cable del Departamento de Estado de EE.UU. que tomó estado público durante el WikiLeaks, en 2010, remarcaba que la presencia del ejército mexicano en la problemática ciudad fronteriza de Juárez había sido ineficaz. “Los militares no fueron entrenados para patrullar las calles o llevar a cabo operaciones policiales”, decía el cable. “No tienen la autoridad para recolectar y presentar evidencia en el sistema judicial. El resultado de ello es que hay más detenciones, las persecuciones se mantuvieron estables, y tanto el ejército como el público están cada vez más frustrados”.

Las fuerzas armadas también han enfrentado repetidas acusaciones de tortura, arrestos ilegales y ejecuciones extrajudiciales. Entre enero de 2012 y agosto de 2016, hubo 5,541 denuncias de violaciones de derechos humanos contra las fuerzas armadas registradas ante la Comisión Nacional de Derechos Humanos.

Incluso algunos soldados actuales y antiguos se han unido recientemente a grupos de derechos humanos para denunciar la creciente militarización del orden civil en México, una tendencia que se consolidó en 2017 gracias a una controvertida norma conocida como la Ley de Seguridad Interna.

Cientos de grupos de derechos humanos presionaron a los legisladores para que rechacen la ley, que amplía los poderes de las fuerzas armadas para combatir los riesgos de seguridad nacional dentro de México. El alto comisionado de las Naciones Unidas para los derechos humanos advirtió que la medida daría demasiado poder a los militares sin los necesarios controles civiles y equilibrios.

Muchos funcionarios de derechos humanos remarcan que las fuerzas estatales y federales no son necesariamente menos corruptas que las locales, y señalan como prueba la desaparición, en 2014, de 43 estudiantes de un pequeño pueblo de Guerrero.

Los investigadores federales argumentan que la policía local secuestró a los estudiantes y los entregó a una banda de narcotraficantes, que posteriormente los mató e incineró sus cuerpos. Pero los expertos internacionales han cuestionado esa versión y solicitaron que se investigue el papel de la policía federal y el ejército en el caso.

Los fiscales federales no hallaron los restos ni poseen convicciones seguras sobre los responsables. Este 26 de septiembre se cumplieron cuatro años de esa desaparición masiva de personas.

Mientras los defensores de los derechos humanos marcharon y realizaron protestas para conmemorar a los alumnos desaparecidos, muchos mexicanos reprobaron las noticias de la intervención militar en Acapulco.

El analista de seguridad Ernesto López Portillo se quejó en Twitter de que México estaba duplicando errores comprobados. “Se repiten ciclos interminables de ineficiencia”, escribió.

María Elena Morera, defensora de la violencia y presidenta de la organización sin fines de lucro Common Cause, afirmó que los mexicanos merecen más información sobre lo que se planea en Acapulco, así como también una mayor responsabilidad. “Cuando entran las fuerzas federales, nadie es responsable”, indicó. “Al menos dígannos: ¿Cuál es la estrategia? ¿Cómo se manejará? ¿Quién lo supervisará? ¿Cuándo van a entrenar a la policía local para que reanude sus funciones?”

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

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