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Mi hija ha caído en el precipicio de la salud mental, y tengo que saltar a rescatarla

Silhouette of woman outside through a fogged over window. The photo is black-and-white.
(Khim Anne Pangayan / EyeEm )

¿Por qué es tan difícil encontrar ayuda para los que están a mitad de camino? ¿Por qué esperamos a que toquen fondo?

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Nuestro sistema de salud mental le ha fallado a mi hija. Otra vez. En realidad, eso no es cierto. No hay sistema, no hay ayuda real para ella.

Mi hija de 20 años intentó suicidarse hace tres semanas. Se tomó un montón de pastillas de una sola vez y, temiendo que eso no sirviera, condujo hacia el río para ahogarse. Su novio pasó por delante de su auto y le hizo señas para que se detuviera. Esa casualidad es la única razón por la que hoy está viva.

Mi familia no es la única afectada por los fallos de un no-sistema. Para calificar nuestros crecientes problemas de salud mental -suicidios, falta de vivienda- los médicos usan la palabra “tsunami”. En promedio, dice la Alianza Nacional de Enfermedades Mentales, una persona muere por suicidio en Estados Unidos cada 11 minutos.

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Este último horror con mi hija no es una sorpresa. Hubo años de señales de alarma. Cuando era pequeña, se ponía rígida si la abrazabas, podía concentrarse durante horas en algo como un puñado de piedras. Estaba claro que funcionaba de forma diferente, pero al principio sus excentricidades parecían inofensivas, incluso encantadoras.

Empezó a cortarse al mismo tiempo que le empezaron a crecer los pechos. Comenzamos a buscar ayuda. Su consejero de crisis, cubierto por el seguro, le explicó que tenía sensibilidades sensoriales y ansiedad, junto con un autismo leve que la incapacitaba para procesar las emociones como lo harían otros.

Los cortes empeoraron. Los ataques de ansiedad y pánico que duraban uno o dos días se convirtieron en la norma. Hicimos lo que pudimos con lo que nos ofrecía nuestro proveedor de atención médica, pero ella se encontraba atrapada en un horrible punto medio: No estaba lo suficientemente bien como para que la terapia de una vez a la semana la ayudara, pero no era una adicta apta para la rehabilitación. Llamé a todas las líneas de ayuda y de asistencia. Pasaron semanas, meses y años, mientras pedíamos citas y evaluaciones, y buscábamos programas adecuados.

Al final de su adolescencia, hablaba a menudo de suicidio, no porque estuviera deprimida, sino porque se sentía como una carga para nosotros. Cuando estaba bien era estupenda y cuando no, no. Necesitaba una atención integral: terapia individualizada e intensiva; desarrollo de habilidades para la vida; medicamentos calibrados constantemente para someter lo que aún no era inmanejable. Pero los programas estaban a rebosar, disponibles sobre todo para los más afectados.

Incluso cuando California se encamina a la reapertura y al abandono de las mascarillas, siguen existiendo grandes disparidades en la distribución de las vacunas COVID-19.

May. 22, 2021

A principios de noviembre de 2020, unos días después de cumplir 20 años, mi hija se encerró en su habitación y dejó de comer. Destruyó sus posesiones y borró todo de su computadora. No quería dejar rastro, me dijo después.

Conseguimos que la admitieran en un programa intensivo para pacientes externos. Durante un mes, sus días estuvieron llenos de sesiones de terapia grupal e individual. Nos ayudó, y cuando terminó nos dijeron que se pondría en contacto con un terapeuta, un psiquiatra para supervisar su medicación y un programa de terapia de grupo que le enseñaría habilidades para manejar sus inevitables recaídas.

Nos pasamos semanas insistiendo a nuestro proveedor de servicios de salud para que le asignaran médicos y un grupo de apoyo. Tuvo su primera sesión de terapia de seguimiento al final del segundo mes. Todavía estamos esperando que comience la terapia de grupo.

A mediados de abril, había que reponer sus medicamentos. Lo sé, porque yo se los daba. Pero como es legalmente mayor de edad, solo ella podía renovar las recetas. Los frascos se agotaron.

El impacto fue casi inmediato. Pasó de ser maníaca a depresiva y viceversa. Se fue de casa y empezó a vivir en su auto. Guardaba un rollo de toallitas desinfectantes en la guantera para bañarse. Consiguió cortinas oscuras para colocarlas en las ventanas del carro.

Finalmente rellenó sus recetas, y luego vació los frascos.

Cuando llegué a urgencias, no pude pasar por la guardia; no querían dar ninguna información. Me fui sin saber si mi hija seguía viva.

Al día siguiente, sonó mi teléfono. Pero la mujer solo quería llenar los datos de contacto de mi hija; no sabía dónde o cómo estaba ella. Sin embargo, sí sabía que había un copago de 8.000 dólares y preguntaba si quería pagarlo por teléfono.

Esa tarde llamó un médico de la UCI. Mi hija estaba en coma y con respiración artificial. Podía pasar a verla.

Tres días después, movía los dedos de los pies. Tenía convulsiones y la fiebre era de 40 grados. Alta, pero no de daño cerebral. Cuando pudo, preguntó a todo el mundo, a las enfermeras, a los médicos, a mí, a su novio: ¿Por qué estoy aquí? ¿Qué ha pasado?

Se lo dijimos, una y otra vez. Ella no recordaba nada. No recordaba que dormía en su auto, no recordaba haber tomado las pastillas. ¿Por qué lo hice? preguntó. Nadie supo responder a esa pregunta.

Cuando estuvo médicamente estable, los doctores la trasladaron a una habitación normal del hospital, a la espera de una vacante en el centro de psiquiatría para pacientes internos de nuestro proveedor. Nos dijeron que esa atención duraría una semana, dos como máximo. Cuando pregunté qué debíamos hacer entonces, el médico se encogió de hombros.

Estoy escribiendo esto mientras busco lo que se debe hacer después. Mi hija no es una adicta, ni una alcohólica, ni una delincuente. Ahora no es una indigente, pero si regresa a casa, estoy segura de que volverá a la calle y el ciclo comenzará de nuevo. ¿Por qué hacemos tan difícil encontrar un lugar para aquellos que están a mitad de camino, que necesitan más que una sesión a la semana con un terapeuta? ¿Por qué esperamos a que toquen fondo?

El proveedor sigue queriendo que le paguen su dinero, y yo también debo encontrar la manera de pagar la ayuda más allá de lo que el proveedor proporciona, si es que puedo localizar esa ayuda. Mi hija ha caído por un precipicio y yo tengo que saltar tras ella. Seguimos cayendo, pidiendo ayuda. De momento, nadie responde.

Jasmin Iolani Hakes es una novelista que vive en California.

Para leer esta nota en inglés haga clic aquí

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