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Para una enfermera de la unidad especial de COVID, la muerte es parte de cada día

La enfermera Flor Treviño atiende a uno de sus pacientes, el Dr. George Thomas, en la unidad de COVID
La enfermera Flor Treviño atiende a uno de sus pacientes, el Dr. George Thomas, en la unidad de COVID del United Memorial Medical Center, de Houston.
(Carolyn Cole / Los Angeles Times)
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Después de revisar a uno de sus pacientes, Flor Treviño estaba a punto de pasar por una puerta de plástico con cierre cuando una ráfaga de pitidos de los monitores la hizo volver sobre sus pasos.

“¡Agarra el carro de emergencia!”, gritó otra enfermera en la sala de COVID-19. Treviño se apresuró a entrar en la habitación 418, donde los enfermeros bombeaban el pecho desnudo de un hombre.

“Revisemos el pulso”, instruyó un estudiante de medicina.

No detectaron pulso. El ranchero de 79 años tenía un sangrado interno. Una enfermera salió al pasillo para llamar a sus parientes en Nuevo México. “La familia quiere que continuemos, ¡hagamos todo lo que podamos!”, gritó.

Treviño tomó tres jeringas de epinefrina y las vació en la vía intravenosa del hombre para reactivar su corazón. Nada funcionaba.

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“¿Quieren darlo por terminado?”, preguntó el estudiante de medicina al equipo, que estuvo de acuerdo en que la batalla había terminado. “Lo declaramos muerto a las 9:13”.

La habitación comenzó a vaciarse tan rápido como se había llenado. Treviño se quedó para ayudar a la enfermera -con lágrimas en sus ojos- que había estado cuidando al hombre.

Juntas, las dos enfermeras desconectaron al paciente de las vías intravenosas y los monitores, limpiaron su piel con toallitas desechables y le envolvieron la cabeza con una venda. Luego lo metieron en una bolsa blanca para cadáveres.

COVID-19 patient Charles Fletcher can't talk because of the hole in his throat and tracheotomy collar
Charles Fletcher, paciente de COVID-19, no puede hablar debido al orificio en la garganta y el cuello de la traqueotomía, pero le susurra algunas palabras a la enfermera Flor Treviño. Quiere comer alimentos sólidos y regresar al trabajo, le dice. “Estabas intubado y muy enfermo, pero ahora estás mucho mejor”, le responde la enfermera.
(Carolyn Cole / Los Angeles Times)

Era el día 264 en el United Memorial Medical Center de Houston.

El número, que marca cuánto tiempo pasó desde que apareció el primer paciente con coronavirus, en marzo, estaba escrito en un letrero en la estación de enfermería y se actualiza a diario.

Cuando comenzó la pandemia, Treviño trabajaba en la UCI y evitaba la unidad especial para COVID-19. Los enfermeros recibían una paga por peligrosidad, pero ella no creía que valiera la pena correr el riesgo de contraer el virus y llevárselo a su familia.

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Luego, en abril, la exenfermera a cargo de la UCI le pidió ayuda. “No pude decirle que no”, reconoció.

Poco después, convocó una reunión familiar. En la mesa de la cocina, Treviño, de 40 años, le explicó su decisión a su esposo y a sus tres adolescentes.

Su esposo, José, de 44 años, supervisor de una empresa de pisos, aprendió a no preguntar por sus turnos, que comenzaban antes del amanecer y terminaban mucho después de caída la noche.

Una vez que los enfermeros ingresan a la sala especial de COVID-19, a menudo se sienten tan aislados como sus pacientes y deben estar constantemente vigilantes, envueltos en protectores faciales, trajes especiales, mascarillas, guantes y cubrezapatos.

Flor Treviño, right, helps a fellow nurse clean and ease a former  patient into a body bag
Flor Treviño, a la derecha, ayuda a su colega enfermera Diana Escalante a limpiar el cuerpo de un paciente con COVID y colocar sus restos en una bolsa para cadáveres. Treviño debió preparar al menos 20 cuerpos desde que comenzó a trabajar en la sala especial de COVID, en abril.
(Carolyn Cole / Los Angeles Times)

Treviño empezó a extrañar el sol, que solo veía en la sala de descanso o a través de las estrechas ventanas de los pacientes, aunque en sus días libres el brillo la cegaba. Tenía pesadillas sobre monitores que emitían pitidos.

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Column One

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“Al principio pensé que me estresaría estar tan fuera de control”, dijo. “Ahora dejo que las cosas fluyan”.

. “La gente entra caminando y hablando, y en unos pocos días muere”, explicó. “Es tan agotador, emocional y físicamente”.

A medida que aumentan las infecciones en todo el país, los hospitales de Texas y otras dos docenas de estados han informado de una grave escasez de enfermeros. En el hospital de Treviño hay enfermeros extra, que fueron enviados por el estado desde otras partes de Texas, así como enfermeros itinerantes de otros lugares del país.

Los enfermeros de la sala de COVID-19 son una tripulación raquítica, sin asistentes. Ellos soportan la peor parte de limpiar, alimentar, trasladar y monitorear a los pacientes que llegan más enfermos que al comienzo de la pandemia.

Treviño ha ayudado a limpiar más de 20 cadáveres.

“Al principio pensé que me estresaría estar tan fuera de control”, dijo. “Ahora dejo que las cosas fluyan”.

Había 33 pacientes en la unidad COVID-19 el día 264, un agradable martes 8 de diciembre, con edades comprendidas entre los 20 y los 91 años.

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En ocasiones, a Treviño se le habían asignado hasta seis pacientes a la vez. Hoy, era una de los nueve enfermeros que trabajaban en el turno diurno de 12 horas y tenía a su cargo a dos de las personas más enfermas.

Flor Treviño works 12-hour shifts, arriving before dawn and leaving after dark.
Flor Treviño trabaja en turnos de 12 horas; llega al hospital antes del amanecer y sale cuando ya cayó la noche. En sus días libres, el brillo del sol la cegaba.
(Carolyn Cole / Los Angeles Times)

George Thomas, un médico de 75 años de Beaumont, estaba en la habitación 415. Había llegado con neumonía una semana antes, con respirador. Los esfuerzos para que se oxigenara por sí solo habían fracasado.

A las 11 a.m., después de llamar por teléfono a la esposa de Thomas y a su hija de 22 años para informarles, Treviño revisó su presión arterial, que había bajado.

Ella se asegura de hablar con sus pacientes, incluso si están inconscientes. “Te voy a presionar aquí un poco”, le explicó con voz suave.

Los ojos del hombre, frágil y barbudo, estaban cerrados, su cuerpo caía flácido en sus brazos mientras ella usaba una vara aspiradora para limpiar su boca. Treviño detectó pequeñas arrugas en su frente y una leve mueca alrededor de sus labios; las consideró como una señal de que él podía escucharla. “Sé que esto es incómodo”, le dijo. “Lo siento”.

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Como Thomas era médico, y había tratado él mismo a pacientes con COVID-19, Treviño se sentía cómoda susurrándole detalles médicos al oído.

Usando la pierna de su traje desechable como papel, tomó notas sobre los medicamentos y signos vitales de su paciente. Con 5 pies y 2 pulgadas, debió estirarse para ajustar las bolsas de suero intravenoso. “Hablé con su esposa”, le comentó. “Ella está rezando para que mejore”.

Treviño se mudó a la habitación 417, ubicada al lado.

Después de semanas con un respirador artificial, Charles Fletcher, un techador de 60 años oriundo de Houston, finalmente estaba mejorando. Sin embargo, todavía tenía un orificio en el cuello, con un tubo de respiración que le dificultaba hablar.

“¿Cuándo podré comer comida de verdad?” murmuró el paciente. Él seguía a dieta líquida, pero Treviño prometió darle algo. “¿Qué tan mala fue mi situación?”, preguntó. “Muy crítica”, contestó Treviño. “Una máquina respiraba por ti”.

Fletcher asintió con su peluda cabeza gris. Desde su cama, no podía ver al otro lado del pasillo, donde aún descansaba el cuerpo del hombre de 79 años, listo para ser recogido por una funeraria.

Treviño puso una cuchara con gelatina verde en la boca de su paciente. Luego, acercó un vaso de plástico con jugo de uva a sus labios. Fletcher tomó ansioso algunos sorbos; después comenzó a toser y debió detenerse.

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Nurse Flor Treviño on a break
“Al principio pensé que me estresaría estar tan fuera de control”, comenta la enfermera Flor Treviño, durante un descanso. “Ahora dejo que las cosas fluyan”.
(Carolyn Cole / Los Angeles Times)

Ella se recuperó en su hogar, incluso se colocaba sus propios sueros intravenosos, a diferencia de una colega menos afortunada que pasó cinco días como paciente en la sala especial de COVID-19. Esa enfermera sospechó que contrajo el virus cuando no se apretó lo suficiente la mascarilla antes de asistir a un paciente moribundo.

Casi era la 1:30 p.m. cuando Treviño se quitó una capa del equipo de protección y se dirigió a la sala de descanso, para un almuerzo rápido. Había traído sobras de pollo y papas, pero como no tenía mucho tiempo, tomó una barra energética y se dejó caer en una silla. Sus pies comenzaban a palpitar dentro de sus zapatillas grises.

Reunidas alrededor de una mesa, varias enfermeras charlaban sobre el virus. Uno de sus colegas acababa de ser admitido en la unidad COVID-19 por segunda vez. “Uno siente que va a morir todos los días”, expresó una enfermera de San Antonio que había sobrevivido a su propia experiencia con el virus.

Ella se recuperó en su hogar, incluso se colocaba sus propios sueros intravenosos, a diferencia de una colega menos afortunada que pasó cinco días como paciente en la sala especial de COVID-19. Esa enfermera sospechó que contrajo el virus cuando no se apretó lo suficiente la mascarilla antes de asistir a un paciente moribundo.

Flor Treviño, center, works in the COVID unit at Houston's United Memorial Medical Center
Flor Treviño, al centro, comenzó a trabajar en la unidad de COVID en el United Memorial Medical Center, de Houston, después de que la exenfermera a cargo de la UCI le pidiera ayuda.
(Carolyn Cole / Los Angeles Times)
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Flor Trevino started to feel the fatigue from her fourth day of 12-hour shifts.
Flor Treviño, fuera de la unidad especial de Covid-19 en el United Memorial Medical Center de Houston para un breve descanso, comienza a sentir la fatiga de su cuarto día de turnos de 12 horas.
(Carolyn Cole/Los Angeles Times)

La exenfermera a cargo de la UCI, quien convenció a Treviño de sumarse a la unidad especial, relató que su esposo padece una afección cardíaca y tiene miedo de contraer el virus a través de ella.

“¿Le cuentas lo que ocurre aquí?”, le preguntó Treviño.

La veterana enfermera respondió que no habla de trabajo en casa.

“Yo tampoco”, coincidió Treviño. “¿Para qué transmitir ese trauma?”.

Aún así, Treviño, la primera de su familia en graduarse de la universidad, siente la obligación de advertir a sus parientes sobre el virus.

Sus suegros viven con ella. Su cuñado de 55 años, que vive al final de la calle, dio positivo este mes, días después de visitar su casa. Su esposo siempre usa una mascarilla en el trabajo, pero los colegas de éste no. Su hija de 17 años enseña en un preescolar y se estaba preparando para retomar las clases universitarias en persona.

Sus parientes con diabetes e hipertensión estaban ansiosos por reunirse para las fiestas, y a Treviño le costó mucho cancelar su fiesta anual de preparación de tamales. “Ellos no ven lo que hago”, dijo. “No sé cómo expresarlo”.

Además, recientemente, tuvo su propio susto. A finales de noviembre acudió a urgencias por un dolor en el pecho. Resultó ser una cuestión muscular, posiblemente por levantar a sus pacientes. “No quiero tomarme días por enfermedad jamás”, reconoció.

Ella salió de la sala de descanso después de 15 minutos y se vistió otra vez. Comería algo más en un rato.

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Flor Treviño makes dinner after work for husband Jose  and daughter Stacy, 17.
Flor Treviño prepara la cena después de un día de trabajo, para su esposo José y su hija Stacy, de 17 años.
(Carolyn Cole / Los Angeles Times)

Las cosas se estaban calmando a las 6:30 p.m. cuando Treviño se acercaba al final de su turno, el día 264.

Le dijo a Fletcher que no volvería a verlo por más de una semana; tomaría unas vacaciones muy necesarias en una cabaña junto con su esposo, para celebrar su 21 aniversario de bodas.

Todavía se estaba despidiendo cuando las puertas de la unidad se abrieron de golpe. “¡Paciente llegando!”, gritaron los enfermeros mientras trasladaban una camilla a la unidad. En ella había una mujer de 62 años, que había sido tratada en la sala de emergencias por una sobredosis de drogas y luego diagnosticada con COVID-19.

Se esperaba que otro paciente llegara pronto desde Luisiana, en helicóptero. Un tercero procedería de un hospital al este de Houston.

Treviño comenzó a ayudar a las otras enfermeras y no salió de la unidad hasta poco después de las 8 p.m., más de una hora después de que terminara oficialmente su turno.

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En una antesala justo afuera de las puertas con cremalleras, se quitó el equipo de protección y la bata empapada en sudor. Salió de la ducha con sus rizos negros húmedos y sueltos.

Estaba ansiosa por llegar a casa. Se cambia de zapatos en el auto, se pone un par de sandalias limpias y es recibida en la puerta principal por su cachorro mezcla de husky, Milo. En el interior, sonaba música navideña desde una tableta, mientras el árbol de Navidad familiar brillaba desde un rincón.

Pero todavía tenía por delante dos horas de papeleo laboral. Se retiró a una unidad postoperatoria vacía para trabajar.

Flor Treviño arrives home after an exhausting 12-hour shift
Flor Treviño llega a casa, después de un agotador turno de 12 horas.
(Carolyn Cole / Los Angeles Times)

Treviño se frotó las orejas, doloridas por haber estado aplastadas bajo su mascarilla todo el día. El puente de su nariz lucía en carne viva; tendría que untarlo con vaselina antes de acostarse. Su mente estaba empezando a procesar las emociones dejadas de lado durante su ocupado turno.

Pensó en el hombre que había fallecido esa mañana. Perder a un paciente es la parte más difícil de su trabajo en la UCI. Pero en la unidad de COVID, a veces la muerte implica algo de piedad.

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Al menos sus dos pacientes estaban bien, pensó. El médico había dicho que Fletcher pronto estaría listo para dejar la unidad. La presión arterial de Thomas se había estabilizado.

Ella estaba en su cuarto día de vacaciones, cuando los niveles de oxígeno en sangre del hombre se desplomaron, y su corazón se detuvo. “Eso es lo que pasa con esta unidad: no puedes ser demasiado optimista como miembro del personal”, expresó la enfermera después de escuchar la noticia. “Pueden estar bien un día y las cosas cambian muy, muy rápido”.

Treviño regresó al trabajo el sábado, en la jornada número 275.

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