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Una vida perseguida por la violencia: murió Juan Romero, el camarero que ayudó a Robert F. Kennedy en sus últimos segundos

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Juan Romero luchó durante décadas con un recuerdo del que no podía escapar. Abandonó Los Ángeles y se mudó a Wyoming; luego regresó al oeste y se afincó en San José, formó una familia y se dedicó a la construcción.

Pero seguía obsesionado con lo sucedido justo después de la medianoche del 5 de junio de 1968, cuando estaba de guardia como ayudante de camarero en el Ambassador Hotel, en Wilshire Boulevard, cerca de Koreatown.

Esa fue la noche en que un asesino apuntó a Robert F. Kennedy (RFK), candidato a la presidencia de Estados Unidos. Romero, que solo tenía 17 años en ese momento, se arrodilló junto al senador caído, acunó la cabeza de Kennedy e intentó ayudarlo a levantarse antes de darse cuenta de cuán gravemente herido estaba.

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Las fotos de ese momento, con confusión y desesperación en los ojos jóvenes y oscuros de Romero, sirvieron como un retrato desgarrador de la agitación de la década de 1960, a dos meses del asesinato del reverendo Martin Luther King Jr. y a un lustro del asesinato del hermano de RFK, el presidente John F. Kennedy.

Fue solo en el último tiempo que Romero comenzó a dejar ir ese pasado, y cuando lo visité, hace tres años y nuevamente en junio pasado, parecía haber sido revivido. Finalmente, confesó, podía celebrar su cumpleaños después de años de negarse a festejar, porque la fecha es en el mismo mes del asesinato de RFK.

Eso sólo hizo que la noticia de la muerte de Romero, el 1 de octubre en Modesto, a los 68 años de edad, pareciera aún más trágica. “Tuvo un ataque al corazón hace varios días y su cerebro estuvo demasiado tiempo sin oxígeno”, relató su viejo amigo, el periodista de televisión Rigo Chacón, de San José. “Falleció el lunes por la mañana”.

Una sobrina y un hermano confirmaron la muerte de Romero, pero sus familiares no estaban disponibles para hacer comentarios.

Romero no estaba enfermo, según Chacón. Cuando me reuní con él en junio, en el 50 aniversario de la muerte de Kennedy, me dijo que amaba el trabajo duro y sudoroso de pavimentar caminos, y que no tenía intención de retirarse. Su matrimonio había fracasado muchos años antes, pero estaba en contacto regular con los hijos que había tenido de ese matrimonio, y estaba cautivado por un nuevo romance con una mujer de Modesto.

Ese día, nos encontramos en un parque del centro de San José, cerca de un monumento a Kennedy. El candidato había hablado allí poco antes de su muerte; le dijo a la multitud de simpatizantes que la pobreza y el analfabetismo eran indecentes, y advirtió sobre “una erosión de la decencia nacional”.

Romero tenía la costumbre de dejar flores en ese sitio cada año, para recordar el fallecimiento de RFK. En nuestras muchas conversaciones a lo largo de los años, narró que a menudo sentía que nos estábamos alejando políticamente de lo que consideraba el legado de Kennedy, de tolerancia y compasión.

Cuando conocí a Romero, en 1998, justo antes del 30 aniversario del asesinato, se desmoronó al recordar la fatídica noche y cómo se encontraba en la zona de despensa del hotel, donde le dispararon al senador.

Romero me dijo que había conocido a Kennedy la noche anterior, cuando el candidato ordenó comida a su habitación, y se sintió honrado por la forma firme en que le había estrechado su mano y mirado a los ojos con respeto.

“Recuerdo que salí de esa habitación... sintiéndome de 10 pies de altura, sintiéndome como un estadounidense”, reconoció Romero, quien se había mudado a Los Ángeles desde México siete años antes.

El joven se había empleado como ayudante de camarero en el Ambassador siguiendo los consejos de su estricto padrastro, quien trabajaba también en el hotel y quería asegurarse de que Romero no se metería en problemas en las calles del este de Los Ángeles.

La noche siguiente, después de que Kennedy ganara la primaria demócrata de California y formulara su discurso de victoria, el candidato se retiró por el área de la despensa y Romero se abrió paso entre la multitud para felicitarlo. Justo cuando estrechó la mano del senador, comenzaron los disparos. Romero pensó que se trataban de petardos y que Kennedy se había asustado, pero luego observó sangre en su propia mano y se dio cuenta de lo que había ocurrido cuando Sirhan Sirhan, el hombre armado, fue detenido. Romero tenía un rosario en el bolsillo, y lo colocó entre las manos de Kennedy.

El joven empleado fue trasladado a la estación de policía de Rampart para ser interrogado, y luego tomó un autobús a Roosevelt High, a la mañana siguiente. Todavía tenía la sangre de Kennedy en la mano; había optado por no lavarla.

Como si la experiencia no hubiera sido lo suficientemente traumática, Romero comenzó a recibir cartas de personas que lo felicitaban por su proceder. Eso lo hizo sentir incómodo, al igual que las notas de quienes le preguntaban por qué no había hecho algo para evitar el asesinato. Se cansó de que los invitados del Ambassador le pidieran que posara para fotografías; encontró trabajo en Wyoming, y luego se estableció en San José.

En 2010 me reuní con él en Washington, D.C., y fuimos juntos al cementerio nacional de Arlington, donde está enterrado RFK. Me dijo que quería presentarle sus respetos, decirle a Kennedy que había tratado de vivir una vida de tolerancia y humildad, y disculparse. Su amigo Chacón y yo le dijimos que no tenía nada de qué disculparse, pero Romero se arrodilló ante la tumba, habló en voz baja y lloró.

Cinco años después, me envió un correo electrónico donde decía que finalmente se sentía mejor, con la ayuda de una amiga que había conocido en Facebook. Ella le decía que cuando miraba las fotos del Ambassador, veía a un joven valiente que trató de ayudar a un herido, incluso cuando otros se retiraron.

Maria Shriver, exprimera dama de California y sobrina de Bobby Kennedy, se contactó conmigo después de que escribí esa columna; quería una dirección para enviar una nota de agradecimiento a Romero. “Siempre sentí mucha empatía por él... debido a lo difícil que le resultó superar eso”, me dijo Shriver el miércoles por la noche, cuando la llamé para informar la muerte de Romero.

Aunque nunca lo conoció en persona, deseó que Romero hubiera comprendido que había hecho algo humano en un momento trágico; esperaba que, finalmente, hubiera hallado paz.

“Dios lo bendiga”, expresó. “Es difícil comprender por qué alguien es puesto en una situación a la que quedará aferrado para siempre. Pero, tal como lo veo, su imagen será siempre la de una persona que intentó ayudar a alguien”.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

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