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Mientras el presidente de El Salvador intenta silenciar a la prensa, unos hermanos periodistas denuncian sus vínculos con las pandillas

A man sits looking at a laptop on a large table as another man stands next to him.
Los hermanos Carlos Martínez, a la izquierda, y Óscar Martínez la noche en que publicaron su historia sobre el presidente Nayib Bukele y sus vínculos con el crimen organizado en El Salvador.
(Lisette Poole / For The Times )
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Carlos Martínez miró por encima del hombro de su hermano Óscar mientras revisaban la investigación que estaban a punto de publicar, una historia que temían que pudiera cambiar sus vidas para siempre... o quizás aún peor, que no cambiara nada.

Óscar golpeó el pie frenéticamente, haciendo sonar las tablas del piso. Carlos suspiraba profundamente, como si se preparara para una dura lucha.

Los hermanos, dos de los periodistas más célebres de El Salvador, habían elaborado un artículo de investigación que exponía los vínculos del presidente Nayib Bukele con las bandas callejeras que aterrorizan desde hace tiempo a Centroamérica.

El artículo mostraba que el reciente e histórico aumento de los homicidios era el resultado de la ruptura de un pacto entre el gobierno y la mayor pandilla de El Salvador. Los hermanos y sus colegas habían informado previamente de los detalles del acuerdo secreto, en el que funcionarios de Bukele daban a los líderes encarcelados de la pandilla Mara Salvatrucha un trato especial a cambio de su compromiso de reducir la violencia en las calles.

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Es el tipo de periodismo que ha distinguido a la prensa salvadoreña. En las tres décadas transcurridas desde que los acuerdos de paz pusieron fin a la sangrienta guerra civil del país, El Salvador se ha convertido en un faro de la libertad de prensa en una región en la que los periodistas son frecuentemente encarcelados e incluso asesinados por sus trabajos de denuncia de los poderosos y los corruptos.

El Salvador's President Nayib Bukele
El presidente salvadoreño Nayib Bukele pronuncia su discurso anual a la nación ante el Congreso en junio de 2021.
(Associated Press)

Pero todo cambió bajo la administración de Bukele, un autócrata joven y obsesionado con la imagen de ser “el dictador más genial del mundo”, que ha autoproclamado.

Él y los hermanos Martínez son de la misma generación -todos criados en medio de la guerra por padres con sólida formación política-, pero tomaron caminos totalmente diferentes. Mientras que los hermanos emprendieron una cruzada contra el poder, convencidos de que un fuerte control de la autoridad era una condición previa para garantizar la incipiente democracia de El Salvador, Bukele se mostró decidido a ejercer un poder férreo.

Desde que asumió el cargo en 2019, ha logrado el control de las instituciones independientes de El Salvador, purgando a jueces, castigando a los críticos y sentando las bases para permanecer en el cargo a pesar de la prohibición constitucional de la reelección consecutiva.

Bukele, de 40 años, ha mantenido algunos de los índices de aprobación más altos del planeta, gracias en gran parte a su habilidad para controlar las narrativas de los medios de comunicación.

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Bukele ha construido una extensa maquinaria mediática estatal que se guía por encuestas de opinión diarias, al tiempo que trata de controlar a los periodistas independientes con programas espía y drones, castiga a los funcionarios del gobierno por filtrar información y lanza acusaciones de fraude fiscal y blanqueo de dinero contra El Faro, el sitio de noticias de investigación donde trabajan los hermanos Martínez.

En abril, Bukele aprobó una ley que amenaza con hasta 15 años de cárcel a cualquier periodista que informe sobre las pandillas.

En cuanto los hermanos Martínez publicaran su reportaje, se expondrían a ser detenidos.

Para protegerse, se trasladaron temporalmente con sus familias a Ciudad de México.

Aquella calurosa tarde de mayo, en el apartamento de un amigo, ambos tenían cervezas abiertas y cigarrillos encendidos cuando Carlos finalmente pulsó un botón y la historia se publicó en Internet.

Los hermanos se abrazaron. “A ver”, dijo Carlos, “si no acabamos arruinándonos la vida”.

Brothers Oscar and Carlos Martínez.
Los hermanos Óscar y Carlos Martínez se abrazan.
(Lisette Poole / For The Times)

Creciendo durante la guerra, los hermanos Martínez no tuvieron que mirar más allá de su propia familia para ver las amargas divisiones que vivía el país.

Sus padres eran fervientes partidarios de las guerrillas de izquierda que luchaban contra la dictadura militar respaldada por Estados Unidos. Su tío materno, Roberto D’Aubuisson, fue el líder de un escuadrón de la muerte de ultraderecha responsable de uno de los actos más notorios de la guerra: El asesinato del arzobispo Óscar Romero mientras celebraba misa.

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La familia no protegió a Carlos, ni a Óscar ni a su hermano menor, Juan, de los horrores del conflicto, que se extendió de 1979 a 1992 y mató a 75.000 personas.

“Nunca nos dijeron que vivíamos en un país perfecto”, dice Carlos, de 42 años, que se ríe con facilidad, lleva un arete negro en una oreja y nunca le falta su paquete de cigarrillos o su inhalador para el asma. “Desde pequeños entendimos que era imposible entender nuestro país sin entender la violencia”.

Carlos, el mayor, aún era estudiante cuando se incorporó a El Faro en el año 2000.

“El Faro”, fue el primer periódico completamente digital de América Latina, y su objetivo era exigir responsabilidades al nuevo gobierno de la posguerra.

“En El Salvador no había realmente una tradición periodística”, dijo el cofundador Carlos Dada. “Básicamente tuvimos que inventarlo”.

Con la ayuda de programas internacionales de formación, organizaciones sin ánimo de lucro y gobiernos extranjeros que promueven la democracia, El Faro pronto se convirtió en uno de los medios de comunicación más respetados de América Latina. Además de sus incisivas investigaciones sobre la corrupción, el sitio era conocido por sus informes sobre la nueva crisis de violencia que asolaba a El Salvador.

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Poderosas bandas callejeras se habían hecho del control de algunas zonas del país, traficando con drogas, extorsionando a los pequeños comercios y matando con tal desenfreno, que El Salvador figuraba entre los países con más homicidios en el mundo. Los pandilleros dictaban los lugares en los que los residentes podían trabajar, rendir culto o ir a la escuela.

Carlos y Óscar, su fogoso y tatuado hermano, que se unió a El Faro en 2007, se sumergieron en el submundo criminal, incrustándose en cárceles y casas de seguridad para entender el nuevo fenómeno.

Expusieron los orígenes de las bandas formadas por refugiados de guerra salvadoreños en Los Ángeles en la década de 1990 y posteriormente exportadas a Centroamérica mediante deportaciones. Y revelaron cómo los pandilleros muertos en lo que las autoridades describían como “enfrentamientos” con la policía, a menudo resultaban ser víctimas de ejecuciones extrajudiciales.

“Terminábamos de trabajar y nos sentábamos a beber ron y seguíamos hablando de lo mismo”, dijo Carlos. Las conversaciones incluían a menudo a su hermano Juan, un antropólogo especializado en la cultura de las bandas.

En 2012, Carlos, Óscar y sus colegas de El Faro se toparon con su mayor historia: Las pandillas habían descubierto que su violencia tenía un valor político y que lo estaban utilizando para conseguir favores del gobierno.

Los reporteros mostraron cómo el entonces presidente Carlos Mauricio Funes trasladó a los líderes de las bandas fuera de las cárceles de alta seguridad con la condición de que sus soldados de a pie dejaran las armas.

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La disminución de los homicidios resultante de dichos acuerdos, aseguró que las negociaciones con las pandillas formaran parte de la vida política salvadoreña en los años venideros: Habían logrado lo que ninguna estrategia de seguridad había podido.

En los años siguientes, El Faro reveló pruebas de que los dos principales partidos políticos del país negociaron con las pandillas para obtener apoyo electoral. Los líderes políticos solían negar las historias, pero, aunque a veces se mostraban hostiles, nunca buscaban silenciar a los periodistas.

Con Bukele, las cosas cambiaron.

President Nayib Bukele wearing a backward baseball cap
El presidente salvadoreño Nayib Bukele.
(Associated Press)

Antes de ser presidente, Bukele era un ejecutivo de publicidad. Incluso aquellos que han criticado sus tendencias autoritarias, reconocen que tiene una gran habilidad para el automarketing.

Es una habilidad que parece haber heredado de su padre, Armando, hijo de inmigrantes palestinos, que llegó a ser uno de los empresarios más ricos de El Salvador y presentador de un programa de televisión en el que hablaba de historia y simpatizaba con la izquierda.

Nayib Bukele fue elegido gracias a una ola de ira popular contra los dos principales partidos políticos surgidos tras la guerra, ambos envueltos en grandes escándalos de corrupción.

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Se presentó a sí mismo como algo diferente: un líder moderno y con visión de futuro que utilizaba Instagram, aunque en la práctica adoptaba las tácticas comunes de los caudillos latinoamericanos que le precedieron.

El presidente de El Salvador ha atraído a periodistas populares de los medios de comunicación hacia puestos de trabajo mejor pagados en el gobierno y ha lanzado docenas de nuevos medios de comunicación que afirman ser independientes, pero que promueven la propaganda del gobierno.

“Tuitea” docenas de veces al día -mensajes que, según los analistas tecnológicos, son amplificados en las redes sociales por ejércitos de bots- para elaborar una narrativa de un país ascendente y próspero y de sí mismo como un “instrumento de Dios” enviado para dirigirlo.

Entró en guerra con los periodistas que se atrevieron a contradecirle.

Los hermanos Martínez supieron que algo iba muy mal el año pasado cuando una colega de El Faro les dijo que una fuente del gobierno de El Salvador le informó que el gobierno tenía la grabación de una llamada telefónica entre los hermanos en la que hablaban de una investigación periodística.

Cada uno había estado solo durante la conversación, misma que llevaron a cabo en la aplicación encriptada Signal. Empezaron a sospechar que uno de sus teléfonos, o los dos, habían sido intervenidos de alguna manera.

En enero de este año, sus temores se confirmaron: Un análisis realizado por el Citizen Lab de la Universidad de Toronto y el grupo de derechos digitales Access Now descubrió que los hermanos y 20 de sus colegas de El Faro -así como al menos 15 periodistas de otros medios- fueron vigilados durante más de un año con el programa espía Pegasus, cuyo desarrollador israelí vende exclusivamente a los gobiernos.

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“Conocen los detalles de mi relación con toda la gente que quiero”, dijo Carlos, que fue espiado durante 269 días.

“Conocen a las personas que son importantes para mí, y eso las hace vulnerables”.

A raíz del escándalo de Pegasus, las organizaciones de derechos humanos pidieron una investigación y Reporteros sin Fronteras rebajó aún más la clasificación de El Salvador en su índice anual de libertad de prensa.

Las autoridades salvadoreñas no dijeron nada.

Los miembros del partido de Bukele en el Congreso aprobaron rápidamente una reforma que legalizaba las “operaciones digitales encubiertas” de las autoridades.

Los hermanos Martínez estaban cada vez más estresados. Les preocupaba, dijo Carlos, que el gobierno salvadoreño estuviera “apenas comenzando con nosotros”.

Tenían razón.
Bukele había promocionado la drástica reducción de los homicidios como uno de sus logros, celebrando cada día que pasaba sin un asesinato.

En los vídeos promocionales, atribuyó el mérito al trabajo de la policía y los soldados. “Los salvadoreños estamos tomando las riendas de nuestro futuro”, dijo a la Asamblea Legislativa, como se conoce formalmente al congreso. “Lo hicimos sin negociar con criminales”.

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Pero las investigaciones de Carlos, Óscar y sus colegas de El Faro revelaron que el gobierno había mantenido conversaciones con las pandillas desde el principio.

Citaron cientos de páginas de informes penitenciarios que mostraban que Bukele había otorgado a la MS-13 amplias concesiones -desde permitir la venta de pollo frito de un popular restaurante dentro de las cárceles hasta el traslado de guardias que las pandillas consideraban agresivos- a cambio de reducir los asesinatos y apoyar al partido político de Bukele en las elecciones parlamentarias de 2021.

Entonces, un fin de semana de marzo, la paz que había ayudado a ganar un amplio apoyo a Bukele llegó a un abrupto final.

Las pandillas de El Salvador se lanzaron a muerte. En un solo día, 62 personas fueron asesinadas a tiros en todo el país, un nivel de violencia que no se había visto desde el final de la guerra.

Humillados y furiosos, Bukele y su partido declararon el estado de excepción, suspendieron muchas libertades civiles y aflojaron las condiciones legales para realizar detenciones.

Desde entonces, las autoridades han encarcelado a más de 35.000 personas a las que Bukele califica de miembros de bandas “terroristas”. Casi el 2% de la población adulta está actualmente en la cárcel.

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Los grupos de derechos humanos afirman que la mayoría de los detenidos fueron arrestados arbitrariamente y no se les ha respetado el proceso. Amnistía Internacional afirma que al menos 18 personas han muerto bajo custodia del Estado, entre otras cosas por torturas y otros abusos.

Arrestees in El Salvador
Hombres detenidos por presuntos vínculos con pandillas son escoltados por la policía salvadoreña durante el estado de excepción declarado por el gobierno el 31 de marzo de 2022.
(Marvin Recinos / AFP/Getty Images)

Bukele aprovechó el repunte de los asesinatos para atacar aún más a los periodistas -a los que equipara con los pandilleros y califica como enemigos del Estado-, empezando por la aprobación de la ley que amenaza con penas de cárcel a quienes “difundan mensajes de las pandillas”.

Se acusa a su gobierno de enviar drones para espiar a varios reporteros de El Faro, y ha lanzado campañas de desprestigio en Internet contra múltiples periodistas, entre ellos un reportero freelance del New York Times que huyó del país después de que los partidarios de Bukele afirmaran que era hermano de un líder pandillero encarcelado. No importó que el reportero no tuviera hermano alguno.

Juan, el hermano menor de los Martínez, también huyó después de que Bukele le llamara “basura” y tuiteara una entrevista en vídeo en la que había dicho que las pandillas a veces “cumplían una función social necesaria” en El Salvador.

Para Óscar y Carlos, la causa de la repentina explosión de violencia de marzo parecía clara: la tregua de Bukele con las pandillas se había roto. Los hermanos se propusieron demostrarlo, a pesar de los riesgos.

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“Vamos a hacer lo que siempre ha hecho El Faro”, dijo Carlos. “Cuando tengamos información, la publicaremos. No importa lo que pase después”.

Carlos se puso en contacto con algunas de sus fuentes dentro de las pandillas, diciendo que estaba interesado en hablar con líderes de alto nivel de la Mara Salvatrucha sobre lo que había sucedido. Finalmente, un líder de la pandilla se puso en contacto y entregó grabaciones de audio en las que se puede escuchar a un alto funcionario de Bukele discutiendo la ruptura del acuerdo.

El funcionario hablaba extensamente de cómo se había ganado el favor de la pandilla, escoltando en una ocasión fuera de El Salvador a un pandillero buscado en Estados Unidos hasta su llegada segura a Guatemala. Se refirió repetidamente a “Batman”, que según los pandilleros era una referencia a Bukele.

Carlos llamó inmediatamente a su hermano. “Lo tengo todo”, dijo.

The Martínez brothers
Los hermanos Martínez se marcharon a Ciudad de México para terminar la historia sin miedo a ser arrestados.
(Lisette Poole / For The Times)

Al día siguiente, El Faro llevó a Carlos en avión a Ciudad de México para seguir informando sobre las grabaciones sin temor a que las autoridades salvadoreñas le interrumpieran. Óscar se unió a él más tarde.

La historia que Carlos escribió y Óscar editó explica que la masacre de las pandillas de marzo fue una represalia por el arresto de un grupo de líderes de la Mara Salvatrucha que supuestamente estaban protegidos por el gobierno.

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Poco después de la publicación de la historia, la madre de los hermanos, Marisa, los llamó.

“¿Cómo están? ¿Felices?” preguntó Marisa a través del videochat. “Estoy muy orgullosa de ustedes”. Ella también había salido del país antes de la fecha de publicación.

Pronto empezaron a llegar amigos para celebrarlo con cerveza y mezcal. Entre ellos había otros periodistas salvadoreños que se habían exiliado recientemente en el extranjero.

Mientras se servían bebidas y se encendían cigarrillos, Carlos llamó a su hermano, que seguía encorvado sobre su computadora.

“¿Cuántos tenemos?”, preguntó Carlos, refiriéndose a los lectores.

“3.000”, respondió Óscar.

En junio esa cifra llegaría a casi 200.000.

A medida que la historia circulaba por Internet, proliferaban los memes de Batman, los líderes de la oposición expresaban su indignación y el gobierno guardaba silencio.

En cierto modo, no fue una sorpresa. Bukele no siempre contraataca inmediatamente. Y seguramente comprendió que, si reconocía el artículo, le estaría dando más difusión.

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En cambio, durante los días siguientes, Bukele se centró en su agenda preferida: Tuiteó sobre la entrega de tabletas digitales a los estudiantes y sobre las “bolsas de bitcoin” entregadas a los banqueros internacionales que habían visitado el país después de que Bukele hiciera que la criptodivisa tuviera curso legal en El Salvador.

También tuiteó un mensaje de simpatía hacia Elon Musk, actualmente envuelto en una oferta de compra de Twitter. “Una vez que denuncies el sistema, irán a por ti con todo lo que tienen”, escribió Bukele. “Te desprestigiarán, atacarán, degradarán, tratarán de llevarte a la quiebra... Por suerte, vivimos en tiempos de evolución, y sus otrora ‘todopoderosos’ medios de comunicación han perdido su influencia”.

Más decepcionante para los hermanos fue el hecho de que algunos de los medios de comunicación más importantes del país no se hicieran eco de la noticia, quizá por miedo a infringir la nueva ley que amenaza con penas de cárcel por informar sobre las pandillas.

El gobierno de Bukele no había detenido a nadie, pero parecía que su ley estaba teniendo el efecto amedrentador que se pretendía.

Unos días después de la publicación del artículo, Óscar regresó a El Salvador. Sabía que podía ser detenido, pero como jefe de redacción de El Faro, le preocupaba que permanecer en el extranjero enviara un mensaje equivocado a su redacción.

No había policías esperándole al bajar del avión. Aun así, dijo que está observando “día a día” para determinar si tiene que salir de nuevo.

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Carlos permanece en México por ahora. Una vida en el exilio es lo último que quiere. Ama a su país, y echa de menos la verde playa que está a un paso de su casa. Le duele pensar que el relativamente nuevo experimento democrático de El Salvador pueda acabar en fracaso.

A veces se pregunta: ¿Estamos condenados a vivir con la violencia?

Ahora sólo está seguro de dos cosas.

Esté donde esté, seguirá informando. Y lo que venga será más duro que esto.

Brothers Oscar and Carlos Martínez.
Los hermanos Óscar y Carlos Martínez.
(Lisette Poole / For The Times)

Para leer esta nota en inglés haga clic aquí

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