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Opinión: El claustro del COVID–19: Reflexiones sobre el encierro

“Quizá te entierren en un panteón sinuoso y conveniente, pero tus recuerdos, los recuerdos de tus parientes hacia ti, siempre se quedarán ahí, en los pasillos, los muros de tu celda, el oscuro comedor donde te servían “El Toro”, los jardines secos y sin retoñar; ahí es donde se anida la muerte, la verdadera muerte, ahí te quedarás, de ahí no saldrás nunca, esa es la genuina cadena perpetua".
(Brian Vander Brug/Los Angeles Times)
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Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras,

sin embargo, pestes y guerras

toman a la gente siempre desprevenida.

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‘La Peste’, Albert Camus

Los Amish se visten de negro después de su casamiento, hasta ese punto, comienzan a dejar crecer sus barbas; aminoran su atención frente a los demás: el resto de los humanos, entregados a las idioteces del mundo superficial de los grandes disturbios.

Con los Amish imperan dos reglas de oro: la modestia y el sentimiento de formar parte de una comunidad de iguales. Vieja sabiduría de la fibra y el trigo. Sujetan sus pantalones brunos con unos tirantes y llevan un elegante sombrero negro estilo Fedora, nada glamuroso, pero eficiente frente a las adversidades del clima y el tiempo.

Así los vislumbré en la Central de Autobuses de San Antonio, Texas, la North Star Transit Center, los Amish parecían flotar sobre un céfiro de resignación, como si su boleto de autobús los llevara a un destino programado por los designios de un Dios portentoso, ávido de voluntades, transportados al más allá, segregados por las gentes y las pandemias de Suburbia. Parecían, más bien, precipitarse al vacío, sin piadosa cuerda floja.

Era una familia párvula, hice una fotografía con mi teléfono móvil a la niña más pequeña y en la imagen sus ojos se tornaron de negro, sin capa esclerótica. Una contagiada, pensé, pero era sólo ficción, el efecto de luz artificial destilada por el obturador.

Hasta ese entonces, poco se sabía del virus, y nadie lo tomaba en serio. Yo llegaba a la ciudad para una reconstrucción personal, en Des Moines, Iowa, el edificio de mi cuerpo, de mi tabernáculo personal, había sido dinamitado; necesitaba ser reconstruido, encontrar un terreno de obra, lejos de “Los Monjes”, para erigir un nuevo retablo.

Lo encontré en San Antonio, pero ya se percibía un entorno ennegrecido, lóbrego, como los sombreros de los Amish, y esa sensación de no tener nada en concreto, más que la verborrea insubstancial de los locutores de radio, hablando sobre un tema que desconocían –y siguen desconociendo–.

Un ambiente rarefacto, ahí caí en cuenta de que algo muy oscuro estaba por ocurrir. Conforme iba adentrando en la ciudad, su nombre se convertía en eco, a través de bocinas, televisores, autoestéreos, altoparlantes y bocas sucias, redundándolo en distintas modalidades y turnos, hasta que por fin se volvió sólo uno, ya nada más quedaba el unísono perfecto: ‘Coronavirus’.

Estamos todos condenados al confinamiento solitario dentro de nuestras propias pieles, para toda la vida, escribió Tenesse Williams en ‘El zoo de cristal’ (1945), en donde una madre de familia trata de sacar adelante a su hija –un ser patológicamente inseguro–, que se ha volcado obsesivamente al cuidado de sus figuritas de cristal, olvidándose de sí misma.

Sí, arduo es el confinamiento físico, pero es más delicado el confinamiento de la mente al servicio de la banalidad y la locura; peor aún, de la pantalla, la verdadera epidemia, la figura de cristal del mundo moderno.

La cuarentena o puerperio frente al virus, es una medida radical para evitar o limitar el riesgo de que se extienda la enfermedad. Cada vez más zonas de Corea del Sur, Irán, Europa, Chile y Brasil se suman a la lista de países en riesgo de pandemia de Coronavirus, de esta manera, quienes arriben o permanezcan en estas zonas, deberán cumplir obligatoriamente una cuarentena, al menos, de catorce días.

Yo había estado ya en un encierro imperativo, el peor de todos, el de la prisión en México, en el Cereso de Uruapan, Michoacán, para ser exactos, y escribí un libro de crónicas y relatos al respecto: ‘Prosopopeya, la voz del encierro’; en donde puede leerse lo siguiente:

“Quizá te entierren en un panteón sinuoso y conveniente, pero tus recuerdos, los recuerdos de tus parientes hacia ti, siempre se quedarán ahí, en los pasillos, los muros de tu celda, el oscuro comedor donde te servían “El Toro”, los jardines secos y sin retoñar; ahí es donde se anida la muerte, la verdadera muerte, ahí te quedarás, de ahí no saldrás nunca, esa es la genuina cadena perpetua. Tu cuerpo podrá salir, fétido y rígido, pero apestarás para siempre en la cárcel, es la ley del encierro, es la condena máxima, la verdadera muerte, la puta muerte”.

Y quizá sea cierto que no saldré nunca de ahí, permaneceré encerrado en mis recuerdos –otra forma de morir–, es por eso que con la “pandemia”, caigo en un meta-encierro, uno que se libra al contrario de las cárceles: ganando vida; restándole tiempo a la infección, para combatir a la muerte esperando.

Ahora que salgo a las luces de neón, las ciudades del mundo viven su propio encierro, y puedo sentirme entonces como Aurelio Blanco, el protagonista de ‘Olinka’ (2019), la novela del tapatío Antonio Ortuño:

“Si el tamaño y complejidad de las avenidas y puentes construidos en el lapso de su encierro lo habían azorado, la multiplicación de grúas lo convenció de que había viajado en el tiempo. Y en el futuro al que llegaba, ahora, luego de años de reclusión, no había alienígenas ni robots (colosales estos y feroces aquellos). Sólo anuncios resplandecientes, puentes vehiculares de doble piso y torres. Y, claro, grúas, por decenas, y un mundo entero de andamios”.

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Mar. 21, 2020

¿Cómo se siente el confinamiento por COVID–19 cuando el encierro neutral ya se había apoderado de nosotros desde hace tiempo y ya sólo quedan en las calles los hormigones de montaje? El hombre le ha dado la espalda al hombre para abrir su pecho a las máquinas y los circuitos.

Atrás ha quedado el contacto visual, la mirada del alma –como se reconocen los viejos indígenas– y la mímesis, la otredad del hombre con la mujer; el abrazo serpentino y las sobremesas discurridas en el afecto.

Nos queda la visita a ras de pantalla, el scrolling esquizofrénico y los celos exhibidos en el móvil, la casa de los Hikikomori del streaming, aquellos que han escuchado el sonidillo de un mensaje de WhatsApp en la noche y se han perdido, guiados por las máquinas al llamado de los circuitos.

¿A quién favorece el encierro del mundo emitido por Netflix? Ya lo dijo William Blake: “las prisiones están construidas con piedras de ley, los burdeles con piedras de la religión”, y este encierro tiene uniformes azules muy bien planchados.

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Mar. 20, 2020

Es cierto, el contagio es inminente, pero también la sumisión, a tal grado de no reconocer si estamos entregando el trasero a la salvaguarda del virus o a los gobiernos del mundo. ¿Por qué México, con todas sus puertas abiertas, su austero y su meloso alarde de afecto es una de las naciones más fuertes frente al COVID-19? No será por los amuletos devotos del señor presidente.

Por lo pronto, la gente alrededor del globo se aburre trabajando en pijama, comenzando libros que nunca van a terminar de leer, trazando planes a futuro en post-its sujetos a paredes diminutas en sus departamentos de cuatro por cuatro y viendo mucho contenido basura por Internet. ¿Por qué se fastidiaron a la mitad de la cuarentena? Posiblemente porque llevan por lo menos una década haciendo lo mismo, sólo que ahora vigilados por la cámara y un enemigo que no tiene nombre ni cara.

Yo propongo hacer lo mismo, ocultar el rostro, desaparecer, borrar todo registro y despojarme al fin del YO. Me casaré como los Amish y me vestiré de negro, contraeré nupcias conmigo mismo y me convertiré en un náufrago de puertas afuera, siempre a contracorriente, esperando otro tipo de contagios menos mediáticos y más íntimos. Tomaré el mismo autobús que ellos, y la fotografía que capté en un inicio, se volverá a reproducir.

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