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Opinión: Mi madre ha sido una ciudadana diplomática

A spread of Persian dishes
Una variedad de platos persas.
(Mariah Tauger / Los Angeles Times)
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Cuando nos mudamos a California en 1972 para la asignación de ingeniería de dos años de mi padre, mi madre llegó preparada con una maleta llena de regalos. Mucho antes de que Oprah regalara automóviles nuevos a toda su audiencia, mi madre obsequiaba, a todos los estadounidenses que se cruzaban en nuestro camino, alguna chuchería de Irán.

Ningún estadounidense estaba a salvo de los regalos de mi madre. Nuestra anciana vecina recibió una miniatura persa; ella, a su vez, nos regaló una planta trepadora que creció y creció y creció. Definitivamente, nosotros salimos ganando en ese intercambio. El cartero recibió un llavero, mi profesora recibió una pequeña alfombra persa, el guardia que me ayudaba a cruzar la calle recibió una billetera de cuero.

Los padres de mis amigas recibían miniaturas, cajitas con incrustaciones o dispositivos que parecían para fumar algo ilegal. La maleta de regalos de mi madre era como el maletín de viaje de Mary Poppins; nunca se quedaba sin obsequios y ningún estadounidense se consideraba indigno de esta construcción de puentes culturales.

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Entre este suministro interminable, mi madre también había traído una gran selección de ropa persa. Literalmente, nunca había visto a nadie en Irán usar las cosas que ella trajo. Había caftanes de cachemira poco favorecedores, y muchos, muchos chalecos, algunos con adornos de cuero, otros de piel de oveja con un olor muy fuerte a oveja. Permítanme decir que los tejidos persas están entre los más bellos del mundo y, si alguna vez tengo la oportunidad de visitar Irán sin el peligro de ser encarcelada por ser escritora, volveré con las maletas llenas de textiles, especialmente todo lo relacionado con cachemir.

Sin embargo, las cosas que trajo mi madre no estaban de moda a principios de la década de 1970 en Whittier, donde vivíamos, ni en ningún otro lugar en esa época, con la posible excepción de Berkeley en los años sesenta.

Cada vez que mi madre, con la mejor intención, regalaba una de estas prendas, generalmente un chaleco, yo la acompañaba, traduciendo de mala gana. Aunque mi madre me dejaba hablar a mí, siempre añadía tres palabras al final, en su inglés fuertemente acentuado: “De mi país”.

Me encogía cuando mi madre recordaba constantemente a la gente que éramos de otro lugar. Nuestros nombres impronunciables, con sus abundantes sílabas y demasiadas zetas, ya eran un indicio. No quería ser un ciudadano diplomático.

Días después de obsequiar una prenda de vestir, mi madre solía preguntarme si había visto al destinatario usando el regalo. Quería mentir y decir que sí, pero también quería que dejara de regalar la ropa. Para una niña de segundo grado que intentaba pasar desapercibida, la rutina se había vuelto vergonzosa.

No se trataba solo del abrumador olor a oveja que emanaba de debajo del envoltorio del regalo, sino también de la mirada confusa de los destinatarios, una mirada que combinaba la pregunta “¿Qué es esto?” con el miedo de atraer ovejas descarriadas.

En aquel momento no comprendí que las acciones de mi madre tenían un noble propósito: quería agradar a los estadounidenses. Deseaba que supieran que éramos buenas personas de un buen país. Lo único que yo sabía, es que nadie en el vecindario había oído hablar de Irán y, desde luego, no creía que los esfuerzos de mi madre nos dieran buena fama.

Cuando la maleta de regalos se vació, ya era hora de volver a Irán. Dos años después, otra asignación de ingeniería nos trajo de regreso a California, pero esta vez, los mercados de Oriente Medio brotaban lentamente a nuestro alrededor. Con la disponibilidad de ingredientes, la construcción de puentes de mi madre dio un nuevo giro hacia las artes culinarias.

Estoy segura de que si su cocina se compartiera hoy en día, la mayoría de la gente aceptaría los nuevos sabores, pero a los estadounidenses de principios de los 80 no les gustaba la comida exótica de Oriente Medio. Por aquel entonces, vivíamos en Newport Beach, donde las personas bebían cerveza y el pan bajo en calorías más popular resultaba tener pulpa de madera como ingrediente.

Para este público, mi madre preparaba fesenjoon, un guiso divino de jarabe de granada y nueces, servido sobre un lecho de arroz blanco mantecoso. Como si la cantidad de calorías no fuera suficiente para asustar a las personas, el aspecto visual remataba el asunto. El fesenjoon, ese delicioso plato cocinado a fuego lento que se sirve en las bodas y en las ocasiones especiales, tiene el mismo aspecto que el barro.

A mi madre nunca se le ocurrió que alguien pudiera no probar su comida. Insistía en hacer comida persa para todas las comidas comunitarias y escolares, y siempre me preguntaba por los comentarios de la gente. En aquel entonces, lo exótico significaba tacos; la curva de aprendizaje era simplemente demasiado empinada.

Ahora que soy mayor de lo que era mi madre cuando llegó a Estados Unidos, veo sus esfuerzos con ojos mucho más amables. Puede que se equivocara al juzgar lo que los estadounidenses usarían o comerían, pero simplemente quería que nuestras chucherías, chalecos y comida iniciaran conversaciones. Lo entiendo. Es el año 2021 y sigo intentando hacer, aunque ahora de buena gana, lo que mi madre empezó en 1972.

Todos somos ciudadanos diplomáticos, queramos o no, uniendo o dividiendo con nuestras palabras. A los políticos les basta con unas pocas palabras para menospreciar a comunidades enteras, pero depende de la gente corriente continuar con la división o curar las grietas.

Busquemos excusas para iniciar conversaciones, reales en persona, y sigamos hablando hasta que veamos que nuestros puntos en común superan con creces nuestras diferencias, porque lo hacen. Mi madre simplemente se adelantó a su tiempo.

Firoozeh Dumas es una escritora que vive en Palo Alto. Es autora de “Funny in Farsi” y “Laughing Without an Accent”.

Si quiere leer este artículo en inglés, haga clic aquí

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