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Opinión: El crimen organizado amenaza las democracias latinoamericanas y alimenta la migración. Estados Unidos puede ayudar

Una simpatizante sostiene un muñeco que representa al expresidente peruano Alberto Fujimori.
Una simpatizante sostiene un muñeco que representa al expresidente peruano Alberto Fujimori, quien esperaba su liberación de prisión en diciembre de 2023 en Callao, Perú.
(Martin Mejia / Associated Press)
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El último dictador de Perú, Alberto Fujimori, ha logrado su liberación sin necesidad de hacer un túnel para salir de la cárcel, sino gracias a los favores del más alto tribunal del país. Su liberación anticipada en diciembre es parte de un problema más amplio en América Latina, donde la línea entre los gobiernos y el crimen se hace cada vez más difusa.

Fujimori, de 85 años, estaba a poco más de la mitad de una condena de 25 años por dar luz verde a ejecuciones extrajudiciales y secuestros y malversar 15 millones de dólares durante su gobierno de una década, que terminó en 2000. Pero al Tribunal Constitucional de Perú al parecer no le preocupó su deuda no saldada con la sociedad. El tribunal propició su liberación restableciendo un indulto presidencial de hace años.

Esa acción violó flagrantemente el derecho internacional: La Corte Interamericana de Derechos Humanos prohibió a Perú acortar la condena de Fujimori. Pero mientras la democracia del país se sumía en el caos durante el último año, la todavía poderosa familia Fujimori trabajó para conseguir jueces a su favor.

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La consiguiente liberación de Fujimori, que gobernó Perú como si fuera un estado mafioso, llegó cuando los políticos del país estaban mermando la capacidad de investigar la corrupción y el crimen organizado. Perú no está solo. En varios países de la región, los políticos parecen decididos a debilitar la capacidad del Estado para contrarrestar a los grupos criminales.

ARCHIVO - El encarcelado expresidente peruano Alberto Fujimori.
ARCHIVO - El encarcelado expresidente peruano Alberto Fujimori, fotografiado a través de una ventana de vidrio, asiste a su juicio en una base policial en las afueras de Lima, Perú, el 28 de junio de 2016.
(Martin Mejia / Associated Press)

En Guatemala, docenas de legisladores sancionados por Estados Unidos por corrupción han luchado para impedir que el presidente electo Bernardo Arévalo, un político que lucha contra la corrupción, tome posesión de su cargo. En Ecuador, las bandas violentas van camino de hacerse con el poder, reclutando a docenas de funcionarios públicos para que hagan su voluntad, según el principal fiscal del país. En México y Brasil, los cárteles de la droga y los paramilitares se ciernen sobre algunos gobiernos estatales y locales.

Las democracias y los demócratas de América Latina no han recibido suficiente crédito por capear la desigualdad, la violencia y el estancamiento económico. Milagrosamente, sólo dos de las antiguas democracias de la región, Venezuela y Nicaragua, se han derrumbado en un autoritarismo en toda regla. En ninguna otra parte del mundo tantas democracias han resistido tantas presiones durante tanto tiempo.

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Incluso han logrado éxitos notables, pero frecuentemente son pasados por alto, como la reducción casi a la mitad el porcentaje de latinoamericanos que viven en la pobreza desde 2000, controlando la inflación, poniendo fin a una larga tradición de golpes militares y guerras civiles y encarcelando a líderes como Fujimori.

Pero el creciente poder del crimen organizado destaca como una amenaza que no han logrado contrarrestar eficazmente. Durante los últimos 40 años -más o menos el tiempo que llevan existiendo las democracias latinoamericanas- las actividades ilícitas de la región han experimentado un auge prácticamente ininterrumpido. La principal de ellas, el comercio mundial de cocaína engendró algunas de las organizaciones criminales transnacionales más sofisticadas del mundo. Estos grupos se han insertado en la economía subterránea blanqueando su enorme riqueza y se han ramificado en otras actividades ilegales: extorsión; minería, tala y pesca en zonas protegidas; y, cada vez más, contrabando de personas.

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El crimen organizado no puede crecer sin la protección del Estado, y las mafias latinoamericanas llevan mucho tiempo haciendo de la captura de partes del Estado su misión. Han tenido éxito amasando poder político como cualquiera de los partidos políticos de la región. Los legisladores, las fuerzas policiales, los tribunales, los alcaldes, las autoridades portuarias, el control del tráfico aéreo e incluso los presidentes han sido comprados o coaccionados para garantizar que las drogas, los recursos y las personas traficadas fluyan libremente hacia sus destinos - a menudo, en Estados Unidos.

Ahora, gran parte de América Latina vive bajo una forma híbrida de gobierno en la que tanto los Estados democráticos como los grupos criminales organizados ejercen el poder, a veces enfrentados y a veces juntos. A menudo es inmensamente difícil saber quién tiene realmente el control. “Aquí no hay sólo tres poderes”, me dijo recientemente un abogado de Ciudad de México. “Hay un cuarto: el crimen organizado”.

Hasta la década pasada, los grupos criminales amenazaban principalmente con apoderarse de las instituciones del Estado en los países que eran grandes productores de droga -como Colombia y Perú- o que tenían la mala suerte de estar situados a lo largo de las principales rutas de tráfico: Venezuela, México y el norte de Centroamérica. Pero eso está cambiando a medida que grupos criminales ambiciosos establecen puntos de apoyo en nuevos países y mercados.

Ecuador, antaño un país pacífico, se ha convertido en refugio de organizaciones violentas especializadas en la extorsión, impulsando una de las mayores oleadas recientes de emigración de América Latina. Costa Rica, una sólida democracia conocida por su seguridad, se enfrenta a un alarmante aumento de los asesinatos. Los puertos de Chile y Uruguay están adquiriendo una nueva importancia en el tráfico de cocaína.

Cuando las mafias y los Estados se fusionan, la corrupción y la violencia pueden llegar a tales extremos que la gente se conformará con cualquier alternativa, aunque sea autoritaria. La idea del hombre fuerte de mano dura contra el crimen ha vuelto a ponerse de moda a pesar de sus evidentes defectos.

Fujimori, por ejemplo, prescindió de la democracia para aplastar una brutal insurgencia del narcotráfico que había aterrorizado a los peruanos durante años. Pero al desaparecer las instituciones independientes y la supervisión, los altos cargos del Estado no eliminaron la delincuencia; simplemente participaron el negocio. No fue hasta que más de un cuarto de millón de peruanos salieron a las calles que pudieron derrocar a Fujimori y acabar con la ola de delincuencia de su círculo cercano.

Los fiscales, jueces y policías independientes de América Latina han demostrado que existe una forma mejor de hacer frente a la delincuencia. En Colombia, Guatemala y el Perú post-Fujimori, condenaron a decenas de funcionarios públicos por complicidad con el crimen organizado, debilitando a las mafias al privarlas de la protección del Estado. El fiscal general de Ecuador está haciendo ahora un esfuerzo similar.

Los resultados permanecen cuando los procesamientos están respaldados por reformas anticorrupción, que a menudo resultan políticamente difíciles de impulsar. El apoyo de Estados Unidos puede ayudar.

El presidente electo de Guatemala, Bernardo Arévalo, llamó a los guatemaltecos a protestar para defender la democracia del país, en medio de la arremetida que mantiene la fiscalía con una investigación al ente electoral que lo declaró ganador de la presidencia, al partido político que lo llevó al triunfo y a él mismo.

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El Congreso ha dedicado relativamente pocos recursos a reforzar el Estado de derecho en Latinoamérica, sobre todo teniendo en cuenta que la voraz demanda de drogas de los estadounidenses paga buena parte de los salarios de los jefes del crimen de la región. Mientras tanto, las armas de fuego fabricadas en Estados Unidos fluyen con demasiada facilidad a través de nuestras fronteras, armando a las bandas y cárteles latinoamericanos.

Washington no puede enfrentar el aumento sin precedentes de la migración en el hemisferio sin la ayuda de los gobiernos latinoamericanos. Pero conseguir su cooperación no debe significar hacer la vista gorda ante los estados mafiosos emergentes o abandonar a los reformistas.

Fujimori parecía nadar a contracorriente de la historia en la década de 1990, cuando todos los demás países latinoamericanos, aparte de Cuba, se habían convertido en democracias. En retrospectiva, parece más bien un presagio de los retos venideros. Pero Perú acabó dando la vuelta a la esquina; quizá América Latina también pueda hacerlo.

Will Freeman es becario de estudios sobre América Latina en el Consejo de Relaciones Exteriores.

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