Anuncio

Hallar paz y armonía en el ‘Fin de la Tierra’

A view of the sunset at the Atlantic Ocean
Puesta de sol en Fisterra, el “Fin de la Tierra”. En los últimos tiempos, los peregrinos que realizan en España el famoso Camino de Santiago, de 500 millas, amplían su viaje a este punto en la costa atlántica, a unas 50 millas adicionales.
(Ana Fernandez / SOPA Images)

Un pueblo español acoge a los peregrinos religiosos, pero para algunos son “hippies” y “alborotadores”

Share

FISTERRA, España — Bajan a la playa por la noche, trepan por los acantilados cubiertos de hierba para asentarse en la arena. Arman cigarrillos, rasguean guitarras, queman incienso, arrojan maderitas a los perros.

En pleno verano, poco después de las 10 p.m., giran hacia el oeste, absortos mientras el sol pareciera derretirse en el Atlántico. Cuando el cielo se ilumina de oro y fucsia, algunos silban, otros aplauden. Esta es la puesta de sol en Fisterra (o Finisterre), el fin de la tierra.

Después del anochecer, algunos regresan a los acantilados para dormir en el bosque, otros vuelven al pueblo, los que permanecen en la playa se cobijan dentro de sacos de dormir, acurrucados contra las rocas, donde algunas mañanas la policía local los despierta con órdenes de irse.

Anuncio

Algunos los llaman hippies. Otros, alborotadores.

Ellos se hacen llamar peregrinos, y provienen de todo el mundo: Alemania y Hungría, Inglaterra e Italia, y otros sitios. Trabajan en restaurantes, piden comida cerca de los supermercados y venden joyas hechas a mano en la playa. La mayoría recorrió el famoso Camino de Santiago, de 500 millas, y continuó hasta este pequeño pueblo de pescadores en la costa noroeste de España.

Algunos han vivido aquí durante años; otros pocos, sólo una semana. Se quedan por amor, por libertad, por inspiración artística. Se escapan de sus familias, de las drogas, de los trabajos. Fisterra sana, aseguran.

Pilgrims in Spain
Peregrinos se dirigen a Fisterra, España, después de terminar el largo viaje por el Camino de Santiago.
(Ana Fernandez / SOPA Images)

Nadie puede decir exactamente cuántos viven aquí. Quizá 20 personas; tal vez 50.

Sus historias son similares: cuando se quedaron sin tierra, no tenían a dónde ir. “Dije que me quedaría dos noches”, afirmó Marge Ots, de 41 años, una estonia que vive con un puñado de otros peregrinos encima de un bar en la carretera principal de Fisterra “He estado aquí dos años”.

El Atlántico rodea esta ciudad por tres lados. Al este, una playa en forma de media luna forma una cala tranquila donde los buceadores exploran y los pescadores colocan sus redes. Hacia el oeste, los austeros acantilados bordean la Praia Mar de Fóra, una playa cuyas peligrosas corrientes subterráneas han barrido a innumerables nadadores. Al sur, la península se estrecha en una capa angosta y boscosa, donde la gente se reúne junto al faro y observa el atardecer cada noche.

Hace cincuenta años, la geografía de la ciudad hizo de la pesca una línea de trabajo lucrativa. Los residentes se lanzaron en busca de navajas -almejas llamadas así por las delgadas conchas- que se enterraban en la arena. Colocaron trampas de pulpo en el fondo marino y levantaban percebes (un manjar regional) de entre las rocas resbaladizas durante la marea baja.

Fisterra tiene una conexión histórica con las peregrinaciones centenarias, en las que los fieles caminaban desde el sur de Francia hasta Santiago de Compostela, donde se dice que los restos del apóstol Santiago están enterrados. Miles de personas hacen la caminata cada año.

Los antiguos peregrinos a veces continuaban otras 50 millas hasta el mar para lavar su ropa sucia, pero Santiago de Compostela era considerado como la culminación del Camino.

Eso cambió en la década de 2000. Las asociaciones del Camino y las guías de viaje promocionaron a Fisterra como una joya en la accidentada Costa da Morte de Galicia, la Costa de la Muerte, llamada así por la cantidad incontable de naufragios en ella.

En 2009, 2.400 peregrinos visitaron Fisterra. Un año después, ese número ascendió a 17.000.

El pueblo se transformó. Hoteles, restaurantes y albergues, los alojamientos baratos para peregrinos, brotaron por todas partes. Hoy, aproximadamente la mitad de la población activa de la ciudad gana dinero del mar y la otra mitad trabaja en turismo, estima el alcalde de Fisterra, José Manuel Marcote. “Es un cambio que se nos ha impuesto”, reconoció. “Ha modificado nuestra forma de vida”.

Fisterra, Spain
Algunos peregrinos queman su ropa para marcar el final del largo viaje al Océano Atlántico en Fisterra, España.
(Anida / Universal Images Group )

La relación de la ciudad con sus visitantes es complicada. Los caminantes traen dinero, pero a menudo queman ropa en el faro y duermen en la playa, a pesar de las prohibiciones. Luego, están aquellos que nunca se van.

En esa ciudad de 4.000 habitantes, todos conocen a estos peregrinos. Un francés llamado Pedro, cuyo nudoso bastón de madera y barba blanca y rala le dan la apariencia de un delgado Santa Claus, vende postales pintadas a turistas. Una mujer austríaca de nombre Momo Gruss deambula descalza y lee las cartas del tarot detrás de un mostrador en una tienda. Un inglés llamado Quentin Grugeon cultiva tomates y arvejas en una huerta local.

Pilgrims at Fisterra landmark
Fisterra, España, tiene una conexión histórica con la peregrinación en la que los fieles caminan desde el sur de Francia hasta Santiago de Compostela. Los antiguos peregrinos solían continuar hacia el área de Fisterra para lavar su ropa sucia en el mar.
(Ana Fernandez / SOPA Images)

El español David López dirige World Family, un bar donde los peregrinos se reúnen para una cena nocturna y pasan semanas, o meses, como voluntarios.

Gruss, quien describe su edad como “de entre 20 y 40 años”, recorrió el Camino en 2014 junto con su madre, con quien no había hablado en años. Cuando llegaron a Fisterra, ella se vio inmediatamente afectada por la energía del lugar; le pareció que la vida aquí era atemporal.

Después de dejar Fisterra, Gruss, con poco dinero, durmió en los sofás de sus amigos durante unos años, sin intención de regresar a Viena pero sin saber dónde establecerse. No podía dejar de hablar de ese lugar: sus playas vírgenes, las leyendas celtas que parecían darle al pueblo una cualidad mística. Entonces vuelve allí, le decían sus amigos.

Ahora, cuando el clima lo permite, duerme en un colchón en el bosque, rodeada de flores silvestres. “Aquí en Fisterra, el concepto de las personas sin hogar no existe”, comentó Gruss. “La gente vive en el bosque, en la playa. Tú eliges dónde duermes. En este lugar todos estamos en casa”.

Christine Mack, una alemana, le dio a Gruss un trabajo en su tienda de ropa, como lo hace con muchas jóvenes extranjeras que terminan en Fisterra.

A Mack, quien ahora tiene 60 años, también alguna vez le dieron un empleo aquí. Una mañana de 2007, cuando había terminado el Camino y estaba desayunando en el Bar Frontera, conoció al dueño, un hombre gallego. Después de unos minutos de conversación, él le ofreció trabajo en la cocina.

Mack aceptó por instinto. Se tomaría un año sabático de su trabajo administrativo y se quedaría allí seis meses.

Sin embargo, apenas comenzó su estancia, se dio cuenta de que no quería irse. “Me estaba enamorando”, reconoció Mack. Entonces renunció a su trabajo en Alemania y se mudó a Fisterra para estar con el dueño del bar.

A diferencia de los demás, López, el dueño de World Family, nunca recorrió el Camino. Llegó a Fisterra en un autobús.

Cuando arribó, en 2014, se había divorciado recientemente. Estaba desilusionado con su empleo en una compañía multinacional de tabaco y en duelo por la muerte de su padre. Por recomendación de un trabajador social, se empleó en el albergue municipal de Fisterra durante unos meses, luego se mudó al Mar de Fóra, donde decenas de personas dormían cada noche.

El año anterior, 70 personas habían acampado en la playa, en carpas. Un grupo de lugareños se quejó, y la policía nacional les ordenó que se marcharan; instalar carpas en la playa estaba prohibido.

Pero al verano siguiente, decenas de peregrinos regresaron, sin carpas.

Este lugar de Sinaloa, México, es el sitio perfecto para los amantes del turismo de naturaleza y quienes buscan apartarse del ajetreo cotidiano

Ene. 21, 2020

López amaba la vida en la playa. Había velas, sesiones de guitarra y cenas grupales; se sentía parte de una comunidad.

Así, decidió llevar el espíritu de la playa al interior. En 2015, junto con algunos amigos abrieron el World Family. Los visitantes a largo plazo se quedan en el segundo piso del bar; los caminantes a corto plazo se alojan en el tercero.

Los peregrinos se ofrecen como voluntarios en la cocina, en el bar, en el jardín. Comparten cenas veganas, pintan murales, pasan horas charlando en el patio. Por la noche, el bar se convierte en un lugar de fiesta popular, que reúne a extranjeros y pescadores. López y sus copropietarios ganan dinero con el bar y las donaciones, pero no mucho.

“Este sistema es diferente a otros lugares en Fisterra”, dijo López. “Se trata de lo que significa ser un peregrino, no de ganar dinero”.

Al lado del bar está el Hotel Langosteira, y la propietaria, Paulina Mouzo, desconfía de sus vecinos.

Durante la bonanza de las carpas en la playa, dice, a los lugareños no les gustaba visitar el Mar de Fóra. Ahora, con los habitantes de la playa cerca, Mouzo se preocupa por lo que podría pasarle a su calle.

Durante años, Mouzo había saboreado la tranquilidad del vecindario, pero después de que el bar abrió, sus invitados comenzaron a escuchar música a altas horas de la noche. A veces, oían a la gente gritar. Una vez, comentó Mouzo, alguien vomitó en la puerta de su hotel. Ella, quien reside en el edificio, tenía problemas para dormir.

Este destino fue el único de México en aparecer en el listado de las 50 ciudades más bellas del mundo

Ene. 14, 2020

“No son hippies”, aseguró Mouzo. “Esta filosofía de amor y paz y convivencia, de vivir libremente… Ellos viven de manera libre pero sin respeto por el otro”.

En 2016, Mouzo presentó una queja por el World Family ante el Ayuntamiento. Luego otra, y otra. “Seguimos denunciándolos”, expuso.

En una húmeda tarde de verano, Gruss estaba descalza en el mostrador de la tienda, comiendo tomates cherry y mirando por la ventana delantera. La música de flauta suave flotaba desde una radio. Una mujer canadiense que se había quedado cerca de los vestuarios durante horas se ajustó la mochila. “Me voy”, dijo. “Gracias por todo”. Abrazó a Gruss y salió. “Ella no podía determinar si tomaría el autobús de regreso a Santiago”, explicó Gruss. “Creo que finalmente lo decidió”.

Gruss miró su teléfono celular; no recordaba el día o la hora. Tampoco se acordaba de lo que había hecho el día anterior, y no hizo planes para esa noche. El tiempo en Fisterra está marcado por la puesta de sol y las dos estaciones de la ciudad: verano e invierno.

Los investigadores y terapeutas dicen que la angustia relacionada con el cambio climático va en aumento

Ene. 13, 2020

El lugar se vacía cuando llega el frío del invierno (las temperaturas recientes llegan a los 50 grados, frescas pero soportables). Una lluvia sin fin salpica las calles; las olas de cien pies chocan contra los acantilados. Los hoteles están cerrados, algunos restaurantes también. Pocos peregrinos caminan por la ciudad.

Los nómadas se mudan del bosque a los albergues. Pasan sus días preparando guisos, pintando, esperando el verano. Y algunos, como Gruss, decidirán que finalmente es hora de seguir adelante o de regresar al mundo de los plazos y las responsabilidades. Eso es lo que hizo hace unos meses.

Muy pronto, otros peregrinos vendrán a la ciudad, algunos esperan quedarse unos días, tal vez semanas. Pero para otros, las semanas podrían extenderse a años, y descubrirán -como tantos antes- que el verdadero destino de su peregrinación fue Fisterra todo el tiempo, que estaban destinados a estar aquí, en el Fin de la Tierra.

Bernhard es corresponsal especial.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

Anuncio