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Años atrás, hizo todo para salvarla. Hasta que un día la ayudó a suicidarse

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“¿Estás segura de que quieres morir?”

Ángel Hernández miró a su esposa a través de sus lentes transparentes. Su rostro estaba pálido, demacrado, sus labios temblaban.

María José Carrasco, de 61 años, y ocho años menor que él, estaba tirada en un sillón rojo fuerte. Su cuerpo lucía flácido, su rostro consumido, y su boca se hundía en una expresión molesta. Pero Carrasco no estaba enojado; ella estaba nerviosa, inquieta incluso. Inquieta y con dolor. Había sufrido esclerosis múltiple durante 30 años, y la condición ahora estaba devastando su cuerpo.

“¿Te gustaría que lo hagamos mañana?”, preguntó Hernández, mirando a la cámara y grabándolo todo.

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“Sí”

“Está bien”, suspiró. “Bueno, supongo que no hay nada más que decir”.

“No”, respondió ella. “Cuanto antes mejor”.

Luego hay silencio en la grabación. Una parte de Hernández no podía creer lo que estaba sucediendo. Esto era algo que él había reprimido, considerado, aceptado y luego reprimido de vuelta. Una y otra vez, una cuestión agotadora en su cabeza, durante tres décadas.

Hernández sabía que lo que estaba a punto de hacer probablemente significaba ir a prisión. Sabía que su rostro aparecería en todos los periódicos de su país; se convertiría en un lamento momentáneo durante el desayuno o en un debate de borrachos en un bar. Y aunque algunos lo apoyarían, otros preferirían verlo arder en el infierno.

Durante mucho tiempo, Hernández intentó mostrarle a Carrasco que valía la pena vivir. Pero a medida que pasaban los años, comenzó a cuestionar todo lo que había pensado que era bondad y lo que creía que era generoso.

¿Estaba tratando de mantenerla viva por el bien de ella o para el suyo? ¿Era egoísta?

Carrasco tenía sus propios temores, no de la muerte, sino de lo que su esposo enfrentaría después de su suicidio. ¿Prisión? ¿Se convertiría en un paria? Nunca habían tenido hijos porque no querían a nadie entre ellos. Eran el uno para el otro; pero pronto ella se iría y él estaría solo.

Esa tarde, el 2 de abril de 2019, cuando Hernández miró a los ojos hundidos de su esposa en la pequeña sala de estar de ambos en las afueras de Madrid, todavía estaba destrozado. Todo estaba por terminar y también por comenzar: él pondría fin al sufrimiento de ella, pero eso igualmente abriría una abismal ausencia.

Las preocupaciones personales tuvieron que ceder a objetivos más altos. Después de todo, Hernández y Carrasco lo habían planeado de esta manera. Durante meses, dieron entrevistas a la prensa y grabaron videos que mostraban la vida cotidiana de la mujer. “Videos que fueron diseñados para mostrar el sufrimiento de María José”, le manifestó el abogado de Hernández a la prensa.

La realidad era esta: al día siguiente, Hernández se despertaría y ayudaría a su esposa a morir. Y luego, tendría que estar solo.

Hernández provenía de una familia pobre en el suburbio madrileño de Alcalá de Henares; su padre era trabajador de una fábrica, su madre ama de casa. Él era rebelde y había pasado años en prisión durante la dictadura de Francisco Franco. El cargo fue por terrorismo, aunque la acción fue romper ventanas en un banco. Él lo niega. “Ni siquiera estaba allí”, comentó.

Carrasco había nacido en una familia de abogados. “Ella era de la burguesía”, contó Hernández. Pero encontró su propio camino. Abandonó la universidad y se fue a vivir a una comunidad artística en Nueva York. Hablaba idiomas, disfrutaba de la literatura, y le encantaba pintar y tocar el piano.

Cuando Carrasco y Hernández se conocieron, en un taller de teatro en los años 80, ambos se sintieron atraídos por las diferencias del otro: a Carrasco le gustó que él fuera duro y callejero, a Hernández le gustó que fuera caprichosa y erudita. Juntos vieron películas de vanguardia, leyeron clásicos y viajaron.

Hernández recuerda que hablaban hasta altas horas de la noche, sobre cualquier cosa y todo. “Teníamos solidaridad, algo que iba más allá del enamoramiento y el sexo”, comentó.

Ambos se casaron en 1988, y pronto, Hernández notó cosas que no quería ver. Pequeñas cosas al principio: la nota perdida en el piano, la pincelada errante en una de sus pinturas y un garabato demasiado raro en su firma. En cuestión de meses, ella empezó a perder el equilibrio camino a la cocina o veía doble mientras miraba televisión.

Era tan confuso como aterrador. “Esto fue en los años 80 en España, y no teníamos idea de lo que estaba pasando”, contó Hernández.

Tampoco lo sabían los doctores. Carrasco iba de prueba en prueba, de hospital en hospital. Ella estaba desesperada; él también. “Todo mi cabello se cayó por el estrés”, contó el hombre.

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Luego, en 1989, llegó el diagnóstico: esclerosis múltiple, una enfermedad incapacitante del cerebro y la médula espinal, que hace que el sistema inmunitario del cuerpo ataque sus fibras nerviosas.

No hay cura, y Carrasco sabía que la situación sólo empeoraría. Ella se avergonzaba; dejó de ver amigos y se privó de salir. Tuvo que dejar el trabajo como secretaria de la corte. El mundo exterior, que le resultaba tan encantador, comenzó a burlarse de ella y sus posibilidades.

Un día, en 1996, Hernández regresó tarde de su trabajo como técnico en el parlamento español, donde grababa debates y audiencias. Era alrededor de medianoche, y Hernández llamó a su esposa cuando entró en el departamento. “Ella normalmente me esperaba despierta”, relató. Pero esta vez no hubo respuesta. Él gritó de nuevo. Nada.

Corrió a la habitación y la encontró rodeada de envases vacíos de medicamentos, inconsciente, pero aún respirando. Cuando la arrastró fuera de la cama, su cuerpo flácido golpeó el suelo.

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Los servicios de emergencia no llegarían lo suficientemente rápido, pensó. Entonces tuvo que actuar. “La arrastré al baño y le metí los dedos por la garganta”, contó. Ella vomitó un puré de pastillas.

Cuando Carrasco se despertó, Hernández le dijo que aunque no podía evitar que se quitara la vida, “haría todo lo posible para demostrar que tenía una razón para seguir viviendo”.

En los años siguientes, redujo sus horas en el trabajo. Cocinaba, limpiaba y hacía las compras. Le leía antes de que ella se fuera a dormir, y compró cientos de películas que vieron juntos. Todos los sábados, viajaban a pueblos fuera de Madrid para almorzar y disfrutar de la naturaleza.

También viajaron más lejos. “Nos gustaba ir a los Países Bajos”, dijo. “Íbamos a las cafeterías, porque la marihuana ayudaba a aliviar el dolor de María José”.

A medida que su salud se deterioró, en la década de 2000, Hernández comenzó a remodelar el apartamento. Instaló pasamanos en las paredes para que Carrasco pudiera transportarse hasta la cocina, y rediseñó el baño para que le fuera más fácil lavarse. “¿Tenía una vida fenomenal? No. ¿Pero contaba con lo suficiente para seguir adelante? Creo que sí…”.

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En 2010, Hernández tuvo que retirarse anticipadamente. Era demasiado para él. Despertaba a su esposa, la lavaba, le cambiaba el pañal y le aplicaba las cremas. Su propia salud comenzó a deteriorarse. Había desarrollado una hernia insoportable, que agravaba cuanto más la cuidaba. También dudaba de sus motivos.

La muerte puede ser instantánea, un paso desconocido o un accidente de tráfico. Pero esto, esto era diferente. La muerte acechaba: era un peso crónico en sus pensamientos cotidianos. Podía oír su presencia en los gemidos de su esposa, en el chirrido de su silla de ruedas, en el sonido de sus píldoras.

A veces Hernández se sentía culpable. A menudo pensaba que era egoísta. ¿La estaba obligando a seguir con vida?

Supuso que su mujer también tenía estos debates. Sabía que estaba atrapada entre su amor por él y su propio sufrimiento. Sí, ella tuvo un intento de suicidio, pero habían pasado momentos juntos, buenos momentos, cuando el tema de la muerte se había aliviado. En esos instantes, ella debe haber sabido lo que significaba para él. ¿Tal vez por eso ella aguantaba? ¿Por él?

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La pareja había hablado sobre la eutanasia a lo largo de los años, pero todavía era ilegal en España y, como tal, parecía una imposibilidad reconfortante para Hernández. Pero en 2015, cuando Carrasco le pidió que adquiriera algo de pentobarbital de sodio, “por si acaso”, sabía que incluso la ley podría no ser suficiente para disuadir los deseos de su esposa.

En los años siguientes, la condición de Carrasco empeoró. “Estaba tomando altas dosis de morfina y fentanilo, y a menudo la abstinencia de estos medicamentos eran peores que los problemas causados por la enfermedad en sí”, contó Hernández.

A finales de 2018, Carrasco perdió el uso de sus manos. Apoyada en su silla de ruedas, parecía atada por una camisa de fuerza invisible. Apenas podía ver y oír; a veces no era capaz de tragar ni hablar.

Fue alrededor de esta época cuando la pareja le dio una entrevista a El País, en la que Carrasco le dijo al periódico que estaba lista para morir. Hernández afirmó que estaría dispuesto a ayudarla si fuera necesario. El partido de gobierno de España había presentado un proyecto de ley para despenalizar la eutanasia, y las encuestas mostraban que una abrumadora mayoría de los españoles estaba a favor de legalizar “la muerte digna”.

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Pero, así como el suicidio asistido parecía posible, no lo fue. Varios meses después, el proyecto de ley fue bloqueado por los partidos conservadores de España y luego retenido por la incapacidad del partido gobernante para formar un gobierno mayoritario. Era entonces principios de 2019 y Hernández sabía que tendría que tomar el asunto en sus propias manos para que la pareja pudiera mostrar la realidad.

El plan era registrar su sufrimiento diario y mostrarle al mundo lo que era vivir con la carga de esta enfermedad. Luego grabarían el suicidio asistido, y los momentos antes y después. Hernández mostraría su propio rostro, a pesar del riesgo de enjuiciamiento.

Fue sólo con el último de esos puntos que hubo un problema. Carrasco no quería terminar con su sufrimiento sólo para propagar el de su esposo. “Ella se preocupó por mí hasta el final”, comentó él.

Pero Hernández estaba decidido. Había estado en prisión antes, le dijo, y durante la dictadura, nada menos. Más aún, agregó, no creía en Dios ni en el cielo; creía en la vida y en que se viviera con dignidad. Nada lo prepararía para el vacío que ella dejaría, pero ya no era capaz de verla sufrir, ya no podía justificar lo que llegaba a creer que era sólo su egoísmo.

El 3 de abril de 2019, Hernández despertó a Carrasco, como siempre lo hacía. La duchó, la secó, le cambió el pañal y la llevó de regreso a la cama. Alrededor de las 9:30 encendió la videocámara. “María José, ha llegado el momento”, dijo, con voz temblorosa. Carrasco sonrió. Le entregó un vaso de agua con una pajita, para ver si podía tragar.

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“¿Qué piensas?” le preguntó.

“Sí, puedo hacerlo”, respondió ella con la voz quebrada.

“¿Segura que quieres hacer esto?”, Hernández preguntó de nuevo.

“Sí”

“Bueno”

Hernández le entregó otra taza, esta vez con pentobarbital de sodio. Carrasco tragó saliva e hizo una mueca.

“Dame tu mano”, murmuró Hernández. “Quiero sentir cómo desaparece tu sufrimiento. No te preocupes; pronto estarás dormida”.

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En las horas posteriores a la muerte de Carrasco, Hernández se entregó a la policía y admitió que había ayudado a la muerte de su esposa. Fue puesto en libertad bajo fianza al día siguiente.

Después de que Hernández compartió los videos de su mujer con la prensa, el tema se convirtió en una de las noticias más importantes de 2019, publicada en periódicos y medios, tal como había predicho. “Sólo lo hice para ayudar a nuestra causa”, confió. Este año, España está consumida por la pandemia de COVID-19, pero aún así él enfrenta cargos por abuso doméstico.

Sin embargo, por mucho que su vida se ha modificado fuera de su casa, adentro nada ha cambiado. La sala todavía está llena de libros y pinturas, muchas pintadas por ella. El sillón donde solía sentarse yace vacío. Apenas puede mirarlo ahora. “Cambiaré de casa sólo cuando se despenalice la eutanasia”, expresó. “Ahí es cuando mi duelo terminará”.

Hasta entonces, asegura, vivirá incómodo con su ausencia y en soledad.

Bremner es corresponsal especial.

Para leer esta nota en inglés haga clic aquí

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