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Columna: He escrito sobre la crisis de enfermedades mentales de Los Ángeles durante casi 20 años. Tenemos que mejorar

A homeless encampment in downtown Los Angeles.
Un campamento para personas sin hogar en el centro de Los Ángeles.
(Irfan Khan/Los Angeles Times)

Las enfermedades mentales son una de las principales causas de la falta de vivienda en Los Ángeles. Tenemos las herramientas para mejorar las cosas.

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Este mes, hace 17 años, conocí a un músico que dormía en un barrio pobre de Los Ángeles y hablaba sobre tratar de volver a la normalidad y unirse a una orquesta. Como muchas personas en situación de calle, luchó una batalla diaria contra la enfermedad mental que, para él, surgió por primera vez 35 años antes, cuando era estudiante en Juilliard.

Cuando conocí al Señor Ayers, me sorprendió la cantidad de otros seres desechados que luchaban por sobrevivir en las calles, sufriendo sin esperanza. Comencé a escribir sobre esta vergonzosa realidad estadounidense, pensando que encender una luz podría provocar una respuesta colectiva a lo que es, sin duda, una tragedia reparable.

Pero casi dos décadas después, poco ha cambiado.

Las estimaciones varían, pero un análisis de The Times hace dos años encontró que aproximadamente la mitad de las personas sin hogar del condado de Los Ángeles estaban lidiando con una enfermedad mental, y en junio pasado, alrededor del 40% de los reclusos de la cárcel de la circunscripción fueron diagnosticados con un padecimiento psiquiátrico.

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“La conclusión es que los sistemas de salud mental en este país, así como en este estado y este condado, son completamente inadecuados”, indicó el doctor Jonathan Sherin, director de salud mental del condado de Los Ángeles, a The Times el mes pasado en una evaluación brutalmente honesta. “Tenemos lo que yo llamo el asilo al aire libre de la calle y el de la cárcel”.

Entonces, ¿por qué tiene que ser de esta manera?

No tiene por qué serlo.

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A medida que entramos en la temporada de campaña electoral para los cargos locales, incluido el alcalde de Los Ángeles, quería centrarme en dos impulsores de la falta de vivienda para esta columna: la enfermedad mental y, más adelante, la adicción. No digo que esos sean los factores más importantes, pero sin respuestas más inteligentes, las carpas serán una parte permanente del paisaje.

Cuando contacté a expertos en el campo de la salud mental para preguntarles qué salió mal y cómo construir un sistema mejor, recibí dosis iguales de frustración y esperanza.

En cuanto a lo que salió mal, podemos observar las fuerzas de los bajos salarios, los altos costos de la vivienda, la reducción del apoyo federal para los hogares, las epidemias de drogas, el estigma en torno a las enfermedades mentales, así como la falta de paridad con los servicios de salud física, la cobertura de seguros y el acceso a la atención. Y luego está la protección bien intencionada de las libertades civiles, que puede dificultar legalmente ayudar a las personas que mueren en las banquetas y en tiendas de campaña.

Otra clave es que los hospitales psiquiátricos se vaciaron hace décadas sin la prometida red de clínicas comunitarias. A menudo se culpa merecidamente al exgobernador de California y expresidente, Ronald Reagan, pero a lo largo de las décadas, los gobernadores y presidentes demócratas han ido y venido sin hacer las correcciones necesarias.

“A otros países les va mucho mejor”, dice el doctor Tom Insel, psiquiatra y neurocientífico que fue director del Instituto Nacional de Salud Mental durante 13 años y se ha desempeñado como asesor del gobernador Gavin Newsom. “Canadá, Australia, Japón y los países europeos… todos están progresando y nosotros estamos fallando”.

En Estados Unidos, explica Insel, ha habido una gran investigación científica sobre trastornos como la esquizofrenia, pero no se ha traducido en una atención eficaz.

En un artículo de opinión reciente para la revista The Atlantic, Insel calificó la atención de salud mental del país como “un desastre en muchos frentes” y agregó que “Estados Unidos actualmente no tiene un sistema que pueda ayudar a sus ciudadanos a sanar y recuperarse”.

La medida del éxito no debería ser cuántas camas psiquiátricas podemos llenar, me comentó el especialista, sino la cantidad que logramos vaciar.

Y eso me lleva a Trieste, Italia, donde conocí a Insel en 2019, cuando estaba investigando para un libro llamado “Healing: Our Path from Mental Illness to Mental Health”. Los dos estábamos revisando el tan anunciado sistema de salud mental en esa localidad (un modelo que desafortunadamente ahora está amenazado por los líderes italianos derechistas y aquellos que quieren un modelo más tradicional).

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En Trieste, que ciertamente tiene ventajas sobre Los Ángeles, como una población mucho más pequeña, sin una epidemia de metanfetamina y sin crisis de vivienda, han hecho las cosas de manera muy diferente durante décadas. Las personas con enfermedades mentales son aceptadas en lugar de ser rechazadas, la atención es constante y a largo plazo, la burocracia es prácticamente inexistente y los clientes ayudan a diseñar su propio retorno a actividades significativas, incluidos los trabajos.

Ayudan a los habitantes con trastornos mentales a recuperarse, en resumen, y esa palabra está escrita con valentía en la receta de Insel para un sistema mejor. Es una referencia a lo que se llama el modelo de recuperación, y hace 17 años tuve la suerte de que me recomendaran Village, en el centro de Long Beach, donde pude ver cómo es.

El doctor Mark Ragins, el director médico en ese momento, estaba sentado en un escritorio en lo que parecía más un centro de acogida que un consultorio. Un nuevo cliente entró vistiendo pantalones cortos para el gimnasio, lentes de sol oscuros y un sombrero de paja gigante que se posaba sobre una gorra roja.

“Bueno”, le dijo Ragins al hombre, “¿cómo podemos ayudarlo a usted?”.

Ragins, cuyo libro “Frontier: A Rebellious Guide to Psychosis and Other Extraordinary Experiences”, ataca el sistema de salud mental de Estados Unidos y traza un curso más inteligente, tuvo una conversación bastante normal con el cliente. Más tarde me explicó que en lugar de hacer un diagnóstico y escribir una receta el primer día, quería conocer al tipo y comenzar a construir una relación.

Después de eso, ofrecería una gama completa de apoyo y servicios personalizados que se ajustaran a las necesidades del individuo, posiblemente incluyendo vivienda o trabajo, junto con terapia y probablemente medicamentos. Una parte clave de la estrategia era hacer que el cliente sintiera, después de años de aislamiento, que tenía un lugar donde era bienvenido, podía ser productivo y era parte de una comunidad.

Esto, por cierto, no es necesariamente fácil de hacer, dependiendo de la gravedad de la enfermedad y otros factores. Cuando escribí esa columna, un psiquiatra se burló y me advirtió que la psicosis grave no se puede curar con mimos o un abrazo.

Es verdad, pero la recuperación no significa cura. Significa desentrañar cuidadosamente las muchas capas de terror, desconfianza e ira formadas por años de enfermedad inquietante y el trauma de la falta de vivienda, así como ubicar al ser humano que aún está envuelto en todo ese dolor.

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Ese tipo de compromiso puede tomar mucho tiempo y mucha continuidad, los cuales escasean en nuestro sistema. Mi amigo, el Señor Ayers, se mostró reacio a regresar al mundo que lo había exiliado: un entorno de juicios severos, reglas y presión. A mí y a un equipo de profesionales nos llevó un año ganarnos su confianza y, aunque desde entonces ha tenido un techo sobre su cabeza, la recuperación no es lineal y cada día es una nueva prueba.

Sin embargo, lo que vi en el Village fue esperanza. Muchos de los clientes finalmente encontraron un nuevo propósito, se inscribieron como trabajadores sociales y usaron su propia experiencia para atraer a otros.

Necesitamos más de eso. Y algo de esto también:

En los primeros días de Village, indica el exadministrador Dave Pilon, el estado pagaba a la organización sin fines de lucro 15.000 dólares por cliente por año. Sin facturación, sin burocracia, sin pérdida de tiempo empujando papeleo en lugar de ayudar a las personas. Cuando el estado se lo pasó al condado, comenzaron las pesadillas, y Sherin, la jefa de salud mental de Los Ángeles, puede decirle cómo está la situación.

“El dinero que recibimos tiene tantas… ataduras en términos de cómo se puede usar y cómo no, con informes que son agotadores y documentación requerida que termina siendo examinada y auditada”, me informó.

Sherin agregó que preferiría que los funcionarios del condado le dieran un conjunto específico de resultados deseados, como una reducción porcentual anual en la cantidad de personas en situación de calle con enfermedades mentales, junto con un presupuesto y suficiente discreción para que esto suceda.

“Haznos responsables de obtener los resultados... y si no podemos lograrlos, entonces mándame a empacar”, puntualizó Sherin. “Pero no me limites. Lo que sucede es que el sistema está robando el corazón y el alma de las personas que intentan hacer el trabajo… La carga administrativa es escandalosa y hace que sea imposible concentrarse en la misión”.

Si podemos identificar todos los impedimentos para una buena atención, ¿no podemos encontrar la voluntad para eliminarlos y construir un mejor sistema?

“Creo que podemos”, explicó Imelda Padilla-Frausto, científica investigadora de políticas de salud de la UCLA, miembro de la Comisión de Salud Mental del Condado de Los Ángeles, quien se especializa en la prevención de personas sin hogar y la intervención temprana de salud mental.

El condado alberga a miles de residentes cada año, pero el bote salvavidas aún se llena de agua. Padilla-Frausto pide un mayor “enfoque ascendente” que aborde las necesidades sociales y económicas desde el principio, para que “no nos quedemos rescatando un barco que se hunde”. Ella indicó que tiene que haber más servicios de apoyo para las personas en la adolescencia tardía y principios de los 20, que es cuando muchas enfermedades mentales graves se manifiestan por primera vez.

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No es que no haya éxito sobre el cual construir.

Ragins aplaudió un programa del condado sobre el que acaba de escribir mi colega Emily Alpert Reyes, llamado Desviación Asistida por la Aplicación de la Ley, en el que los trabajadores comunitarios visitan a clientes en situación de calle que han cometido delitos menores y tratan de ayudarlos a encontrar el equilibrio antes de que vuelvan a tropezar.

Jim Bianco, juez de la Corte de salud mental, me comentó que los acusados con enfermedades mentales en la cárcel del condado tienen que esperar de seis a nueve meses para obtener un lugar en un hospital psiquiátrico, pero aplaudió los éxitos del programa de vivienda de desviación y reingreso del condado, que está ayudando a evitar que los reclusos liberados regresen.

Insel me mencionó que tiene grandes esperanzas en CalAIM, un nuevo programa estatal diseñado para eliminar la burocracia y brindar atención de salud física, así como salud mental más constante y a largo plazo.

Sherin agregó que no ha renunciado a iniciar un piloto del modelo Trieste en Hollywood, aunque la burocracia lo ha bloqueado.

“No creo que debamos comenzar desde cero”, comentó Amie Quigley, directora de misión urbana y promoción comunitaria en la Primera Iglesia Presbiteriana de Hollywood, donde las personas en situación de calle ayudaron a construir el centro de acogida. Eso satisface la filosofía de las “3 Ps” de Sherin, que es conectarse con las personas, darles un lugar y otorgarles un propósito (en inglés: to connect with people, give them a place, and give them purpose).

Cuando fui a visitar a Quigley hace unos días, me encontré con un hombre aturdido, ampollado por el sol y casi desnudo fuera de la iglesia. Parecía ser relativamente joven, pero la enfermedad y la exposición lo habían envejecido. Solo una más de las figuras tristes, rotas y nómadas que todos estamos acostumbrados a ver. Ella consiguió algo de ropa para el tipo, quien comentó que quería irse a su casa en Florida. Quigley llamó a su madre y comenzó a hacer arreglos para que se reuniera con su familia.

La directora de misión urbana y promoción comunitaria me comentó algo que escuché a menudo en los últimos 17 años. No es que no sepamos lo que funciona, es que no tenemos suficiente y necesitamos estar mejor organizados, enfocados e individualizados.

Quigley sugirió dividir Los Ángeles en áreas de captación. Establezca una zona, identifique un objetivo, como albergar a 1.000 personas con una enfermedad mental, luego ponga equipos de varias agencias para trabajar bajo una sola autoridad en este lugar, con financiamiento y participación de la comunidad.

“También debemos de poner algunos límites y decir que no se puede tener tiendas de campaña levantadas todo el día”, señaló Quigley.

Ella cree que las tiendas de campaña envían el mensaje equivocado, en muchos sentidos, sobre lo que es aceptable, y pueden ser un obstáculo para la atención necesaria, así como una cubierta para el consumo de drogas en un momento en que la metanfetamina mezclada con fentanilo está matando a la gente. Ofrezca viviendas seguras y lugares de reunión como alternativas a los campamentos, enfatizó, y restablezca la civilidad de la manera más humana posible.

Volviendo al Señor Ayers, nuestras visitas semanales han sido limitadas durante la pandemia, pero todavía nos reunimos cuando es posible y platicamos regularmente por teléfono. Su inspiración actual es el concierto para violín de Tchaikovsky.

El Señor Ayers es un recordatorio constante para mí de que aquello que existe en nuestras calles y en nuestras cárceles es moralmente inaceptable y difícil, pero posible de abordar. Uno de sus administradores de casos fue la difunta gran Mollie Lowery, cofundadora de LAMP Community en la década de 1980 y una defensora incansable. Ella tenía un lema que me transmitió a mí y a sus muchos aprendices que se alistaron para ayudar a quienes padecen enfermedades mentales.

Hacer lo que sea necesario, durante el tiempo que sea necesario.

Y nada menos.

Steve.lopez@latimes.com

Si quiere leer este artículo en inglés, haga clic aquí.

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