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Mi hermano, enfermo mental, murió en los primeros meses de la pandemia, pero lo habíamos perdido mucho antes

An illustration of a stethoscope
La autora se pregunta, con cierta incomodidad, si habría tenido emociones más profundas ante la pérdida de su hermano si hubiese sido ella su doctora.
(Getty; Ross May / Los Angeles Times)
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Mi hermano murió en abril, en los primeros meses de la pandemia, pero no fue entonces cuando lo perdimos. En realidad, él desapareció de nuestras vidas hace casi 40 años, cuando le diagnosticaron esquizofrenia. Decir que sufría de esquizofrenia es quedarse corto. La esquizofrenia lo asesinó, le hizo individualmente lo que el COVID le ha hecho a nuestro planeta: después de enfermar, nada volvió a ser igual.

Mi hermano tuvo unos años que fueron buenos. Era un chico tranquilo con afición a las matemáticas, que pasaba horas ensamblando maquetas de aviones. Pero justo antes de cumplir 15 años, la enfermedad comenzó a desmantelar los componentes básicos de su persona.

En cuestión de semanas se volvió paranoico, lloraba interminablemente, hacía cosas tremendamente inapropiadas. Y luego desapareció de gran parte de mi vida, mientras estuvo hospitalizado para recibir un tratamiento que, a menudo, era peor que la enfermedad en sí.

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No hay un buen guión cuando alguien de tu familia sufre un mal mental grave. El hilo conductor de muchas conversaciones casuales son hitos normales (graduaciones, logros, bodas) y él no tenía ninguno para compartir. Los que yo recuerdo son, en realidad, los que quiero olvidar: la vez que trató de suicidarse arrojándose a un río, la ocasión en que fue salvado por la policía mientras estaba parado en la barandilla de un puente.

Hablaba obsesivamente sobre desastres naturales, asesinos en serie y muerte. Él era mínimamente dado a las relaciones; cuando mi papá lo visitaba en el hospital, a menudo le pedía que se marchara. Algunos de mis amigos ni siquiera sabían que yo tenía un hermano; él nunca conoció a mis hijos.

Hace aproximadamente un año, de repente dejó de caminar. Para entonces, estaba en una casa de grupo, de ahí lo enviaron al hospital y la doctora que lo admitió me llamó para hablar de su compleja historia clínica.

Ella era amable y cálida, y pacientemente intentó armar las piezas complejas del rompecabezas de su vida. La especialista señaló una pila de estudios, pero la causa de la debilidad de su pierna seguía siendo un misterio.

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Durante los meses siguientes, llamaba regularmente para darnos actualizaciones. A veces parecíamos más dos colegas discutiendo un caso, que lo que en realidad éramos: el paciente del que estábamos hablando era mi hermano, al que yo apenas conocía. Pero estaba claro que la doctora tenía una conexión genuina con él.

Ella se reía amablemente ante su tendencia a repetir las mismas preguntas extrañas palabra por palabra, un patrón que nos alienaba al resto de nosotros. Entre los escombros de mi hermano encontró a una persona que no le recordaba a nadie que hubiera conocido antes, y por ello sentía curiosidad por esa vida, de una manera que yo no podía.

Pero ahora, como él dependía de una silla de ruedas, no podía regresar a su hogar grupal; estaba atrapado en un limbo de cuidados sin un destino alternativo. Cuando ocurrió la pandemia, lo restringieron a su pequeña habitación del hospital. Se encontraba agitado y deprimido; arrojaba al aire sus bandejas de comida. Su mundo se había reducido aún más.

Una mañana, la doctora llamó para decirnos que tenía fiebre. Me preocupaba que tuviera COVID-19. Hablamos sobre qué hacer a continuación. La noche siguiente, se comunicó para informar que las cosas habían empeorado. Lo supe antes de que ella lo dijera: mi hermano estaba muriendo.

Llamé a mis padres. Una tristeza lúgubre y resignada se apoderó de nosotros. El estado de deterioro de mi hermano nos eximía de las restricciones de visitantes relacionadas con el COVID, y yo sopesé hacer el viaje nocturno de tres horas para verlo. Pero antes de que pudiera decidirme, sucumbió en silencio a un cuadro infeccioso abrumador, y falleció.

Como tantos que han perdido a un miembro de su familia en este horrible momento, no pudimos reunirnos. Reflexionamos sobre su sufrimiento en privado, solos, compartiendo nuestros difíciles recuerdos y tristezas en pedazos.

Nunca se le hizo la prueba de COVID; la causa de muerte es una de las muchas preguntas sin respuesta en su vida. Su deceso en sí mismo sigue siendo una abstracción, al igual que su repentina desaparición cuando yo era pequeña.

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Su doctora me envió un mensaje sincero unos días después. Dijo que extrañaría su semblante infantil y su sentido del humor, cosas que yo nunca había visto en realidad. Me pregunté, con cierta incomodidad, si habría tenido emociones más profundas por mi hermano de haber sido su yo médico.

¿Qué dice ese entumecimiento de mí, una doctora reconocida por la profundidad de mi compasión? Creo que dice que la enfermedad mental grave es brutalmente difícil; dura de ver y de entender.

Aliena a todos por completo, castigando tanto al que la sufre como a sus seres queridos; nos vuelve incapaces de reconciliar a la persona que perdimos con esa a quien todavía tenemos. De alguna manera, creo que es más fácil si no has conocido a esa persona, porque no remas sin cesar hacia la imagen de alguien que, en verdad, ya no existe.

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Mi hermano murió hace 40 años, y falleció el pasado abril. Era un adulto y un niño. Era aterrador y estaba asustado; era macabro y divertido. Todas esas cosas pueden ser verdad a la vez; ninguna versión de una vida es tan completa como para desplazar a la otra.

La única cruda verdad es que siempre estará hecho pedazos. Pero estoy agradecida de que algo en él llamó la atención de otra doctora, incluso frente a una enfermedad atroz que no tiene muchas esperanzas, y que ya no puede desfigurarlo más.

Jillian Horton es médico internista en Canadá, y autora de las memorias “We Are All Perfectly Fine” (Estamos todos perfectamente bien), de pronta publicación. @jillianhortonMD

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

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