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¿Se puede probar una vacuna contra el COVID-19 sin violar los derechos humanos?

¿Se puede probar una vacuna contra el COVID-19 sin violar los derechos humanos?
La familia Aguirre de McAllen, Texas, en el funeral del patriarca Fernando Aguirre, quien murió de COVID-19 después de que una fiesta de graduación llevó a muchos miembros de la familia a dar positivo por coronavirus. ¿Podría un ensayo en humanos ayudar a lograr una vacuna lo antes posible?
(Carolyn Cole / Los Angeles Times)
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Se podría pensar en Ian Haydon como un pionero, o incluso como un heroico explorador de lo desconocido.

El oficial de prensa de la Universidad de Washington, de 29 años de edad, se ofreció como voluntario a principios de este año para probar una vacuna experimental contra el COVID-19 desarrollada por Moderna Inc.

El objetivo del llamado ensayo de Fase 1 era determinar si había efectos adversos a corto plazo de la vacuna y, de ser así, qué tan graves serían.

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Para Haydon, fueron bastante severos. Después de recibir su segunda inyección de una versión de dosis alta, tuvo más de 103 grados de fiebre y debió ser atendido de urgencia en una clínica local. Cuando volvió a su casa, perdió el conocimiento.

Sin embargo, un día después, los síntomas habían desaparecido, y Moderna promocionó la experiencia de Haydon (que en realidad fue anónima), como una indicación de que la vacuna había superado su umbral de prueba inicial en cuanto a seguridad.

Haydon asegura que “no se arrepintió en absoluto” de haber participado en la prueba, y se describe a sí mismo como “un no gran corredor de riesgos”.

No se inscribió en el ensayo por bravuconería o por el dinero, aunque recibirá un pago mensual modesto durante los 14 meses en que deberá controlar su salud. Incluso si la prueba no incluyera un pago, él participaría, asegura. “Es una forma de usar mi salud de manera responsable para ayudar a otras personas”, explica.

“Para desarrollar una vacuna contra el coronavirus, la gente sana necesitará intensificar y tomar un poco de riesgo en estos ensayos clínicos. Si no están dispuestos a hacerlo porque consideran que los riesgos son demasiado altos, simplemente no tendremos vacuna”.

A medida que avanzaban los ensayos clínicos, el riesgo de Haydon era relativamente leve. No estuvo expuesto al coronavirus (la vacuna de Moderna no utiliza una versión viva o neutralizada del patógeno), y aunque se descubrió que le había dado anticuerpos que podrían combatir el virus, posteriormente dio negativo para el virus en sí.

Pero a medida que los numerosos candidatos a inmunizaciones que se están desarrollando en todo el mundo pasan a fases de prueba más avanzadas, surgen mayores preguntas sobre la ética de los programas actualmente en marcha.

En parte, esto se debe a la necesidad de contar rápidamente con una vacuna contra un virus que es inusualmente infeccioso y peligroso, que causó un estimado de 620.000 muertes en todo el mundo en cuestión de meses y desató estragos económicos a nivel global.

“Desarrollar […] y distribuir una vacuna eficaz lo más rápido posible es un imperativo moral para el mundo”, escribieron recientemente el pediatra Stanley Plotkin, de la Universidad de Pensilvania, y el bioético Arthur Caplan, de la Universidad de Nueva York, en la revista médica Vaccine.

Todo el campo de las pruebas de fármacos y vacunas ha estado plagado de cuestiones éticas. El mayor escrutinio se ha dedicado a los ensayos de Fase 1, alrededor de los cuales surgió toda una industria de subcontratación, o outsourcing, para quitarle la tarea de las pruebas preliminares a las compañías farmacéuticas.

Como la socióloga Jill Fisher documenta en su reciente libro “Adverse Events” (Eventos adversos), los ensayos de fase 1, que antiguamente se realizaban principalmente con reclusos, ahora dependen de una población de sujetos en gran medida de bajos ingresos, que se inscriben en pruebas de distintos fármacos y permanecen a menudo confinados en instalaciones sombrías por el tiempo que dura el programa.

Gracias a la preocupación del público por el rápido desarrollo y despliegue de una vacuna contra el COVID-19, “hay mucha más atención general sobre lo que se necesita para contar con una inmunización en el mercado”, señala Fisher.

Pero gran parte de esa atención se dedica a formas de acelerar el proceso, explica. Deberíamos preguntarnos “qué tipo de cuestiones importantes podríamos estar obviando para sacar al mercado algo más rápido”.

Las preguntas éticas más cruciales se refieren a lo que se conoce como “ensayos de desafío”, donde los voluntarios están expuestos deliberadamente a un patógeno para que la eficacia de un tratamiento pueda determinarse más rápidamente que fuera de laboratorio.

En lugar de esperar a que un patógeno se arraigue o no en una gran población que vive en condiciones naturales, una prueba de desafío puede generar resultados más rápidos, con menos sujetos. “Mientras esperamos, hay enormes tasas de mortalidad y daños en todo el mundo, y ese es un precio bastante alto a pagar por renunciar a meses y años de velocidad”, enfatizó Caplan.

Las pruebas de desafío no son novedosas; se han utilizado en la investigación de tratamientos para la gripe y otras enfermedades no letales. La Organización Mundial de la Salud (OMS), en sus directrices éticas para los ensayos de desafío, menciona la viruela, la fiebre amarilla, la fiebre tifoidea y el cólera.

Sin embargo, la OMS también reconoce que “la investigación que involucra la infección deliberada de voluntarios sanos puede parecer intuitivamente poco ética, y existen numerosos ejemplos históricos de ello”.

Entre los casos más notorios al respecto se encuentra el estudio de sífilis Tuskegee, en el cual no se aplicó penicilina a cientos de hombres negros en Alabama que habían contraído sífilis, incluso después de que se sabía que el medicamento era un tratamiento efectivo contra esa enfermedad.

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Stephen Thomas, jefe de la división de enfermedades infecciosas de Upstate Medical University, de Nueva York, escribió recientemente que se había ofrecido como voluntario para un ensayo que involucraba una posible vacuna contra la malaria, en 2001.

“Pensé que, si iba a pedirle a otros que se ofrecieran como voluntarios para mis experimentos de investigación, debería estar dispuesto a hacer lo mismo”, escribió. El médico recibió la vacuna, se infectó con malaria y no contrajo la enfermedad. La vacuna de prueba funcionó y sigue siendo sometida a pruebas de campo.

El potencial de utilizar ensayos de desafío para acortar el camino hacia una vacuna segura y efectiva contra el COVID-19 ha sido ampliamente promocionado en la literatura científica recientemente.

Como Carl Elliott, de la Universidad de Minnesota, ha notado, parte del empecinamiento provino, curiosamente, de los expertos en bioética que intentan equilibrar los riesgos considerables del protocolo de desafío con los riesgos sociales obvios de una enfermedad globalmente virulenta.

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“Cada semana que el lanzamiento de la vacuna se retrase vendrá acompañado de miles de muertes en todo el mundo”, escribieron Nir Eyal, de Rutgers; Marc Lipsitch, de Harvard, y el epidemiólogo británico Peter G. Smith, en marzo pasado. Los estudios de desafío, añadieron, pueden diseñarse de forma tal que “presten atención tanto a los derechos individuales como a la emergencia de salud pública mundial”.

Otros han ido más allá. Los especialistas en bioética Julian Savulescu y Dominic Wilkinson plantearon la posibilidad de pedirles a los residentes de hogares de ancianos “competentes” que se ofrezcan, como una expresión de “altruismo extremo”, aunque reconocieron que algunos de los voluntarios “pueden ser fatalistas o desear morir, o no interesarles si mueren más temprano que tarde”.

En comparación con los ensayos de desafío anteriores, infectar deliberadamente a los sujetos con el coronavirus, que causa el COVID-19, aumenta considerablemente las apuestas. Por un lado, no existe una cura conocida para la enfermedad, y ni siquiera hay seguridad de que muchos tratamientos tengan un efecto significativo para su mejoría.

“Suponiendo que podamos infectar a alguien, ¿existe una estrategia de tratamiento razonable que pueda rescatar a esa persona si comienza a tener una enfermedad más grave de lo que esperamos o lo que queremos?”, preguntó Thomas.

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A pesar de los alentadores resultados de los ensayos para varias opciones de tratamiento, remarcó, “en este momento, el campo médico no puede decir que exista una terapia de rescate en la que todos tendrían 100% de confianza, tal como existe para la malaria”.

Thomas, Caplan y otros dicen que los ensayos de desafío con la vacuna contra el COVID deben diseñarse minuciosamente, para proteger a los voluntarios. “Lo primero que debemos cuestionarnos es por qué necesitamos realizar una de esas pruebas en lugar de proceder con la vía de desarrollo normal”, remarcó Thomas. “Después, deberíamos preguntarnos si el riesgo para el individuo es razonable. Nunca haríamos una prueba de desafío con el Ébola o el VIH”.

Caplan está de acuerdo en que ese tipo de pruebas podrían no ser absolutamente necesarias, pero argumenta que “deberíamos tenerlas en nuestro arsenal, como una opción”.

Si las vacunas candidatas ahora en estudio no alcanzan los resultados esperados, la capacidad de reclutar sujetos para ensayos posteriores puede reducirse, lo cual hará los ensayos de desafío más necesarios. “Hay que tener pruebas de desafío en la manga, si ninguna de las primeras 10 vacunas funciona”, remarcó.

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Para ello, tendrían que tomarse medidas para garantizar que los voluntarios “comprendan completamente los riesgos inusuales involucrados en el estudio”, escribieron Eyal, Lipsitch y Smith.

Sin embargo, si alguien puede comprender adecuadamente los riesgos o no, es cuestionable. Un gran número de voluntarios recibiría un placebo en lugar de una vacuna de prueba, lo cual significa que podrían estar expuestos a la infección sin siquiera la inmunización experimental.

Las consecuencias a largo plazo de la infección por COVID-19 aún no se comprenden; existen algunas indicaciones de que el virus causa tantos estragos en varios sistemas biológicos, que los pacientes podrían sufrir efectos de por vida.

Los defensores de las pruebas de desafío consideran que a los voluntarios se les debe garantizar un tratamiento de por vida para las consecuencias, pero puede que no sea una cuestión sencilla vincular un problema de salud que ocurra dentro de años, o incluso décadas, con una infección experimentada hoy.

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Los ensayos de desafío podrían inscribir sujetos cuyo riesgo de complicaciones o muerte es estadísticamente bajo, por ejemplo, adultos jóvenes y que están naturalmente expuestos al virus, como los trabajadores de la salud o los residentes de zonas que son foco del virus (la OMS recomienda sujetos de entre 18 y 30 años, y advierte contra la inscripción de quienes ya están en desventaja social, como los pobres).

Los voluntarios tendrían la ventaja de una observación médica cercana y acceso a los mejores tratamientos conocidos si se infectan.

Por el momento, el interés público y el entusiasmo por las pruebas de desafío parecen ser considerables. La organización de defensa 1Day Sooner asegura que contrató más de 32.000 voluntarios de 140 países, a pesar de los riesgos manifiestos.

El ímpetu para proceder con esfuerzos extraordinarios sigue siendo fuerte mientras que el coronavirus sigue extendiéndose a nivel mundial. Plotkin y Caplan cerraron su informe citando una línea de “Hamlet”, que señala la urgencia de tomar todas las medidas posibles para erradicar el COVID-19: “Los males desesperados, o son incurables, o se alivian con remedios desesperados”.

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