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EL MOMENTO

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EL MOMENTO
Ha pensado en cruzar el Río Grande por su cuenta. Pero sus amigos en el campamento le advierten que no lo haga.

Le cuentan de los bandidos asesinos que hay por el río; de un hombre ahogado en un remolino de agua; de los perros en los puestos de vigilancia de la Patrulla Fronteriza que reciben órdenes en alemán y pueden olfatear el sudor; del calor del desierto que llega a 120 grados F.; de las víboras de cascabel; de las tarántulas grandes como una mano y de los jabalíes con sus colmillos. Algunos de los inmigrantes, deshidratados ya y delirantes, acaban suicidándose. Sus cadáveres resecos aparecen con un cinturón al cuello colgados de cualquier cosa alta y fuerte que los aguante. A sus pies yacen botellas de agua vacías.

El Hongo escucha con atención, y al final decide no lanzarse solo. “¿Por qué me voy a morir haciendo esto?”, se pregunta. De algún modo hallará la forma de hablarle a su mamá y pedirle que contrate al Tiríndaro.

El 18 de mayo se despierta para encontrar que alguien le ha robado su zapato derecho. Localiza un tenis flotando cerca de la ribera. Consigue agarrarlo. Es del pie izquierdo. Ahora tiene dos zapatos izquierdos. Cubeta en mano, sale cojeando de vuelta al puesto de tacos. Va pidiendo limosna por el camino. La gente le da un peso o dos. Lava unos cuantos coches, luego empieza a llover. Increíblemente, esta vez ha logrado juntar 20 pesos en total.

Eso le alcanza para cambiar su tarjeta de 30 pesos por una de 50 pesos.

Va a usar la de 50 pesos para hablarle a su ex jefe en la tienda de llantas. Si su ex jefe puede localizar a sus tíos, y si ellos saben el número telefónico de su mamá, y si su tía o su tío le regresan la llamada . . .

Es el 19 de mayo. El padre Leonardo López Guajardo de la Parroquia de San José es bien conocido por dejar que los migrantes que cuenten con tarjeta telefónica hagan llamadas desde la iglesia. Cada día él les sirve de asistente telefónico. Va en chancletas de plástico hasta la puerta cada 15 minutos, más o menos, y le avisa a alguien que ha recibido una llamada de regreso.

Ya entrada la tarde, Enrique localiza a su viejo patrón y le hace su pedido. El padre grita el nombre de Enrique dos horas después. Como siempre, la noticia corre como reguero de pólvora por todo el patio: Hay una llamada para alguien de nombre Enrique.

“¿Estás bien?”, pregunta el tío Carlos.

“Sí, estoy bien. Quiero llamar a mi mamá. Se me perdió su número de teléfono”.

Su patrón ha olvidado transmitirles esa parte del mensaje. ¿No tienen el número con ellos? La tía Rosa Amalia hurga en su bolsa. Encuentra el número. El tío Carlos se lo lee, dígito por dígito.

Diez dígitos.

Enrique los escribe con sumo cuidado, uno tras otro, en un pedacito de papel.

Apenas acaba el tío Carlos, se corta la comunicación.

El tío Carlos vuelve a llamar.

Pero Enrique ya no está. No pudo esperar.

Quiere estar solo cuando hable con su mamá; puede que se ponga a llorar. Corre a un teléfono lejos de ahí para llamarla. Por cobrar.

Está nervioso. Tal vez ella esté compartiendo la casa con otros inmigrantes, y puede que ellos hayan bloqueado el teléfono para no recibir llamadas por cobrar. O tal vez no esté dispuesta a pagar. Han pasado 11 años. Ella ni si siquiera lo conoce realmente. Ella le ha dicho con firmeza que no vaya al norte, pero él la ha desobedecido. Cada una de la pocas veces que han hablado, ella lo ha instado a estudiar. A fin de cuentas, esa es la razón por la cual ella decidió irse, para mandarle el dinero de la escuela. Y él ha abandonado sus estudios.

Con un nudo en la garganta, él está parado a la orilla de un pequeño parque triangular a dos cuadras del campamento. A un lado del césped se encuentra el poste con el teléfono de Telmex.

Son las 7 p.m. y el peligro acecha. La policía patrulla el parque.

Enrique, el muchacho menudito con dos zapatos izquierdos, saca el pedazo de papel de sus pantalones, que están gastados y hechos jirones; está demasiado harapiento para andar por este barrio. Coge el auricular del teléfono. Su camiseta es de un blanco brillante que seguro llama la atención.

Lentamente y con cuidado, desdobla su tesoro preciado: el número telefónico de su mamá.

Maravillado, oye que ella contesta.

Acepta la llamada.

“¿Mami?”

Del otro lado, las manos de Lourdes comienzan a temblar. Luego sus brazos, sus rodillas. “Hola, mi hijo. ¿Dónde andas?”

“Estoy en Nuevo Laredo. ¿Adónde estás?”

“He estado tan preocupada”. A Lourdes se le quiebra la voz, pero se esfuerza por no llorar, no vaya a ser que lo haga llorar a él también. “En Carolina del Norte”. Le explica adónde queda. Enrique se calma. “¿Cómo vas a venirte? Consíguete un coyote”. Se la oye preocupada. Ella sabe de un buen coyote en Piedras Negras.

“No, no”, contesta él. “Tengo a alguien aquí”. Muchos coyotes entregan a sus clientes a los bandidos. Enrique confía en El Tiríndaro, pero cobra $1,200.

Ella va a reunir el dinero. “Ten cuidado”, le advierte. Vete a un hotel. Consigue el número de teléfono y la dirección de Western Union en Nuevo Laredo. Ella le enviará el dinero para rentar el cuarto.

“No”, responde él. Está acampando junto al río. Igual la llamará luego, cuando tenga la información del Western Union, para que pueda mandarle algún dinero.

La conversación es incómoda. Su madre es una extraña. Es posible que la llamada sea muy cara. El sabe que las llamadas por cobrar a Estados Unidos desde Honduras cuestan varios dólares por minuto.

Pero logró sentir el amor de su madre. Cuelga el teléfono y suspira. Del otro lado, su madre puede por fin echarse a llorar.

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