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CARGA NUEVA

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CARGA NUEVA
Enrique tiene hambre pero teme que la media docena de panecillos que le arrojaron sea toda su buena suerte en este viaje y por eso los guarda para después.

Una hora más tarde, el tren se acerca a una ciudad: Córdoba.

Va cambiando el tipo de carga que lleva el tren. Ahora es mercancía de gran valor y que se daña más fácilmente: transportan carros Volkswagen, Ford y Chrysler. Por eso los guardias de seguridad controlan los vagones cargueros y tratan de capturar todos los polizontes para entregarlos a las autoridades. Lo que es más importante, según Cuauhtémoc González Flores, funcionario de Transportación Ferroviaria Mexicana, si se cae o muere un migrante por lo general hay que parar el tren por varias horas hasta que lleguen los inspectores, y detener el tren cuesta $8 por minuto.

Junto a las vías aparece un arroyo de aguas residuales. El tren se está acercando a Córdoba. Los inmigrantes se beben toda el agua que tienen porque no pueden correr rápido cargando las botellas. Se anudan los suéteres o las camisas de repuesto alrededor de la cintura. Enrique agarra su bolsa de panes. A las 10 p.m. le llega la señal: el aroma familiar de la planta tostadora de café que está al lado de la estación de ladrillo rojo. Cuando el tren baja la velocidad, Enrique salta del tren y huye corriendo.

Se sienta sobre una acera, una cuadra al norte de la estación. Dos agentes de policía se le aproximan.

Quedarse quieto es mejor que tratar de escapar. Enrique esconde el pan en una grieta. Se traga el miedo y se hace el indiferente.

Los agentes, vestidos con uniformes azul marino, se dirigen derecho a él.

Enrique se queda inmóvil, sin pestañear siquiera. Los policías pueden intuir el miedo. Enseguida se dan cuenta si uno es indocumentado. Tienes que mantener la calma, se dice Enrique a sí mismo. No puedes mostrar el miedo ni tratar de esconderte. Tienes que mirarlos fijo a los ojos.

A diferencia de los que arrojan comida, los policías no traen obsequios. Desenfundan sus pistolas.

“Si corres, disparo”, le dice uno de ellos, apuntándole al pecho.

Se llevan a Enrique y a otros dos muchachos más jóvenes que andaban cerca a un almacén de ferrocarril grande y tenebroso, donde otros siete agentes ya tienen a 20 migrantes.

Es una redada de las grandes.

Los ponen en fila contra la pared. “Saquen todo lo que tengan en los bolsillos”.

Enrique sabe que sólo un soborno evitará que lo deporten a América Central. Tiene 30 pesos, unos $3, que ganó moviendo piedras y barriendo cerca de las vías en Tierra Blanca. Ruega que sea suficiente.

Un oficial lo palpa y le dice que se vacíe los bolsillos.

Enrique deja caer su cinturón, una gorra de los Raiders y los 30 pesos. Lanza una mirada a sus compañeros migrantes. Cada uno está parado junto a un montoncito de pertenencias.

“¡Sálganse! ¡Váyanse, ya!”

No lo van a deportar. Pero se detiene. Junta valor y dice. “¿Me pueden devolver mis cosas, mi dinero?”

“¿Qué dinero?”, responde el agente. “Olvídalo, a menos que quieras que tu viaje termine aquí”.

Enrique se da vuelta y sale del almacén.

Aun en Veracruz, donde los extraños pueden ser tan bondadosos, no se puede confiar en las autoridades. En el pueblo cercano de Fortín de las Flores, el jefe de la policía estatal no quiere hacer comentarios sobre el incidente.

Enrique, ya exhausto, recupera su bolsa de panecillos, se sube a un camión de plataforma y se duerme. Al amanecer oye un tren. Trota junto a un vagón de carga y se trepa sin soltar los panes.

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