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LA PERSEVERANCIA

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LA PERSEVERANCIA
Enrique era apenas un niño cuando se fue su mamá. Cuando salió hace seis meses a buscarla, era un jovenzuelo sin experiencia. Ahora es un veterano en lo que se ha vuelto una riesgosa peregrinación infantil hacia el norte.

Según los expertos, cada año unos 48,000 jóvenes como Enrique, provenientes de Centroamérica y México, entran ilegalmente a Estados Unidos. Vienen sin sus padres. Muchos vienen buscando a sus madres. Viajan como pueden. Miles de ellos viajan encaramados en los techos de los trenes cargueros.

Se trepan y saltan de los trenes en movimiento. Se alimentan como pueden. Son presa de delincuentes. También son víctimas de los pandilleros deportados de Los Angeles, que ahora reclaman los techos de los trenes como territorio propio. Ninguno de los jóvenes trae documentos en regla. Muchos son arrestados y llevodas al sur, hasta Guatemala, por la policía o por “la migra”, como se conoce a las autoridades de migraciones de México.

La mayoría lo intenta de nuevo.

Como muchos otros, Enrique ya lleva varios intentos.

El primero: Salió de Honduras con un amigo, José del Carmen Bustamante. Ambos recuerdan haber viajado durante 31 días y unas 1,000 millas a través de Guatemala hasta el estado de Veracruz, en el centro de México, donde fueron capturados por la migra en el techo de un vagón de tren y enviados de vuelta a Guatemala en lo que los viajeros llaman “el bus de lágrimas”. Estos autobuses hacen hasta ocho viajes al día, deportando así a 100,000 desafortunados pasajeros cada año.

El segundo: Enrique viajaba por su cuenta. Al cabo de cinco días y cuando ya se había internado unas 150 millas en México, cometió el error de quedarse dormido descalzo sobre el techo de un vagón. La policía, a la caza de migrantes, detuvo al tren cerca de la ciudad de Tonalá y Enrique tuvo que saltar a tierra para fugarse. Sin zapatos, no logró llegar muy lejos. Pasó la noche escondido entre la hierba, luego fue capturado y puesto en el autobús de vuelta a Guatemala.

El tercero: Después de dos días, la policía lo sorprendió mientras dormía en una casa desocupada cerca de Chahuites, 190 millas dentro de territorio mexicano. Lo asaltaron, dice él, y luego lo entregaron a la migra, que otra vez lo puso en el autobús a Guatemala.

El cuarto: Después de un día y 12 millas de travesía, la policía lo pilló durmiendo arriba de un mausoleo, en un cementerio cerca de la estación de Tapachula, México. Era un lugar conocido porque allí habían violado a una inmigrante, y dos años antes otra viajera había muerto apedreada después de ser violada. La migra se llevó a Enrique de vuelta a Guatemala.

El quinto: La migra lo capturó mientras caminaba a lo largo de las vías en Querétaro, al norte de la Ciudad de México. Enrique llevaba 838 millas recorridas y casi una semana de jornada. Un enjambre de abejas le había picado toda la cara. Por quinta vez, los agentes de migración lo mandaron de vuelta a Guatemala.

El sexto: Esa vez por poco lo logró. Le tomó más de cinco días. Había recorrido 1,564 millas. Llegó hasta el Río Grande y pudo avistar Estados Unidos del otro lado. Estaba comiendo solo junto a la vía cuando lo apresaron los agentes de la migra. Lo mandaron a un centro de detención llamado El Corralón, en la Ciudad de México. Al día siguiente lo subieron al autobús, a recorrer las 14 horas de regreso a Guatemala.

Era como si nunca se hubiera ido.

Ahora se trata de su séptimo intento y es aquí cuando sufre las heridas que lo ponen en manos de los amables habitantes de Las Anonas.

He aquí lo que recuerda Enrique:

Es de noche. Anda en un tren de carga. Un desconocido se sube por un costado de su vagón cisterna y le pide un cigarrillo.

Los árboles ocultan la luna, y Enrique no ve a los dos hombres que están detrás del desconocido, ni a los otros tres que se trepan sigilosos por el otro costado del vagón. Hay decenas de otros inmigrantes aferrados al tren, pero ninguno tan cerca como para avisarle del peligro.

Uno de los hombres llega hasta la rejilla donde está sentado Enrique. Lo atrapa con las dos manos.

Alguien lo agarra por detrás. Lo echan de bruces sobre el techo del vagón.

Los seis lo rodean.

Quítate todo lo que traigas, dice uno.

Otro revolea un garrote de madera y le golpea con chasquido en la parte de atrás de la cabeza.

Apúrale, dice alguien. El palo le da en la cara.

Enrique siente que le arrancan los zapatos. Le hurgan los bolsillos del pantalón. Uno de los hombres le saca un pedacito de papel. Es donde está escrito el número telefónico de su mamá. Sin ese papel no habrá forma de localizarla. El hombre avienta el papel. Enrique lo ve volar.

Los hombres le quitan a tirones los pantalones. El teléfono de su mamá está escrito con tinta en el interior de la cintura de los pantalones. Pero casi no hay dinero. Enrique lleva encima menos de 50 pesos, apenas algunas monedas que juntó limosneando. Los hombres maldicen y echan los pantalones por la borda.

Los golpes caen ahora más duro.

“No me maten”, suplica Enrique.

Su gorra sale volando. Alguien le arranca la camisa. Un golpe se estrella contra el lado izquierdo de su cara. Le parte tres dientes. Suenan como vidrios rotos en su boca.

Uno de ellos se para con un pie a cada lado de Enrique. Envuelve la manga de una chamarra alrededor de su cuello y comienza a retorcerla.

Enrique se sofoca, tose y trata de jalar aire. Con manotazos desesperados, intenta liberar su cuello y protegerse al mismo tiempo de los golpes.

“Echalo del tren”, grita uno de los hombres.

Enrique piensa en su mamá. Lo enterrarán en una fosa común y ella jamás se enterará.

“Por favor”, ruega a Dios, “no dejes que me muera sin volver a verla”.

El hombre de la chamarra pierde el equilibrio. Se afloja la manga que lo ahorca.

Enrique logra a duras penas arrodillarse. Le han quitado todo menos los calzoncillos. Logra incorporarse y sale disparado por lo alto del vagón cisterna, intentando mantener el equilibrio sobre la superficie curva y resbalosa. El tren se sacude al cruzar unos rieles flojos. No hay luz. Apenas puede ver sus pies. Trastabillea y por fin recobra el equilibrio.

Varios pasos más y alcanza la parte posterior del vagón.

El tren avanza a casi 40 millas por hora. El vagón que sigue también es una cisterna. Sería suicida intentar saltar de un vagón a otro a esta velocidad. Enrique sabe que puede resbalarse, caer entre los dos vagones y ser succionado hacia abajo.

Oye que se acercan los hombres. Con cautela, brinca desde el techo hasta la rótula de enganche que une a los dos vagones, a pocos centímetros de las ruedas que chispean al girar. Oye el ruido sordo de unos disparos y comprende lo que tiene que hacer. Salta del tren, lanzándose al vacío oscuro.

Cae a tierra junto a las vías. Se arrastra unos 30 pies. Le laten las rodillas.

Finalmente, se desmaya bajo un arbolillo de mango.

No puede ver sangre, pero la siente en todas partes. Se le desliza, pegajosa, por toda la cara, le sale de la nariz y de los oídos. Le sabe amarga en la boca. Aún así, siente un inmenso alivio: ya no lo están golpeando.

Recuerda haberse dormido, tal vez unas 12 horas, y luego haber recobrado el conocimiento. Trata de sentarse. Piensa en su mamá, en su familia, en su novia, María Isabel, que quizá esté embarazada. “¿Cómo van a saber dónde me morí?” Vuelve a vencerlo el sueño, y se despierta otra vez. Lentamente, descalzo y con las rodillas hinchadas, se tambalea hacia el norte, a lo largo de las vías. Se siente mareado y confundido. Después de lo que parecen ser varias horas, se da cuenta que está de vuelta donde comenzó, al pie del arbolillo de mango.

A unos pasos de ahí, en la dirección opuesta, hay una choza con techo de paja rodeada por una cerca blanca.

Es la casa del jornalero Sirenio Gómez Fuentes, quien observa a un muchacho ensangrentado que se le aproxima.

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