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EN LAS NUBES

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EN LAS NUBES
Es un vehículo todoterreno Chevrolet Blazer rojo con cristales ahumados. Al acercarse, oyen que las puertas se destraban. Enrique y los demás se apresuran a entrar. En los asientos delanteros hay un chofer y una mujer latinos. Enrique los ha visto ya en una casa que frecuentaba El Tiríndaro al otro lado del río. Forman parte de su red de contrabandistas.

Son las cuatro de la madrugada. Enrique está rendido. Se acuesta sobre unas almohadas que le parecen motas de nube, y siente un inmenso alivio. Sonríe y dice para sí: “De este carro no me saca nadie”. El motor se pone en marcha y el chofer le pasa un paquete de cervezas. Le pide a Enrique que las ponga en una nevera. El chofer se abre una.

Enrique se preocupa por un instante: ¿Qué tal si bebe demasiado?

El Blazer se encamina hacia Dallas.

Los agentes de la Patrulla Fronteriza se fijan mucho en los Blazer y otros vehículos todoterreno. Los faros que apuntan hacia arriba indican que llevan pasajeros ocultos que hacen peso en la parte trasera, explica Alexander D. Hernández, supervisor de la agencia en Cotulla, Texas. Un vehículo que zigzaguea puede traer un cargamento pesado que lo hace mecerse de lado a lado. Cuando lo notan, los agentes colocan sus vehículos a la par y alumbran con linternas los ojos de los pasajeros. Si en vez de voltear hacia la luz se quedan paralizados en sus asientos, es probable que sean inmigrantes sin documentos.

Enrique duerme hasta que El Tiríndaro lo sacude. Están en las afueras de Laredo, a media milla de un puesto de control de la Patrulla Fronteriza.

“¡Levántate!” le dice El Tiríndaro, y Enrique nota que ha bebido. Faltan cinco cervezas. El Blazer se detiene. Enrique y los dos mexicanos, bajo la dirección del Tiríndaro, saltan una cerca de alambre y caminan rumbo al este, alejándose de la autopista. Entonces giran hacia el norte, en dirección paralela a esta. De lejos, Enrique ve la garita.

Todos los automóviles deben detenerse.

“¿Ciudadanos estadounidenses?” preguntan los agentes. Con frecuencia revisan los documentos para mayor seguridad.

Enrique y su grupo caminan 10 minutos más y se vuelven hacia el oeste, de vuelta hacia la autopista. Se agachan detrás de una valla publicitaria. Las estrellas empiezan a desvanecerse, y despuntan los primeros rayos de la aurora.

El Blazer los alcanza y se detiene.

Enrique vuelve a hundirse en las almohadas y piensa: ya he franqueado el último obstáculo. De repente le sobreviene un sentimiento de gozo. Nunca ha estado tan feliz.

Mirando hacia el techo, lo invade un sueño profundo y plácido.

A 400 millas de distancia la camioneta entra a una gasolinera en las afueras de Dallas. Enrique despierta. El Tiríndaro se ha marchado sin despedirse. Por sus conversaciones en México, Enrique sabe que este gana $100 por cliente. Lourdes ha prometido pagar $1,200. Está claro que todo es un negocio, y que el que manda es el chofer, quien es también el que cobra la porción principal. El patero ha vuelto a México.

Además de gasolina, el chofer compra más cerveza, y llegan a Dallas al mediodía. Estados Unidos es impresionante. Los edificios son enormes. Las autopistas tienen puentes de dos y tres niveles. Nada que ver con las calles de tierra de su barrio natal. Y qué limpio está todo.

El chofer deja a los mexicanos y lleva a Enrique a una casa grande. Dentro encuentra ropa de varias tallas y estilos estadounidenses, para vestir a los clientes de manera que no atraigan la atención.

Llaman a su madre.

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