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EPILOGO

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EPILOGO
“La Odisea”, el relato épico del largo viaje de un héroe que regresa a su casa después de la guerra, termina con una nota de paz y sosiego.

El viaje de Enrique no es de ficción y su final resulta más complejo y menos dramático que el de la antigua epopeya.

Los niños como Enrique sueñan con encontrar a sus madres y vivir para siempre felices con ellas. Juntos al fin, suelen pasar semanas, quizá meses, en que hijos y madres se aferran a ilusiones románticas de lo que deberían ser sus sentimientos mutuos. Entonces se interpone la realidad.

Los niños manifiestan su resentimiento por haber sido abandonados en la tierra natal. Recuerdan promesas de regresar que no se cumplieron y acusan a sus madres de haberles mentido. Se quejan de que ellas trabajan demasiado y no les dan la atención que les ha faltado durante la separación. En casos extremos buscan por otros rumbos el cariño y la estima: las niñas quedan embarazadas, o se casan muy jóvenes, los muchachos se meten en pandillas.

Algunos se sorprenden al descubrir familias enteras en Estados Unidos, con padrastros y hermanastros. Surgen los celos. Los hermanastros los insultan, diciéndoles “mojados” y los amenazan con llamar al Servicio de Inmigración y Naturalización para que los deporte.

Las madres, por su parte, exigen respeto por el sacrificio que para ellas representa haber dejado atrás a sus hijos por el propio bien de estos. Algunas han tenido que soportar la soledad y han trabajado duro para mantenerse, pagar la deuda de su travesía clandestina y ahorrar para enviar dinero a su país. Cuando los hijos dicen “me abandonaste”, responden sacando un puñado de recibos de transferencias de fondos.

Ellas piensan que sus hijos son malagradecidos y resienten la independencia que exhiben los chico, sin la cual difícilmente habrían sobrevivido estos el viaje al Norte. Con el tiempo, madres e hijos se dan cuenta de que ya no se conocen, que son como extraños.

Al principio, ni Enrique ni Lourdes llora. El la vuelve a besar. Ella lo abraza muy fuerte. El se ha imaginado esta escena mil veces. Es precisamente como la había soñado.

Se pasan el día hablando. El le cuenta sus viajes: la paliza en el techo de un tren, el salto que le salva la vida, el hambre, la sed, el terror. Ha bajado 28 libras, a 107. Ella le prepara arroz, frijoles y chuletas de puerco fritas, y lo mira comer. El niño que dejó en el kinder ya es más alto que ella. Tiene su nariz, su cara redonda, sus ojos, su pelo rizado.

“Mira, mamá. Mira lo que me he puesto aquí”. Se levanta la camisa y muestra un tatuaje: EnriqueLourdes.

La madre se estremece. Dice que los tatuajes son para los delincuentes, para los reos. “Te voy a decir que esto no me gusta nada, hijo”, le contesta. Y después de una pausa añade: “Pero al menos, si te ibas a hacer un tatuaje, te acordaste de mí”.

“Siempre me he acordado de ti”.

Le cuenta a ella de Honduras, de cómo le robó las alhajas a su tía para pagar su deuda a un traficante de drogas, de cómo quiso apartarse de las drogas, de lo que le dolía estar sin ella.

Por fin, Lourdes cede a las lágrimas. Le pregunta por Belky, su hija en Honduras; por su propia madre, sobre la muerte de sus hermanos. Y deja de preguntar. Se siente demasiado culpable para seguir.

La casita rebosa de sentimientos de culpabilidad. De sus ocho residentes, varios han dejado atrás a sus hijos. No tienen de ellos más que sus retratos. El novio de Lourdes tiene dos hijos en Honduras que no ha visto en cinco años.

Enrique se siente bien con esta gente, sobre todo con el novio de su madre; podría ser mejor padre que su propio papá, que abandonó a Enrique para empezar otra familia.

El novio de Lourdes le consigue trabajo como pintor a los tres días de su llegada. Al principio gana $7 por hora. En cuestión de una semana lo ascienden a lijador y empieza a ganar $9.50. Con su primer cheque ofrece contribuir $50 a la factura de la comida. Le compra un regalito a Diana, unas sandalias rosadas que le cuestan $5.97. Envía dinero a Honduras para Belky y para su novia, María Isabel Caría Durón.

Con sus amigas, Lourdes se jacta del joven: “Te presento a mi hijo. ¡Míralo! ¡Qué grande está! Es un milagro tenerlo aquí”.

Cada vez que Enrique sale de la casa, su madre lo abraza. Se sientan juntos cuando ella vuelve del trabajo para ver su telenovela favorita, mientras ella descansa la mano en el brazo de su hijo.

No obstante, con el tiempo se dan cuenta de que son dos extraños. Ninguno conoce los gustos del otro. Lourdes escoge en el supermercado unas botellas de Coca Cola. Enrique le dice que él no toma Coca, que le gusta Sprite.

El piensa trabajar y ganar dinero. Ella quiere que se dedique a estudiar inglés, que se consiga una profesión.

El se va al billar sin pedir permiso. Ella se enoja.

De vez en cuando, él suelta una palabrota. Ella le pide que se contenga. Los dos recuerdan las palabras que se dijeron estando enojados.

“No Mami”, dice él. “A mí nadie me va a cambiar”.

“¡Pues vas a tener que cambiar! Si no, vamos a tener problemas. Yo quiero un hijo que, cuando yo le diga que haga algo, me conteste que sí”.

“¡Tú no puedes mandarme!”

Los choques culminan cuando María Isabel llama por cobrar y le rechazan la llamada porque no la conocen algunos de los inmigrantes que viven en la casa remolque.

Lourdes les da la razón. No se pueden permitir el lujo de aceptar llamadas por cobrar de cualquiera.

Enrique se enfurece y empieza a hacer la maleta.

Lourdes se le acerca por detrás y le da con fuerza varias nalgadas.

“¡Tú no tienes derecho de pegarme! Tú no me criaste”.

Enrique pasa la noche en el auto de su madre.

Pero al final vence el amor. Las diferencias ceden.

Enrique y Lourdes, al fin reconciliados, siguen juntos hasta el día de hoy.

Y, lo que es más, es posible que muy pronto llegue a reunirse María Isabel con ellos.

Enrique llama un día por teléfono a Honduras. María Isabel está embarazada. El ya se lo sospechaba antes de salir. Da a luz el 2 de noviembre del 2000 a una hija. La nombran Katherine Jasmin.

La nena se parece a Enrique. Tiene su boca, su nariz, sus ojos.

Una tía de María Isabel la anima a partir para Estados Unidos sin la niña. La tía promete cuidársela.

“Si se me presenta la oportunidad, me voy”, explica María Isabel. “Y dejo aquí a la niña”.

Enrique concuerda: “Tendremos que dejar a la niña”.

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