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Comparten el Mismo Temor: ¿Se Olvidarán Sus Hijas de Ellas?

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Por SONIA NAZARIO, Redactora del Los Angeles Times

Agotada, preocupada y llorando, Lourdes Izaguirre llega al Río Grande. Ha tardado tres meses en llegar hasta aquí desde Honduras. No puede llamar a su casa, porque su familia no tiene teléfono.

Al marcharse ha dejado a sus hijos Byron y Melissa, de cinco y 10 años de edad. También se quedaron su hermana de 10 años y su hermano de 11, a los que ella criaba porque su madre estaba enferma. Al dirigirse a Estados Unidos a buscar trabajo, ha llegado hasta Nuevo Laredo, en la frontera con Texas.

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Izaguirre, de 26 años de edad, está reunida con otras madres en el segundo piso de la iglesia San José, un refugio para mujeres que pasan por aquí en su viaje.

“Entre nosotras nos ayudamos para no volvernos locas”, explica Agueda Navarro, de 34 años, que dejó hace unas semanas a sus hijos de cuatro y 14 años.

Otra madre, Belinda Cáceres, de 29 años, reza para que sus tres hijos de 12, nueve y dos años, tengan para comer y no se enfermen mientras ella está lejos.

Estas mujeres son sólo algunas en la larga procesión de madres, muchas de ellas solteras y centroamericanas, que se detienen en la extensísima frontera entre Estados Unidos y México antes de emprender el tramo final del viaje que las llevará al Norte. Todas comparten los mismos miedos. ¿Se olvidarán de ellas sus hijos? ¿Volverán a ver a sus hijos?

Allá en Honduras, cuenta Izaguirre, ganaba $30 por semana haciendo camisas con etiqueta de Tommy Hilfiger. Eso no alcanzaba para darles de comer a sus hijos todas las noches, ni siquiera cuando su ex marido la ayudaba con las cuentas del agua y la luz.

En una fiesta de cumpleaños, su hijo Byron vio una piñata y preguntó por qué él no podía tener una fiesta. Melissa, su hija, necesitaba libros y útiles escolares, y le preguntó a su madre por qué no podía comprarlos.

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Izaguirre dijo que se iba a Estados Unidos, para poder mandarles así dinero para libros y piñatas.

Melissa se ofreció a dejar la escuela y salir a trabajar para que su madre no tuviera que irse.

“Yo voy a trabajar para que ustedes puedan estudiar”, les recalcó Izaguirre.

Ahora teme que algo malo les pase mientras ella está lejos, sin poder confortarlos ni auxiliarlos. Peor aún, tiene miedo de que la separación se alargue demasiado y que al volver la reciban con la misma frialdad que ella ha visto en otras familias.

“Es que pierdes el amor de tu hijo”, asevera.

Izaguirre empieza a llorar. “Me siento mal por hacer esto. No vale la pena. Prefiero morirme de hambre con mis hijos. Pero he llegado hasta aquí. Ya no puedo volver”. Para poder viajar, ella hipotecó su casa y le pidió dinero prestado a un vecino. Su voz se vuelve firme otra vez. “No puedo regresar con las manos vacías”.

“Me da miedo morirme en el camino. Sé que no está bien irse a otro país, que eso a Dios no le gustaría. Pero espero que comprenda”.

Lo que ha llegado a convertirse en un torrente de madres solteras provenientes de Centroamérica comenzó mucho más paulatinamente durante la década de los 80. Las mujeres ocuparon desde un principio la vanguardia y han seguido dominando las migraciones desde Honduras, El Salvador, Nicaragua y Guatemala. Muchas de ellas no querían soportar los aspectos más difíciles de sus relaciones con los hombres: las borracheras, las palizas, las amantes. Una vez solas, les resultaba difícil mantener a sus hijos.

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Según el padre Ovidio Nery Rodríguez, un sacerdote de Tegucigalpa, Honduras, ellas se van “para no tener que prostituirse, para poder alimentar a sus hijos”.

Estas mujeres están siguiendo los pasos de las madres oriundas de Jamaica, la República Dominicana y de otros países del Caribe que vinieron en las décadas del 60 y el 70 a trabajar como niñeras y enfermeras en Nueva York, Nueva Inglaterra y la Florida. Muchas de ellas habían dejado a sus hijos.

El año pasado, los resultados de un estudio de la Universidad de Harvard indicaron que en la actualidad estas separaciones son comunes: En Estados Unidos, uno de cada cinco niños se cría en un hogar de inmigrantes, y un 85% de los niños inmigrantes de Centroamérica, México, la República Dominicana, Haití y China han estado separados de uno de sus padres, sino de ambos.

Esta tendencia se nota especialmente en Los Angeles, donde hay más inmigrantes de Centroamérica que en ningún otro lado. Por ejemplo, un estudio de USC realizado en 1998 encontró que el 82% de las niñeras centroamericanas que vivían con sus empleadores en Los Angeles habían dejado hijos en su país.

Aunque muchas madres esperan que las separaciones sean cortas, estas suelen durar de seis a ocho años, explicó Analuisa Espinoza, una trabajadora social del Distrito Escolar Unificado de Los Angeles que se especializa en inmigrantes.

Para entonces, ya no se reconocen. Cuando acuden a los contrabandistas para recoger a sus hijos, algunas madres abrazan al niño equivocado.

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