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DESVELO

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El Gusano de Hierro rechina, gime y traquetea. Las pipas negras, los furgones color óxido y las tolvas grises serpentean hacia El Norte en una vía solitaria paralela al Pacífico. A la derecha, los cafetales cubren las colinas. Los maizales llegan hasta las vías. El tren atraviesa un mar exuberante y tropical de árboles de plátanos.

Temprano por la tarde, el calor llega a 105 grados F. Enrique se quema las palmas de las manos cuando trata de agarrarse de la tolva. Se arriesga a soltarse. Termina por quitarse la camisa y sentarse sobre ella. La locomotora despide humo Diesel caliente. Algunas personas queman basura al lado de las vías, lo cual crea hedor y más calor.

A Enrique le punza la cabeza. Siente ardor en los ojos por el sol y en la piel un hormigueo. Se mueve de un lado al otro del vagón tratando de encontrar un pedacito de sombra. Se para por un rato sobre una saliente angosta en el extremo de una cisterna de combustible, vagón al que le dicen “pipa”. La saliente está a unas pulgadas de las ruedas.

No se debe quedar dormido, ya que un sacudón del tren lo tumbaría. Además, los pandilleros, algunos deportados de Los Angeles, merodean los techos del tren en busca de viajeros dormidos. Muchos de los inmigrantes se agrupan, con la esperanza de protegerse unos a los otros. Se cuidan de quien tenga tatuajes, especialmente de los pandilleros que tienen calaveras tatuadas alrededor de los tobillos--la policía dice que cada calavera representa a una persona que han matado. Su brutalidad es legendaria. Los inmigrantes cuentan de nueve pandilleros que arrojaron a un hombre del tren y luego, bajo amenaza de correr la misma suerte, forzaron a dos muchachos a tener relaciones sexuales entre ellos.

Algunos migrantes duermen de pie, atados a los postes de las tolvas con cinturones o camisas. Otros luchan por mantenerse despiertos. Toman anfetaminas, se pegan en la cara, hacen sentadillas, hablan entre ellos y cantan. A las 4 a.m. el tren suena como un coro.

Enrique tiene pavor en este día de recibir otra paliza. Se tensa cada vez que alguien nuevo salta a su vagón. Se da cuenta que el miedo le ayuda a mantenerse despierto, por lo que decide inducirlo. Se sube al techo del vagón cisterna y da un salto a la carrera. Con los brazos abiertos, como volando, salta a un furgón tambaleante y luego a otro. Entre algunos hay espacios de cuatro a cinco pies. Otros se encuentran a nueve pies de distancia.

El tren pasa a la región norte de Chiapas. Las montañas están más cerca. Los platanares se funden suavemente en campos de pastoreo. El tren de Enrique desacelera y avanza lentamente. Al atardecer, Enrique oye el cantar de los grillos que se une al coro de los migrantes.

El tren se acerca a San Ramón, cerca de la frontera norte del estado. Es pasada la medianoche y los agentes de la policía judicial probablemente están dormidos. La tripulación del tren dice que aquí es donde la policía prepara sus mayores atracos para sacarle plata a los migrantes. Un conductor dice que los agentes, en grupos de 15, detienen los trenes. Agarran por la camisa a los inmigrantes que tratan de escapar. El conductor los ha escuchado decir: “Si te mueves, te mato. Te parto en dos”. “Danos lo que tengas o te enviamos de vuelta”.

Cerca de allí, en el pueblo de Arriaga, el jefe de la policía judicial, o sea de la Agencia Federal de Investigación, niega que sus agentes detengan los trenes en San Ramón y que roben a los migrantes. El jefe Sixto Juárez indica que, de haber robos, sería por parte de pandilleros o bandidos que se hacen pasar por agentes judiciales.

Enrique amanece sin incidente. Chiapas queda atrás. Todavía es largo el camino por recorrer, pero ya se ha enfrentado a la bestia ocho veces y ha sobrevivido. Es un logro y se siente orgulloso de ello.

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