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LA REBELION

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LA REBELION
La cólera de Enrique se desborda. En la escuela, se niega a hacer la tarjeta del Día de las Madres. Empieza a golpear a sus condiscípulos. Le levanta la falda a la maestra.

Se para sobre el escritorio de la maestra y grita: “¿Quién es Enrique?”

Y la clase contesta: “¡Tú!”

Lo suspenden tres veces. Dos veces repite el año. Pero Enrique no abandona su promesa de seguir estudiando. A diferencia de la mitad de los chicos del barrio, termina la primaria. En la modesta ceremonia, una maestra lo abraza y murmura: “Enrique se nos va, a Dios gracias”.

Enrique está henchido de orgullo con su toga y birrete azules. Pero nadie de la familia de su madre acude a verlo.

Ya tiene 14 años y es adolescente. Pasa más tiempo en las calles de Carrizal, que va convirtiéndose en uno de los barrios más peligrosos de Tegucigalpa. Su abuela le dice que no vuelva tarde a casa. Pero él se queda jugando fútbol hasta la medianoche. Ya no quiere vender especias. Lo avergüenza que lo vean las chicas pregonando copitas de frutas o que le digan “el tamalero”.

Deja de ir a la iglesia.

“No te juntes con muchachos malos”, le aconseja la abuela María.

“Tú no eres quién para escoger a mis amigos”, responde Enrique. Le dice que ella no es su madre, y que no tiene derecho de decirle lo que debe hacer.

Pasa la noche fuera de casa.

Su abuelita lo espera en vela, llorando: “¿Por qué me tratas así?”, pregunta, “¿Es que no me quieres? Te voy a mandar a vivir a otra parte”.

“¡Mándame, pues! Si a mí nadie me quiere”.

Pero ella insiste en que sí lo quiere. Lo único que quiere es que trabaje como un hombre honrado, para que pueda andar con la cabeza en alto.

El le contesta que hará lo que quiere.

Para ella, Enrique es como si fuera el más pequeño de sus hijos. La anciana le ruega: “Quiero que tú me entierres. Quédate conmigo. Si lo haces todo esto será tuyo”. Ella reza por poder retenerlo hasta que su madre lo mande buscar. Pero sus propios hijos le dicen que Enrique tendrá que irse: ella ya tiene 70 años, y el joven de seguro la va a enterrar. La va a matar de un disgusto.

Sobrecogida de tristeza, le escribe a Lourdes: Tienes que encontrarle otro hogar.

Para Enrique, esto equivale a otro rechazo. Primero su madre, luego su padre, y ahora su abuela.

Lourdes le pide a un hermano suyo, Marco Antonio Zablah, que lo acoja.

Los regalos de Lourdes siguen llegando con regularidad. Ella se enorgullece de que su dinero pague ahora la matrícula de Belky en un colegio privado, y con el tiempo, la universidad, donde estudiará contabilidad. Los niños de los barrios pobres rara vez llegan a la universidad.

El dinero de Lourdes ayuda también a Enrique, y él lo sabe. Si ella no estuviese en El Norte, él sabe bien dónde estaría: hurgando los basureros municipales. Lourdes también lo sabe; de niña, ella lo ha hecho. Enrique conoce chicos de seis y siete años cuyas madres solteras no se fueron, y que se ven obligados a hurgar en los desperdicios en busca de algo para comer.

Uno tras otro, los camiones suben trabajosamente la colina. Decenas de niños y adultos se disputan una posición favorable. Los camiones descargan. Como aves de carroña, todos meten las manos en el cieno resbaladizo, sacando restos de plástico, madera u hojalata. A sus pies, la basura se convierte en un líquido espeso, humedecida por los desechos de hospitales, llenos de sangre y placentas. De cuando en cuando una criatura, con las manos negras de suciedad, recoge un trozo de pan viejo y se lo lleva a la boca. Mientras rebuscan entre los desperdicios malolientes, se alza sobre sus cabezas la nube densa y oscura que forman miles de buitres en vuelo.

Cuando Enrique lleva un año viviendo con su tío, Lourdes llama, esta vez desde Carolina del Norte. “Es muy duro en California”, indica. “Hay demasiados inmigrantes”. Los patrones pagan poco y los tratan mal. Aquí la gente es menos hostil. El trabajo abunda. Ahora trabaja en la línea de ensamblaje de una fábrica y gana $9.05 por hora, o $13.50 por horas extras. También trabaja de mesera. Ha conocido a un muchacho, un pintor de casas hondureño, y piensan vivir juntos.

Enrique la extraña a más no poder. Pero el tío Marco y su mujer lo tratan bien. Marco cambia divisas en la frontera hondureña. Vive con su familia, que incluye a un hijo, en una casa de cinco habitaciones de un vecindario de clase media de Tegucigalpa. El tío Marco le da a Enrique dinero para gastar, le compra ropa y lo inscribe en una escuela militar privada.

Enrique hace los mandados, le lava los cinco automóviles y lo sigue a dondequiera que vaya. El tío le da la misma atención que a su propio hijo, sino más. “Negrito”, le dice cariñosamente a Enrique por su tez morena. Enrique es pequeño aun siendo adolescente. Mide menos de 5 pies, aun cuando se para bien derecho. Tiene una gran sonrisa y una dentadura perfecta.

El tío le tiene mucha confianza y hasta le permite depositar dinero en el banco. “Quiero que trabajes conmigo para siempre”, le dice su tío.

Un día, un guardia empleado del tío Enrique es asaltado y asesinado al regresar en autobús de cambiar lempiras hondureñas. El guardia tiene un hijo de 23 años que, impulsado por lo ocurrido, se lanza a viajar a Estados Unidos. Antes de llegar a cruzar el Río Grande, regresa y le cuenta a Enrique lo que es treparse a los trenes, saltar de un vagón en movimiento a otro y evadir a “la migra”, como le dicen a los agentes mexicanos de migración.

A raíz del asesinato del guardaespaldas, Marco jura no volver a cambiar dinero. No obstante, unos meses más tarde recibe una llamada. ¿Estaría dispuesto a cambiar, por una comisión importante, $50,000 lempiras en la frontera salvadoreña? El tío Marco promete que ésta será la última vez.

Enrique quiere ir con él.

Pero el tío le dice que es muy joven. En su lugar, se lleva a uno de sus propios hermanos.

Los asaltantes acribillan a balazos su auto, que se sale volando de la carretera. Al hermano de tío Marco le disparan en la cara y lo matan. Al tío que tanto quiere Enrique le alcanzan tres disparos en el pecho y otro en una pierna. Muere el tío Marco.

A Lourdes le ha tomado nueve años ahorrar $700 para traer a sus hijos. Ahora los gasta en los funerales de sus hermanos.

Pocos días después, la mujer del tío vende el televisor de Enrique, el tocadiscos y el Nintendo, todos regalos de Marco. Sin dar explicaciones, le dice: “Ya no te quiero aquí”, y saca su cama a la calle.

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