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DIA DE LAS MADRES

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DIA DE LAS MADRES
Es el 14 de mayo del 2000, domingo en el que muchas iglesias en México celebran el Día de las Madres.

Enrique ha logrado por fin ahorrar 50 pesos. Entusiasmado, compra una tarjeta telefónica. Se la da a uno de los amigos de El Tiríndaro para que se la guarde. Así, si la policía agarra otra vez a Enrique, no se la podrán robar.

“Sólo me hace falta una más”, señala. “Entonces la voy a poder llamar”.

Cada vez que va a la Parroquia de San José no puede sino ponerse a pensar en su mamá, sobre todo en este Día de las Madres. En un anexo del refectorio, en el segundo piso, hay dos cuartos donde hasta 10 mujeres comparten cuatro camas. Han dejado a sus hijos en Centroamérica y en México para buscar trabajo en El Norte, y han encontrado este lugar donde dormir. Cada una de ellas podría haber sido su madre hace 11 años.

Todas tratan de no escuchar el festejo del Día de las Madres que se lleva a cabo en el piso de abajo, donde 150 mujeres de Nuevo Laredo ríen, gritan y dan silbidos mientras sus hijos bailan con almohadas metidas en las camisas para hacer que están “encintas”. En el piso de arriba, las mujeres sollozan. Una de ellas tiene una hija de ocho años que le rogó que no se fuera. La niña le pidió que le mandara una sola cosa de regalo para su cumpleaños: una muñeca que llora. Otra mujer no puede dejar de pensar en una pesadilla que tuvo: allá en casa, su hija es asesinada y su pequeño hijo huye corriendo y llorando. Ella reza a diario: “No me dejes morir en este viaje. Si me muero, acabarán viviendo en la calle”.

Enrique se pregunta: ¿Qué aspecto tendrá ahora su madre?

“Está bien que una mamá se vaya”, le dice a un amigo, “pero sólo durante dos o cuatro años, no más”. El se acuerda que ella le había prometido regresar para las Navidades y que nunca cumplió su promesa. “Me he sentido solo toda la vida”. Pero eso sí: Ella siempre le dijo que lo amaba. “No sé qué va a pasar cuando la vea. Se va a poner contenta. Yo también. Quiero decirle cuánto la quiero. Le voy a decir cuánto la necesito”.

Al otro lado del Río Grande, su mamá, Lourdes, piensa en Enrique en ese mismo Día de las Madres. De hecho, ella ya está enterada de que él se marchó. Pero en sus llamadas a casa, nunca ha podido averiguar por dónde anda. Trata de convencerse a sí misma de que Enrique debe de estar viviendo con algún amigo, pero entonces se acuerda de la última conversación telefónica que tuvieron. “Nos vemos pronto”, le había dicho él. “Cuando menos te lo esperes, frente a tu puerta”.

Día tras día Lourdes espera la llamada de Enrique. Noche tras noche, no puede dormir más que tres horas. Se pone a ver la televisión: inmigrantes que mueren en el desierto, rancheros que los reciben a balazos.

Lourdes se imagina lo peor y le entra el terror de que nunca lo volverá a ver. Se siente totalmente impotente.

Le ruega a Dios que lo cuide, que lo guíe.

Por la tarde del mismo Día de las Madres, tres policías municipales visitan el campamento. Enrique no trata de escapar, pero está nervioso. Los policías no reparan en él, y acaban por llevarse a uno de sus amigos.

Enrique no tiene dinero para comprar comida. Inhala un poco de pegamento, que lo pone soñoliento y lo transporta a otro mundo, donde no tiene hambre y es fácil olvidarse de su familia.

Uno de sus amigos pesca seis bagres pequeños. Enciende una fogata con basura. Anochece. Destaza los pescados con la tapa de una lata de aluminio.

Enrique da vueltas a su alrededor. “Sabes, Hernán, no he comido en todo el día”. Hernán destripa los pescados.

Enrique se para a un lado, esperando en silencio.

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