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CONTRABANDISTA

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CONTRABANDISTA
El líder del campamento, un adicto a la heroína conocido como El Tiríndaro espera drogas o cerveza a cambio de su permiso para gozar del relativo resguardo del campamento. Pero a Enrique no le ha pedido nada. El Tiríndaro pertenece a una subespecie de coyote conocida como “pateros”, que se dedican a contrabandear personas a Estados Unidos sobre llantas infladas, que empujan pataleando como patos. Considera que Enrique es un cliente potencial.

Además de cruzar ilegales por la frontera, el Tiríndaro financia su adicción a la heroína realizando tatuajes y vendiendo la ropa que los emigrantes dejan tirada a la orilla del río. Enrique observa atentamente mientras el Tiríndaro se acuesta en un colchón, mezcla pasta negra de heroína mexicana con agua en una cuchara, la calienta con la llama de un encendedor, mete el líquido en una jeringa y se clava la aguja de lleno en una vena.

Además de los migrantes, el campamento tiene 10 residentes permanentes. Siete de ellos son drogadictos. A la heroína la llaman “la cura”. Entre los residentes permanentes del campamento hay también varios emigrantes que están varados. Uno de ellos, un paisano hondureño, lleva siete meses viviendo junto al río. Ha tratado de cruzar tres veces a Estados Unidos. Las tres veces lo han agarrado. Ha caído en una depresión y ahora se pasa la vida inhalando pegamento.

Dijo haber realizado solo cada uno de sus intentos por cruzar la frontera.

Enrique presta atención. Lo apodan El Hongo, porque es muy callado y absorbe todo lo que pasa a su alrededor.

Enrique está protegido. Como es tan joven, todos en el campamento lo cuidan. Cuando sale por la noche a lavar carros, alguien lo acompaña caminando por el matorral hasta la carretera. Le advierten que no pruebe heroína. Pero el hecho de salir del campamento lo atemoriza, así que le dan marihuana para que se tranquilice.

Le va mal lavando coches. Una noche no gana casi nada.

El plazo de 15 días de comidas gratis pasa demasiado rápido. Ahora tiene que gastar parte de su dinero para alimentarse. Cada peso que gasta de esa forma es un peso menos para comprar las tarjetas telefónicas. Comienza a comer lo menos posible: galletas y refrescos.

Hay días en los que Enrique no se alimenta. Sus amigos del campamento le convidan algo de comida. Uno le enseña a pescar con un hilo y un anzuelo amarrados a una botella de champú. Como plomada, el hilo tiene tres bujías atadas en uno de sus extremos. Enrique hace girar el extremo del hilo que tiene las bujías sobre su cabeza y luego los arroja a la mitad del Río Grande. La cuerda zumba al desenrollarse de la botella. Pesca tres bagres.

Hasta El Tiríndaro es generoso; cuanto antes Enrique compre su tarjeta telefónica y llame a su mamá, cuanto antes necesitará de los servicios del patero. Cuando a Enrique le roban uno de sus cupones de comida, El Tiríndaro le da el cupón válido de uno de los migrantes que logró cruzar el río. Como está al tanto de que Enrique no sabe nadar, lo empuja de aquí para allá en una llanta por el agua, para que se le vaya quitando el miedo.

Enrique se entera de que El Tiríndaro es parte de una red de contrabandistas. Un hombre de mediana edad y una mujer joven, ambos latinos, se encuentran con El Tiríndaro y sus clientes al otro lado del río. Luego se van todos juntos en auto hacia el norte. El Tiríndaro guía a pie a sus clientes, haciéndolos dar amplios rodeos para eludir los puestos de vigilancia de la Patrulla Fronteriza. Pasado el último puesto, El Tiríndaro se regresa a Nuevo Laredo mientras la pareja y otros miembros de la red llevan a los clientes hasta sus destinos finales. Cobran $1,200.

El Hongo pone atención mientras sus compañeros de campamento discuten sobre qué hay que hacer y qué no: Encuentra una llanta inflable. Lleva un galón de agua contigo. Aprende dónde entrar al río y dónde no. Platican de la pobreza de sus lugares de origen y de como preferirían morir antes que regresarse. Enrique les cuenta de María Isabel, su novia, y que lo más probable es que esté embarazada.

Enrique habla de su mamá. Dice que está deprimidísimo.

“Ya quiero estar con ella”, dice, “para conocerla”.

“Es mejor cuando hablas”, le responde un amigo.

Pero la cosa se pone peor. Enrique defiende a un amigo de un pandillero y se salva de ser vapuleado sólo gracias a la intervención de otro pandillero que era de su viejo barrio en Honduras. Luego se le acaba la suerte con las autoridades. Es arrestado en la ciudad, ambas veces por merodear. Lo tratan de vago y lo encierran. En la cárcel se tapa el excusado y unos borrachos embadurnan las paredes con la inmundicia. Enrique en ambas ocasiones se gana su libertad barriendo y trapeando los pisos.

Una noche cuando caminaba las 20 cuadras de regreso al río desde su trabajo como lavacoches, empieza a llover. Enrique se refugia en una casa abandonada, encuentra unos cartones y los coloca en un lugar seco. Se quita los tenis y los pone con la cubeta junto a su cabeza. No trae calcetines, almohada, ni cobija. Se tapa la cabeza con la camisa y trata de calentarse con su propio aliento. Luego se acuesta, se acurruca y cruza los brazos sobre su pecho.

Estallan los relámpagos, retumban los truenos. El viento ulula por los rincones de la casa. La lluvia cae sin parar. En la carretera silban los frenos de aire de los camiones que se detienen en la frontera antes de cruzar a Estados Unidos. Desde el otro lado del río, la Patrulla Fronteriza ilumina el agua con linternas, buscando inmigrantes que intentan cruzar.

Con sus pies desnudos contra la fría pared, Enrique duerme.

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