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Un Río Verduzco Lo Separa de Su Sueño

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Por SONIA NAZARIO, Redactora del Los Angeles Times
Fotografías del Times tomadas por DON BARTLETTI

stás en territorio de Estados Unidos”, grita un agente de la patrulla fronteriza a través de su megáfono. “Regrésate”.

A Enrique le gusta a veces quitarse la ropa y meterse al agua del Río Grande para refrescarse. Pero el megáfono siempre lo detiene. Retrocede.

“Gracias por regresar a tu país”.

Le bloquean el paso. Enrique, de 17 años, lleva ya varios días varado en Nuevo Laredo, en la orilla sur del Río Grande, o el Río Bravo, como se lo conoce aquí. Se la ha pasado observando, escuchando, tratando de planear el cruce. En algún lugar más allá de este curso de agua verduzco está su madre.

Ella lo dejó hace 11 años en Tegucigalpa, Honduras, para ir a buscar trabajo en Estados Unidos. Para encontrarla, Enrique ha emprendido un viaje a lo desconocido. La última vez que hablaron por teléfono, ella le dijo que estaba en Carolina del Norte. El no tiene idea si ella todavía está ahí, ni dónde es ese lugar, ni cómo llegar hasta allá. Y ya no tiene el número telefónico de su madre.

Lo había escrito en un trozo de papel, pero voló por el aire y se perdió hace cuatro semanas cuando a Enrique lo asaltaron y lo golpearon sobre un tren de carga que viajaba por el sur de México. No se le había ocurrido memorizar el número.

Unos 48,000 menores de edad salen todos los años de Centroamérica y México y van rumbo al norte por su cuenta y sin documentos. Muy pocos memorizan los números telefónicos o las direcciones necesarias. Las anotan, envuelven el papel en plástico y se los llevan en los zapatos o bajo el cinturón. Algunos de los números se pierden, otros son robados. Hay veces en que los niños son raptados por secuestradores, que encuentran los números y llaman a las madres para exigir rescate.

Despojados de sus números telefónicos y direcciones, muchos de los menores se quedan varados junto al río. La derrota los lleva a lo peor que este mundo fronterizo ofrece: drogas, desesperación y muerte.

Se acerca el mes de mayo del 2000 y han pasado casi dos meses desde que Enrique dejó su casa por última vez. Ahora es un curtido veterano con siete intentos de llegar a El Norte. Este es su octavo viaje. Su madre seguramente ya ha telefoneado a Honduras y la familia ya le habrá dicho que él se marchó. Su mamá estará preocupada.

Tiene que hablarle por teléfono.

Además, quizá ella ya haya ahorrado el dinero suficiente para contratar un coyote que lo ayude a cruzar el río.

Enrique se acuerda de un número en Honduras: el de una tienda de llantas donde trabajaba. Va a llamar para pedirle a su antiguo patrón que encuentre a la tía Rosa Amalia o al tío Carlos Orlando Turcios Ramos--que fue quien le arregló ese trabajita--y que ellos a su vez le proporcionen el número de la madre de Enrique. Luego hablará otra vez para que el patrón le pase el número.

Para hacer las dos llamadas necesita dos tarjetas telefónicas: 50 pesos cada una. A su mamá le puede hablar por cobrar.

No puede limosnear 100 pesos. La gente de Nuevo Laredo no se los va a dar. Los mexicanos de la frontera, como ya se ha dado cuenta, no se tardan en proclamar su derecho a emigrar a Estados Unidos. “Jesús era un inmigrante”, los ha oído decir. Pero la mayoría no está dispuesta a dar comida, ni dinero ni trabajo a los centroamericanos.

Así es que va a trabajar por su cuenta. De lavacoches.

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