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LA DESCONFIANZA

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LA DESCONFIANZA
La hospitalidad de Veracruz ha desaparecido.

Un ama de casa frunce la nariz al hablar de los inmigrantes. Lo piensa dos veces antes de destrabar la puerta de metal del alto cerco de estuco. “Les tengo miedo. Hablan raro. Son sucios”.

Enrique empieza a tocar en las puertas pidiendo comida. En la Ciudad de México, donde el crimen es un problema endémico, la gente es a menudo hostil. “No tenemos nada”, le dicen, casi siempre sin siquiera abrirle la puerta, en una casa tras otra.

Finalmente, en una casa, Enrique recibe otro obsequio: Una mujer le ofrece tortillas, frijoles y limonada.

Ahora debe esconderse de la policía estatal que vigila la estación de Lechería, un barrio industrial al noroeste de la Ciudad de México. Se agacha para entrar en un caño de concreto de tres pies de diámetro.

A las 10:30 p.m. llega un tren que va hacia El Norte. De la Ciudad de México en adelante, el sistema ferroviario es más moderno y los trenes andan tan rápido que pocos migrantes viajan en los techos. Enrique y sus dos amigos eligen un furgón abierto. Si los encuentran adentro, será difícil escapar, pero cuentan con que hay pocos retenes de la migra en el norte de México. Los muchachos cargan cartones para usar de lecho y mantenerse limpios.

Enrique ve una manta sobre una tolva cercana. Sube una escalerilla para agarrarla y escucha un zumbido por encima de su cabeza. Los cables aéreos tendidos arriba del tren tienen carga eléctrica por un tramo de 143 millas rumbo al norte. Antes se usaban para locomotoras que ya no funcionan, pero los cables todavía conducen 25,000 voltios para evitar el vandalismo. Hay carteles que advierten: “Peligro: Alto Voltaje”. Pero muchos de los migrantes no saben leer.

Ni siquiera hace falta tocar los cables para morir electrocutado. Desde los cables puede extenderse un arco de electricidad de hasta 20 pulgadas. Sólo hay 36 pulgadas de distancia entre los cables y los vagones cargueros más altos, que son los que transportan automóviles. En las oficinas ferroviarias de la Ciudad de México, las computadoras trazan las rutas de los trenes con líneas azules y verdes. Por lo menos una vez cada seis meses las pantallas titilan y se apagan. Es un migrante que se ha electrocutado al subir al techo de un vagón, causando un cortocircuito. Cuando las computadoras vuelven a activarse, las pantallas muestran con rojo el lugar del cortocircuito.

Enrique sube al vagón tolva. Agarra con cuidado una punta de la manta y jala hacia abajo. Luego se arrastra hasta su furgón y se acomoda en una cama que él y sus amigos han construido con paja que encontraron dentro del vagón.

Los muchachos comparten una botella de agua y otra de jugo. El tren se abre camino por una niebla densa y Enrique cae en un sueño profundo, demasiado profundo.

No oye que la policía detiene el tren en medio del desierto central de México. Los agentes vestidos de negro encuentran a los muchachos en la paja, acurrucados bajo la manta. Los llevan a su jefe, quien prepara guiso sobre un fogón. El jefe los palpa para ver si tienen drogas. Entonces, en vez de arrestarlos, les da tortillas, agua y pasta de dientes para que se aseen.

Enrique está asombradísimo. El jefe les permite volver a subir al furgón y les dice que se bajen del tren antes de San Luis Potosí, donde 64 agentes de seguridad ferroviaria vigilan la estación.

A media mañana, Enrique ve dos antenas con luces rojas que titilan. Los muchachos saltan del tren media milla al sur del pueblo.

Enrique había elegido hasta ahora seguir siempre su rumbo. Pero aquí el paisaje es demasiado desolado para vivir de la tierra, y mendigar es muy arriesgado. Le hace falta trabajar para sobrevivir. Además, no quiere llegar a la frontera sin un centavo. Ha escuchado que los rancheros estadounidenses balean a los mendigos.

Sube trabajosamente una colina hasta la casita de un fabricante de ladrillos. Con buenos modales, Enrique pide comida. El fabricante de ladrillos le brinda todavía más: si Enrique trabaja, le dará comida y un lugar donde dormir.

Enrique acepta muy contento.

Algunos inmigrantes dicen que los mexicanos explotan a los indocumentados y les pagan una fracción del salario acostumbrado de 50 pesos, unos $5 por día. Pero el fabricante de ladrillos le ofrece más que eso: 80 pesos al día, y le da ropa y zapatos.

Enrique trabaja durante día y medio en la fábrica de ladrillos, una de 300 que bordean las vías en el extremo norte de San Luis Potosí. Los obreros vierten arcilla, agua y estiércol seco en grandes pozos. Se arremangan los pantalones y apisonan la mezcla lodosa como si pisaran uvas para hacer vino. Una vez que el lodo se convierte en una pasta marrón firme, la vuelcan en moldes de madera. Luego vacían los moldes sobre el suelo plano y dejan que los ladrillos se sequen al sol.

Dentro de hornos grandes como habitaciones, se apilan los ladrillos formando pirámides. Debajo de los hornos arde el fuego alimentado con aserrín. Cada lote de ladrillos se cocina durante 15 horas y al hacerlo despide nubes de humo negro hacia el cielo.

El trabajo de Enrique es palear arcilla. Enrique pasa la noche con uno de sus amigos del tren sobre el suelo de tierra de un cobertizo.

“Tengo que llegar a la frontera”, le dice Enrique.

¿Debería tomar otro tren? Ha recorrido 990 millas en trenes de carga, desde Tapachula, cerca de Guatemala. ¿Se le acabará la suerte?

Su patrón le dice que le conviene tomar una “combi”, un minibús Volkswagen, hasta pasar un puesto de control que se encuentra 40 minutos al norte del pueblo. Las autoridades no revisan las combis, le explica el fabricante de ladrillos. Luego debe tomar un autobús a Matehuala, y allí quizá pueda conseguir que alguno de los camioneros lo lleve hasta Nuevo Laredo, junto al Río Grande.

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