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TIESO DEL FRIO

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TIESO DEL FRIO
Mientras esconde la cámara neumática, El Tiríndaro divisa a la Patrulla Fronteriza. Con los tres inmigrantes se apresura por la orilla del Río Grande a un afluente conocido como Zacate Creek.

Métanse al agua, ordena el Tiríndaro.

Enrique entra en el riachuelo. Está frío. Flexiona las rodillas y se hunde hasta la barbilla. Tirita tanto que le duelen sus dientes rotos, y se tapa la boca con la mano para tratar de pararlos. Pasan hora y media en silencio en el riachuelo. De una alcantarilla de tres pies de ancho conectada a la estación depuradora de Laredo, Texas, caen al arroyo aguas negras. Enrique respira desde su escondite.

El Tiríndaro se adelanta, explorando el terreno.

Cuando da la orden, Enrique y los otros salen del agua. Entumecido, casi congelado, Enrique cae al suelo.

“Vístanse deprisa”, apremia El Tiríndaro.

Enrique se quita los calzoncillos mojados y los tira. Son la última posesión que le queda de su casa en Honduras. Se pone los pantalones vaqueros secos, la camisa, y dos zapatos izquierdos. Hace tres días que le robaron el derecho, y lo único que ha podido encontrar para reemplazarlo es otro zapato izquierdo. Cuando llamó a su madre se lo contó, pero el tiempo no bastó para enviarle con qué comprarse otro par.

El Tiríndaro les ofrece pan y una soda. Los otros comen y beben, pero Enrique está demasiado nervioso. Están en las afueras de Laredo, cerca de los barrios residenciales. El ladrido de un perro puede despertar las sospechas de la Patrulla Fronteriza.

“Esta es la parte más difícil”, dice El Tiríndaro.

El patero se echa a correr. Enrique lo sigue a la carrera, y tras él van los mexicanos. Se lanzan terraplén arriba, por una senda de tierra, entre los arbustos de mezquite y árboles de tamarindo, hasta llegar a un tanque grande, plano y redondo. Es parte de la estación depuradora de aguas residuales.

Más allá se extiende un espacio abierto.

El Tiríndaro mira inquieto a izquierda y derecha. Nada.

“Síganme”, dice.

Enrique corre ahora más rápido. El entumecimiento de las piernas se le disipa en una oleada de adrenalina y miedo. Corren al lado de una barda, y por un sendero angosto en dirección contraria a la corriente del arroyo, a lo largo de un barranco arriba del mismo. Se precipitan terraplén abajo y pasan por el lecho ahora seco en ese tramo del Zacate Creek, bajo una cañería, y luego debajo de un puente de peatones. Atraviesan el cauce y vuelven a subir el terraplén del otro lado hasta una calle residencial de dos vías.

Pasan dos automóviles. Sin aliento, se refugian en los arbustos. A media cuadra de distancia, otro automóvil les hace una seña con las luces.

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