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LOURDES

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LOURDES
Lourdes, que ya tiene 35 años, vive en Carolina del Norte, donde la gente es cortés, abunda el trabajo para los inmigrantes y parece un lugar seguro. Puede dejar sin temor las puertas del automóvil y hasta de la casa destrabadas.

En un álbum gris guarda sus tesoros: retratos de Belky, la hija que dejó en Honduras. A los siete años con su vestido de la primera comunión; a los nueve en faldita amarilla de porrista; en su fiesta de quinceañera, con un vestido rosado de tafetán y zapatos blancos satinados. Y los de Enrique: a los ocho años en camiseta sin mangas, con cuatro puerquitos a sus pies; a los 13, con la quinceañera, el hermanito serio.

Lourdes no ha dormido. Desde la última llamada de Enrique de un teléfono público al otro lado del Río Grande, se ha pasado la noche imaginándolo muerto, su cadáver hinchado flotando a la deriva en la corriente. A su novio le dice: “Lo que más me temo es no volverlo a ver”.

Ahora la llama una contrabandista. Le dice que tienen a su hijo en Texas, pero que no basta con los $1,200. Quiere $1,700.

Lourdes no se fía. ¿Y si está muerto, y los coyotes quieren sacar partido? “Póngalo en la línea”.

Anda comprando víveres, dice la contrabandista.

Lourdes insiste.

Está dormido, le dice la otra.

¿Cómo puede estar dormido y comprando víveres a la vez? Lourdes exige que se lo pasen.

Por fin ponen a Enrique al teléfono.

“¿Sos tú?” le pregunta su madre, presa de inquietud.

“Sí mami, soy yo”.

Con todo, la madre duda. No reconoce la voz, que sólo ha oído media docena de veces en 11 años.

“¿Sos tú?” vuelve a preguntar tres veces. Busca la pregunta que sólo Enrique pueda contestar. Se acuerda de lo que le ha dicho su hijo de los zapatos cuando la llamó desde la cabina.

“¿Qué tipo de zapatos tenés puestos?” pregunta.

“Dos izquierdos”, contesta el joven.

El miedo de la madre se desvanece como una ola que regresa al mar. Es él. Vive un instante de dicha plena.

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