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Al Concluir el Viaje, un Río Oscuro y Quizá una Nueva Vida

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Por SONIA NAZARIO, Redactora del Los Angeles Times
Fotografías del Times tomadas por DON BARTLETTI

la una de la madrugada, Enrique espera a la orilla del agua.

“Si los agarran, no los conozco”, advierte severo el hombre al que le dicen El Tiríndaro.

Enrique asiente con la cabeza, lo mismo que otros dos inmigrantes que esperan con él, un hombre y una mujer, hermanos mexicanos. Se quitan toda la ropa menos los paños menores.

Al otro lado del Río Grande se alza un poste de 50 pies de alto, que está equipado con cámaras de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos. A la luz del día, Enrique ha contado cuatro camionetas todoterreno cerca del poste, cada una con su contingente de agentes de patrulla. Ahora, en la oscuridad, no alcanza a ver a ninguno.

Confía su suerte al Tiríndaro, una subespecie de contrabandista llamada patero. Cruza el río a nado, moviendo las piernas silenciosamente bajo el agua, como hacen los patos, a la vez que empuja una cámara neumática en la que transporta a sus clientes. El Tiríndaro lleva horas estudiando desde aquí los movimientos de la otra ribera.

Enrique, de 17 años de edad, rompe en pedazos un papelito que luego dispersa en la orilla. Es el número de teléfono de su madre, que ha confiado a la memoria. Así los agentes no podrán utilizarlo para localizarla y deportarla. Hace más de 11 años que ella lo dejó en Honduras y cruzó ilegalmente la frontera estadounidense en busca de trabajo. Enrique lleva cuatro meses tratando de reunirse con ella.

El Tiríndaro sostiene la cámara neumática. Los mexicanos se suben. El contrabandista los empuja nadando hasta una isla en medio de la corriente y regresa con la cámara a recoger a Enrique.

La aquieta en el agua y Enrique sube a bordo. El Río Bravo, como le dicen en México, está crecido por las lluvias. Hace dos noches se ahogó un joven conocido de Enrique. Enrique no sabe nadar, y tiene miedo.

El Tiríndaro le pone sobre el regazo una bolsa de plástico con ropa seca para los tres. Luego empieza a empujarlo, impulsándose con los pies. Una corriente veloz coge la cámara y la barre río adentro. El viento le arrebata la gorra a Enrique. La llovizna le baña la cara. Mete la mano en el agua. Está fría.

De repente, ve un destello de luz blanca. Es uno de los todoterreno, probablemente con un perro atrás, que recorre lentamente el sendero al lado del río.

Silencio. Ningún megáfono que le grite: “Regrésate”.

La cámara avanza a sacudones. Es el 21 de marzo del 2000. Solamente en esta zona, los agentes capturarán a 108,973 emigrantes en el transcurso del año fiscal 2000. La cámara rebota y chapotea. Enrique se aferra a la válvula de aire. El cielo está nublado, el río oscuro. En la distancia danzan fragmentos de luz sobre las aguas.

Por fin divisa la isla, enmarañada de juncos y sauces. Enrique se agarra de una rama y esta se desprende. Con ambas manos se ase de una mayor, y la cámara se desliza sobre la hierba y el aluvión. Han atravesado el cauce meridional. Al otro lado de la isla fluye el cauce septentrional, más aterrador aún por su mayor proximidad a Estados Unidos.

El Tiríndaro rodea la isla a pie. Sus ojos recorren las aguas. La camioneta blanca aparece de nuevo a menos de 100 yardas. Va avanzando despacio por el sendero de tierra en lo alto de la ribera.

Las luces de la patrullera centellean rojas y azules sobre el agua, dándole un brillo sicodélico. Los agentes apuntan un reflector directamente a la isla.

Enrique y los mexicanos se tiran de boca al suelo. Si los agentes los ven y les tienden la emboscada, están perdidos. Enrique está mas cerca que nunca de su madre. A los mexicanos pueden deportarlos a la otra orilla, pero a Enrique lo podrían mandar de vuelta hasta Honduras, lo que significaría empezar de nuevo por novena vez.

Por media hora, se quedan tiesos como estatuas.

Cantan los grillos y susurra el agua en las piedras. Por fin los agentes parecen abandonar la empresa. El Tiríndaro vigila, se cerciora, y regresa.

Enrique le pide murmurando que lleve primero a los otros.

El Tiríndaro monta a los dos mexicanos en la cámara, que casi se sumerge bajo la carga. Se deslizan pesadamente por el agua.

El Tiríndaro regresa en unos minutos. “Ven para acá”, le ordena a Enrique. “Sube”. Le da otras instrucciones: No hagas crujir la bolsa de plástico. No pises sobre las ramitas secas. No remes, que hace ruido.

El patero se desliza por el agua tras la cámara y empieza a impulsarse con las piernas sumergidas. En un par de minutos llegan a un remanso del río y Enrique se agarra de otra rama. Ganan la orilla y sienten el lodo, suave y resbaloso.

En paños menores, Enrique pisa por primera vez el suelo de Estados Unidos.

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