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LA ESPERA

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LA ESPERA
Lourdes toma $500 que tiene ahorrados y $1,200 que le presta su novio, y los envía por cable a Dallas.

Los contrabandistas esperan en la casa donde estaba la ropa. Enrique se pone un pantalón limpio, una camisa y zapatos nuevos. Los contrabandistas lo llevan a un restaurante donde come pollo con crema. Limpio y satisfecho en el país adoptivo de su madre, se siente feliz.

Van a la oficina de Western Union, pero bajo el nombre de Lourdes no hay ningún dinero. Ni un mensaje siquiera.

¿Cómo puede haberle hecho esto?

En el peor de los casos, se dice Enrique, puede darse a la fuga.

Pero los contrabandistas vuelven a llamar.

Lourdes aclara que ha puesto el envío a nombre de otra inmigrante que vive con ella, porque esta recibe descuentos de Western Union. El dinero debe estar allí bajo el nombre de la otra mujer.

Así es.

Enrique no tiene ni tiempo de celebrar. Los contrabandistas lo llevan a una gasolinera donde lo espera otro cómplice de la red, que agrupa a Enrique con otros cuatro inmigrantes que se dirigen a Orlando, Florida. Pasan la noche en Houston, y al mediodía Enrique sale de Texas en una vagoneta verde.

Cinco días más tarde, el novio de Lourdes pide tiempo libre de su trabajo para ir a Orlando, donde Enrique, alojado con los otros cuatro, espera su llegada. El novio es apuesto, con bigote y sienes canosas. Enrique lo reconoce de un vídeo que había traído su tío Carlos de una visita.

“¿Sos el hijo de Lourdes?” le pregunta.

Enrique asiente con la cabeza.

“Vámonos”. Durante el viaje apenas hablan, y Enrique se duerme.

Para las 8 a.m. del 28 de mayo, Enrique está en Carolina del Norte. Lo despierta el clic-clic de las ruedas en la autopista al cambiar de carril. “¿Estamos perdidos?” pregunta. “¿Estás seguro que no? ¿Sí sabes a dónde vamos?”

“Ya casi llegamos”.

Van pasando deprisa pinos y olmos, campos y vallas publicitarias, lirios y lilas. La carretera, recién pavimentada, cruza un puente y atraviesa campos de ganado con sus rollos de heno. A ambos lados hay barrios de gente rica. Luego pasan las líneas ferroviarias. Al fin de una calle corta de grava empiezan las casas remolque. Hay una blanca y beige, de los años 50, con toldos de metal, rodeada de altos árboles verdes.

Son las 10 a.m. Al cabo de más de 12,000 millas, 122 días y siete intentos fracasados de encontrar a su madre, Enrique, 11 años después de que la vida los separara, sale de un salto del automóvil, sube volando los cinco escalones descoloridos del portal y abre la puerta de un tirón.

A la izquierda, después de una salita de vigas oscuras, ve que desayuna en la cocina una niña de pelo negro que le llega a los hombros y con flequillos rizados. Enrique recuerda su retrato. Se llama Diana. Tiene nueve años. Nació en California poco después de la llegada de Lourdes a Estados Unidos, cuando vivía con un ex novio de Honduras.

Enrique se inclina y la besa en la mejilla.

“¿Sos mi hermano?”

Enrique asiente. “Dónde está mi mamá? ¿Dónde está mi mamá?”

Ella indica con un gesto hacia el fondo de la casa.

Enrique corre, zigzagueando por dos angostos pasillos revestidos de paneles color café, y abre la puerta.

El cuarto está oscuro y desordenado. Su madre duerme en una cama bajo la ventana cubierta de cortinas de encaje. Enrique cae de un salto a su lado. La abraza y la besa.

“Estás aquí, mi hijo”

“Estoy aquí”.

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