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Carlos

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Carlos Roberto Díaz Osorto está en la cama número uno de la unidad de traumatología del Hospital Civil en Arriaga, en el sur de México.

Cuatro días antes de llegar aquí, el joven hondureño de 17 años de edad vio cómo un tren de carga le cortó las piernas a un hombre. Pero se sobrepuso al miedo. Iba a Estados Unidos a buscar trabajo.

En una curva cerca de Arriaga, donde los trenes bajan la velocidad, Carlos corre al lado del tren preguntándose, “¿Subo o no subo?” Sus primos se han colgado del sexto vagón, contando desde la cola del tren. Carlos se aterroriza. ¿Lo dejarán atrás? El tren llega al puente. Carlos no se rinde. Cruza el puente saltando de un durmiente a otro. Los cordones de sus zapatos están desatados. El zapato izquierdo sale volando, luego el derecho.

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Carlos trata de alcanzar la escalera de un tanque de combustible, pero el vagón va demasiado rápido y Carlos lo suelta. Se agarra de una barandilla. El tanque se sacude violentamente. Carlos logra sostenerse, pero la succión del aire jala sus piernas hacia abajo, hacia las ruedas.

Sus dedos se aflojan. Carlos patea las ruedas tratando de apartarse del peligro, pero al soltarse del tren, la corriente de aire se lo lleva. Las ruedas aplastan su pie derecho, luego le amputan la pierna izquierda por arriba de la rodilla. Siente como si estuviera en llamas.

“¡Auxilio!”, “¡Auxilio!”, “¡Me duele!”, grita Carlos.

Empieza a jadear, a sudar, a pedir agua, sin saber si alguien lo escucha. A diferencia de otros, que tratan de pararse, Carlos puede ver que sus piernas son un revoltijo sangriento de tendones, huesos y músculos.

Los paramédicos de la Cruz Roja Mexicana lo encuentran tirado junto a la vía. Ha perdido casi un tercio de su sangre, pero el calor de los rieles ha cauterizado muchas de las arterias. Los socorristas le aplican dos torniquetes.

“Quítenme este dolor”, suplica.

El médico le corta los huesos, luego sella cada arteria y cada vena. Estira la piel sobre los muñones y los cierra con suturas. A veces escasean las medicinas para prevenir las infecciones, pero Carlos tiene suerte. La Cruz Roja da esta vez con un poco de penicilina.

Sus padres llegan al hospital a los 12 días. “Doy gracias a Dios de que está vivo”, indica María Mercedes Díaz de 33 años, quien llora en silencio y acaricia el cabello de su hijo.

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Según cálculos de la Cruz Roja, suele ocurrir casi una vez cada dos días que inmigrantes de Centroamérica pierden piernas, brazos o pies al treparse a trenes de carga en movimiento. Pero este cálculo, ofrecido por Martin Edwin Rabanales Luttman, jefe de entrenamiento del cuerpo de ambulancias de la Cruz Roja en Tapachula, es únicamente para el estado de Chiapas. No incluye a los que mueren instantáneamente al quedar con sus cuerpos partidos o decapitados.

Se caen de los trenes por diferentes causas. Hay quienes se quedan dormidos y se desploman; otros son arrojados por las pandillas que controlan los techos de los trenes.

Como los migrantes tratan de engañar a las autoridades y hacerse pasar por mexicanos, no llevan identificación. Si se mueren, sus cuerpos van a dar, anónimos, a una fosa común. En Tapachula, acaban en un hoyo en el cementerio junto a bebés que nacieron muertos.

En Arriaga, en el norte de Chiapas, el jefe de policía Reyder Cruz Toledo pone fotos de los muertos en una libreta negra sobre su escritorio. Algunas de las imágenes son tan recientes que no ha tenido tiempo de pegarlos en la libreta. Una foto muestra una mujer decapitada. Otra a un hombre de 20 años que quedó partido por la mitad. En casi todas, las víctimas tienen los ojos abiertos.

El jefe de policía mantiene la libreta a la mano, esperando que llegue alguien a identificar los cuerpos. Pero afirma que nadie ha venido.

Guillermina Gálvez López, de 30 años de edad, vive en una choza de madera frente a la vía en Chiapas, cerca de La Arrocera, que es un puesto de inspección de inmigración. Ella oye los gritos de los que tratan de ir por tren. Relata que una vez al mes, como promedio, se cae del tren cerca de su casa un niño o un hombre que acaba perdiendo brazos o piernas.

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“¡Ayúdenme!”, “¡Ayúdenme!”, suplican.

Su esposo les aplica torniquetes y corre a buscar ayuda.

Los empleados del taller de trenes de la estación de Lechería, en la Ciudad de México, cuentan de un niño de siete años y oriundo de Centroamérica que iba viajando solo.

El niño tomó carrera para alcanzar un tren de carga dirigido al norte. Agarró la escalerilla de un vagón pero no alcanzó a tomar suficiente impulso. El tren lo jaló hacia adelante, el niño dio un traspié y cayó debajo del vagón con las manos para adelante. Una rueda le amputó el brazo izquierdo por arriba del codo.

El pequeño quedó retorciéndose junto a los rieles, mientras su brazo rodaba de un lado a otro bajo los vagones.

El niño lloraba: “¡Mamá! ¡Mamá!”

--Sonia Nazario

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